La inercia de las Paso parecía llevar a Javier Milei a la Presidencia. Un amplio sector del electorado y la dirigencia política que el libertario etiquetó como casta observó ese escenario como el abismo que había que evitar de cualquier forma y clavó el freno de mano. De todos modos, el miedo es una fuerza poderosa pero se necesita más que eso para dar respuesta a una sociedad que no quiere limitarse a sobrevivir.
Desde su salto de los sets televisivos al escenario político, Milei ganó rating con sus dos hits: la anticasta y la dolarización. El malestar creciente por el estancamiento económico y la disparada de los precios le permitieron en las primarias ser el instrumento de castigo contra el establishment político.
A su manera, en esta etapa el libertario fue el mejor alumno de Ernesto Laclau, uno de los principales teóricos del populismo y uno de los intelectuales de cabecera de Cristina Fernández de Kirchner. Milei logró aglutinar alrededor suyo una serie de demandas y broncas diversas. De clase, geográficas, etarias y de género.
Sin embargo, el crecimiento del candidato de La Libertad Avanza no fue puramente espontáneo. Como a un perro de caza, las dos principales coaliciones le inyectaron anabólicos. Juntos, porque creía que desplazaba el eje del debate hacia la derecha y volvía más digeribles sus propuestas. El peronismo, porque dividía el voto opositor.
El problema es que después de las Paso Milei amenazó con morder no sólo a quienes lo alimentaron sino también a una sociedad que busca protección y seguridad, en el sentido amplio del término.
Entre agosto y octubre, Milei bajó el volumen a sus ladridos pero su campaña no dejó nervio sensible sin tocar: el consenso por memoria, verdad y justicia, el patrimonio público (desde YPF hasta el transporte y el mar), el vínculo con los socios estratégicos de la Argentina y valores relacionados con la familia y la religión.
En ese cada vez más extenso compilado de gaffes y derrapes, tal vez el más costoso -literalmente- haya sido echarle nafta a la corrida cambiaria, que alimentó las llamas de la inflación. Una situación que probablemente haya puesto a pensar a potenciales votantes suyos que no se encontraban del lado del mango de la motosierra sino del filo.
Al aproximarse el partido por los puntos, el amateurismo que se le valoraba a su equipo empezó a mostrarse como una limitación cuando uno de los grandes interrogantes de la etapa que viene es la gobernabilidad.
El 29,98% que obtuvo este domingo lo obliga a adelantar una operación pensada para un eventual gobierno: sacrificar identidad para ganar músculo político. Los guiños hacia el sacudido nido de halcones de Patricia Bullrich van en esa dirección.
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En contraste, el triunfo de Massa fue pura invención política. Embarcado 24x7 ante una oportunidad que sólo él vio, el candidato de Unión por la Patria usó todos los recursos de poder a su alcance: la chequera para recuperar votos en el electorado peronista, látigo con los jefes territoriales que se relajaron o trataron de salvarse solos en las primarias, y la palabra para movilizar a una militancia que pedía a los gritos directivas y alertar sobre el infierno que supondría la llegada de Milei a la Casa Rosada.
En un acto de ilusionismo al nivel de los mejores shows de Las Vegas, Massa logró esconder a Alberto Fernández y Cristina Kirchner y presentarse como la opción de cambio siendo el candidato de una fuerza que, con sus reconfiguraciones, gobernó 16 de los últimos veinte años y el ministro de Economía de un país con 140% de inflación y 40% de la población sumergida en la pobreza. Por ahora, el peronismo logra patear para adelante su 2001.
Si el exintendente de Tigre corona el 19 de noviembre, habrá un nuevo jefe en el peronismo, donde Cristina y el kirchnerismo tendrán gravitación pero serán un vector más dentro de una coalición, se supone, muy heterogénea.
En cambio, si Massa no llega al 50% igual será un actor de peso en un peronismo con dos sedes que aspiran a convertirse en el centro de gravedad: Buenos Aires, con Axel Kicillof, y Córdoba, con Martín Llaryora. Aún si perdiera, Massa sería dirigente justicialista con mayor cantidad de votos que no está en un cargo ejecutivo y frente a un gobierno que comenzaría sin escudo legislativo para protegerse de un juicio político. Una situación similar a la de Eduardo Duhalde durante el colapso del gobierno de la Alianza.
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De todos modos, por cómo está seteado el escenario, el tigrense parece cerca de cumplir el objetivo. Parece en condiciones de captar buena parte de los votos de Juan Schiaretti y Myriam Bregman y de votantes de Juntos por el Cambio que, aún con su distancia respecto a cualquier cosa que huela a peronismo, le tienen más espanto todavía a la inestabilidad que podría venir con Milei.
Para que el premio mayor no se le escape de las manos, si bien hoy el momentum juega a su favor, Massa necesita que no se arme un frente en contra suyo. En ese camino, debe manejar un equilibrio delicado. Por un lado, debe mostrar amplitud convocando a referentes políticos foráneos a su espacio, para darle verosimilitud a su promesa de un gobierno de unidad nacional. Por el otro, en una elección donde el clivaje casta/anticasta es central, debe dosificar las fotos con dirigentes, decodificadas por buena parte del electorado como acuerdos entre cúpulas alejadas del resto de la sociedad.
En este terreno, se abre la posibilidad de distintos tipos de acuerdos. De menor a mayor nivel de compromiso: un entendimiento electoral, ya sea un apoyo explícito, un pacto de no agresión o un acompañamiento subterráneo; puentes parlamentarios para aprobar leyes en el Congreso o la integración al gobierno.
En este último caso, en el scouting para su eventual gestión Massa tiene al tope de su lista a radicales y palomas del PRO con los que tiene un largo vínculo y que parecen tomar carrera para saltar de un resquebrajado Juntos por el Cambio.
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Sin expectativas de poder y con el antikirchnerismo furioso pasado de moda, la coalición que aglutinó al PRO, la UCR y la Coalición Cívica parece haber perdido su pegamento. El internismo desaforado hizo chocar a una coalición que creyó que alcanzaba con el viento de cola del desgaste del gobierno para llegar a buen puerto. En esa deriva tiene una responsabilidad particular Mauricio Macri, quien prefirió que la nave se estrelle antes de que Horacio Rodríguez Larreta o Patrica Bullrich tomara el timón. Para evitar el parricidio, Macri destruyó a su familia política ampliada y el PRO vuelve a ser un partido casi personal y anclado en la ciudad de Buenos Aires.
Aunque el mapa político todavía está en formación, algo es seguro: habrá un recambio generacional en la primera plana de la política argentina. Massa tiene 51 años; Milei, 53; Kicillof, 52; Llaryora 51 y Maxiliano Pullaro 48. Una camada de líderes que hizo toda su carrera política en democracia y, en general, más pragmática que sus antecesores.
En un escenario marcado por la fragmentación, la política puede hacer de la necesidad virtud. La falta de mayorías propias obliga a todos a acordar. El abismo puede haber funcionado como despertador y dar un volantazo a tiempo. Ante la crisis, al igual que en Santa Fe, la sociedad se queja contra la dirigencia pero en las elecciones se inclinó por el más profesional de los políticos profesionales. En tiempos donde mandan los algoritmos, la vieja política analógica da pelea. La casta tiene una chance más. Puede ser la última.