Hace algo más de tres meses una publicación de este diario daba cuenta de que aún antes de finalizar el primer semestre, durante 2022 ya habían asesinado en Rosario a más mujeres, niños y adolescentes que en cualquier otro año de esta década. Esos números siguieron creciendo notoriamente entre julio y septiembre en las estadísticas de homicidios dolosos, aunque en el último trimestre el rasgo más notorio es el aumento de víctimas de entre 25 y 29 años. Al 30 de septiembre ese grupo etario acumulaba la mayor cantidad de asesinatos, con un total de 43 casos.
Nueve niños y adolescentes de 0 a 14 años asesinados son muchísimos más que los cinco de 2020 y los dos registrados en 2021. Lo mismo pasa con los adolescentes de entre 15 y 19, una franja cada vez más expuesta a la muerte violenta: al 30 de septiembre fueron asesinados 29 chicos y 7 chicas de esas edades, un total de 36 que también supera en la comparación con los 19 de 2020 y los 24 del año pasado. Por su parte, las 49 mujeres asesinadas al 30 de septiembre —en rigor, ya son 50 si se suma un caso en octubre— superan el total acumulado entre los dos años anteriores, con 21 en 2020 y 24 en 2021.
Si el análisis de los números que se decantan de los homicidios dolosos registrados en el departamento Rosario se tratara de estadísticas deportivas podría decirse que, tres meses antes de que termine, en 2022 se batirían varios récords. Pero no lo es; se sabe que con cada víctima de homicidio se van acumulando vidas truncadas que llenan de dolor familias y barriadas en una espiral de tristeza, violencia y desencanto de incierto destino que parece no tener fin.
En medio de ese loop inabordable los datos pueden aportar en función de enfocar la mirada. Entonces es posible detenerse en ciertos detalles que hablan más allá de los números: en los últimos tres meses hubo en Rosario seis dobles homicidios; episodios que, aun cuando no sean similares, siempre dan cuenta de una violencia mucho más descarnada en las escenas. Y que muestran, más que el rompimiento de récords, la ruptura de barreras y códigos que alguna vez rigieron hasta en el mundo del hampa.
Sin querer queriendo
En líneas generales, que un hecho de homicidio termine con más de una víctima fatal tiene que ver más con el resultado que con las intenciones de los tiradores. En los casos particulares puede leerse si los homicidas fueron por una persona y otra terminó asesinada por fuera de esos planes.
Hay hechos en los que muere el vecino que se paró a conversar con otro justo en el peor momento imaginable. O como pasó en Molino Blanco el pasado 4 de septiembre cuando Graciela Carrizo murió atravesada por una de las tantas balas que, a unos 40 metros de donde ella estaba, disparaban para matar a Jonatan Schneider.
>>Leer más: En lo que va de 2022 mataron en Rosario a más mujeres que en todo el año pasado
Este tipo de crímenes, imposibles de catalogar desde lo razonable sin apelar a eufemismos como “víctimas por error” o “daños colaterales”, se van tornando parte del paisaje rosarino al punto que ya parecen no sorprender. Son producto de acciones delirantes llevadas a cabo por gente que pretende emular, pero a los tiros, lo mismo que hacen los perros frente a un poste de alumbrado: marcar territorio, violencia mediante, como en una suerte de terrorismo barrial.
Así murieron Leonel Segovia y Kevin Mora, ambos de 25 años, el pasado 24 de agosto. Estaban frente a un pasillo de Cavia al 1300, en Parque Casas, cuando cinco tipos pasaron en dos motos a los tiros para dirimir alguna cuestión narco que terminó con dos muertos y tres heridos, ninguno vinculado al conflicto letal.
Un resonante caso similar fue el Claudia Deldebbio, de 58 años, y su hija Virginia, de 32, baleadas porque sí mientras esperaban el colectivo en Isola y Maestros Santafesinos. Se presume que la balacera —también fue herido un adolescente— estuvo motivada en una especie de mensaje de un narco para sus rivales o para el vecindario en general.
Más violentos
Cabe mencionar que según el informe de homicidios al 31 de agosto del Observatorio de Seguridad Pública de la provincia, en lo que va de este año vienen en baja (un 5,5% este año, un 9,9% en 2021) los casos en los que las víctimas no son las principales destinatarias de un ataque. Pero más allá de errores o daños colaterales, de lo que no cabe duda es que la escena de un doble homicidio es mucho más violenta y carece de los recaudos que alguna vez imperaron incluso entre asesinos capaces de matar a una persona y dejar con vida a quienes estuvieran con él, especialmente si se trataba de niños.
Eso no sucedió en los crímenes de Noemí Villalba, de 53 años, y su hija Marlén, de 15, el 22 de junio. Estaban en la casa de un familiar vinculado al mundo narco en Ugarte al 700, en el barrio Gráfico.
Ese fue el primero de tres casos similares de tinte mafioso y ligados a la narcocriminalidad ocurridos en los últimos meses con mujeres como víctimas.
Las hermanas Marianela y Estefanía Gorosito, de 28 y 25 años, fueron asesinadas y arrojadas a un basural de Cabin 9 luego de ser “levantadas” en un bar de Pichincha. Entre los imputados algunos alegaron que solo fueron a participar de un robo, pero la hipótesis principal menciona una posible deuda con un gerente narco preso en Piñero.
Con un trasfondo similar, el 16 de septiembre mataron en Nuevo Alberdi a Carla Cabaña, de 33, y a su amiga Magalí Páez, de 19. Ambas fueron asesinadas temprano a la mañana con un balazo en la cabeza en una casa de Luzuriaga al 2400 donde dormían cuatro niños.
>>Leer más: En lo que va del año ya se superó la cantidad de menores de edad asesinados en 2021
Al día siguiente, con una mecánica totalmente distinta y un contexto aún no determinado, los hermanos Fernando y Daniel Echeverría, de 39 y 41, fueron asesinados luego de una extraña persecución cerca de la casa de uno de ellos. Lo último que le dijo a sus familiares era que iba a guardar el auto. El otro hermano lo acompañó y minutos después, por razones aún desconocidas, el vehículo terminó impactado contra una esquina. Un hecho que puede variar entre el intento de robo del vehículo, según consideraron desde el entorno de las víctimas, a una ejecución de tinte mafioso si se tiene en cuenta que ambos aparecieron con sendos balazos en la cabeza que podrían haber sido como remate.
Sin respuesta
Los nueve adolescentes asesinados en los últimos tres meses fueron víctimas de contextos criminales a manos de banditas que alternan entre la extorsión y el narcomenudeo para progresar en el mundo de los negocios en el que se desarrollan. Lo mismo pasó para los veinte jóvenes de entre 25 y 29 años asesinados por su presunta pertenencia a bandas, o porque vendían droga, o tenían una deuda o quedaron en medio de balaceras.
Pueden estos datos dar cuenta de una violencia distinta, o al menos más descarnada, que se va apoderando de las calles rosarinas en un país capaz de convertir en anecdótico un intento de magnicidio con tal de negarlo y seguir adelante. Pero los números tienen un límite, hay respuestas que no pueden brindar.
¿Hasta dónde la violencia es producto de la criminalidad estructurada en polirrubros barriales que se dedican a lo que venga para recaudar? ¿O hasta dónde es fruto del odio que, en notorio plan “divide y reinarás”, surca sin filtro las redes sociales donde algunos muestran las armas, otros los dientes, otros ladran sin morder y un abogado penalista propone el exterminio de periodistas? ¿Y no tendrá algo que ver con la desigualdad social que se disparó por todos lados con la pandemia y se sigue expandiendo a caballo de la inflación?