Podría ser una serie de Netflix. Un empresario va con su novia mucho más joven en su cupé roja 0km por una carretera suburbana, le sale al cruce un auto, lo hace derrapar, morder la banquina, detenerse abruptamente. De ese vehículo baja un asesino, no se le ve la cara, solo el brazo completo hasta el puño con el que esgrime una pistola, le pone un tiro en la cabeza al empresario y camina lento unos pasos hasta donde la novia, fuera de la cupé, tambalea un intento de escape que se avizora imposible.
Siguiente escena: cientos de niños salen de una escuela, suenan fuerte los gritos y las risas, pero van quedando en segundo plano a medida que la cámara gira 180 grados y frena ante un amplio monovolumen tipo camioneta negro que espera frente a un semáforo en rojo. Solo suenan esas risas infantiles de fondo, como a unos 50 metros, y tres tipos encapuchados con sus cascos apuntan desde sus motos para regar de balas el vehículo. Mientras se los ve escapar, el sonido vuelve a escucharse fuerte. Pero ahora las risas de los chicos dan paso a gritos de dolor de las víctimas hasta que la cámara se detiene en dos niños que, en el asiento trasero del monovolumen, sobrevivieron al ataque.
Como pasa en las series, se suceden imágenes que cuentan una historia violenta. Manos que gatillan contra una pareja y su hijita, el pavimento se tiñe de una sombra que se esparce alumbrada apenas por una vieja lámpara de barrio olvidado. Una nena lava los platos y apenas levanta la mirada hacia la cámara su rostro se congela con una bala que le atraviesa la frente. Una madre sale desesperada con su bebé envuelto en sangre de una casilla miserable con las paredes de chapa atravesadas por balazos. Dos tipos tumban la puerta de una casita donde cuatro amigos toman cerveza, disparan sin mirar, matan a dos.
Armados, los puños entran en casas y aseguran sus encargos, disparan a la bartola desde motos contra casas, emboscan a automovilistas en una calle concurrida o en una ruta solitaria, siempre matan en esta como en tantas series. Tocan timbre, abre una doña y la cagan a balazos. Balean por la espalda a un ex convicto que cae pesado a la vereda y queda mirando a cámara con ojos abiertos de muerto. Les tiran a mansalva a dos flacos que están charlando, también cae otro que estaba a unos metros y apenas los conocía. Un joven juega con su hijito en una placita atestada de familias, lo fulminan a tiros y cae junto a pelota manchada en sangre; de fondo el llanto del nenito.
No es trap sino murga rosarina la banda de sonido. Primeros planos de remeras blancas estampadas horas antes con fotos de madres, padres, hijos, hijas, niñas, niños, todas las edades. Se aleja la cámara, se multiplican las remeras, parecen todas iguales mientras resuena por lo bajo la letanía de una voz que arenga vía megáfono contra la resignación de las víctimas que quedan vivas. Vuelven los primeros planos, un poco más extensos, de las remeras con sus caras que no, no son todas iguales sino cientos de historias truncas que hacen una historia. Para ver por streaming.
Todas esas historias, que suceden desde hace años en Rosario, no parecen haber tenido todavía la oportunidad de generar algo de resistencia en esta sociedad que ha demostrado con los años su capacidad de mirar para otro lado. Como mira desde hace años esa desigualdad histórica y profunda hoy atravesada por profundos cambios culturales generacionales. Transformaciones que, entre otras miles de cosas, convierten para los más jóvenes en realidad natural aquello que los más grandes percibieron alguna vez como ficción futurista.
Mientras surfea como puede esta bisagra del pasado que no terminó y el futuro que no llegó, Rosario contempla esta grieta sociocultural –la única verdadera– que resignifica la realidad y la ficción mirando series sin cortes por televisión o tablet. Una realidad organizada según series; que empiezan y terminan porque así se da paso a otras series. Con gran calidad de imagen y sonido para mejorar la lúgubre realidad de la que abrevan. Con personajes bien humanos que ayudan a empatizar más que los protagonistas que asuelan calles y veredas. Con ingeniosos argumentos que convierten la ciudad en una atractiva serie para vivir, porque ¿quién no querría vivir en una serie, en una realidad simulada donde la sangre es ketchup y, si hace falta, una leyenda puede aclarar al final que ningún animal fue maltratado durante la filmación?
Rosario, la serie donde un trapero de proyección nacional termina preso con su mamá por tirotearse con otros niños y otro trapero, de proyección internacional, va preso por sacarse fotos –¿artísticas? ¿de prensa?– con gangsters de verdad que exhiben tremendas armas por Instagram.
Argumentos novedosos para el menú: un fiscal que en los primeros capítulos encana a los padres de unos pibes que habían hecho falsas amenazas de bomba termina preso por agitar una red de coimas que combina la extorsión con el juego clandestino. “Piñero: delivery mortal”, la serie en la que unos adorables muchachones –son graciosos y sus apodos no pueden más de ingeniosos– pergeñan un emprendimiento de crímenes por encargo. La trama deja en claro que mandar a matar alguien desde una celda solo por celos o venganza es una picardía teniendo en cuenta que también se puede hacer porque es un gran negocio. Las series enseñan, a ambos lados de las rejas, que matar no tiene por qué ser es una cuestión personal si también puede ser laboral, profesional, económica.
No es una novedad que la realidad y la ficción se retroalimentan. Hasta puede decirse, en un mundo o provincia donde el caudillismo aún es inmune a quienes le disparan desde Twitter, que no hay mejor modo que la ficción para contar, explicar o entender la realidad. Pero qué pasa cuando esos límites se van borrando, simplemente porque eso es cada vez más posible. ¿Qué explica a qué? ¿Who made who?
Mientras el inconsciente colectivo de la ciudad se llena de series, Rosario no es capaz de digerir las transformaciones que vive día a día sin querer salir de la pantallita mientras la pandemia se termina de comer lo último que quedaba de aquel “marco-del-congreso-de-la-lengua”. Es cierto que, con todas las posibilidades que ofrece hoy un celular o una tablet, es mucho más fácil negar la realidad que abordarla o transformarla. Y en una ciudad real donde está claro que se puede morir de un tiro en la cabeza esperando un colectivo o fumando un pucho en el balcón del casino, ¿quién quiere afrontar la realidad cuando la ficción es igualmente real pero mucho más cómoda?
La respuesta está en un futuro que hace tiempo se viene escribiendo, sin guionistas, en las calles donde solo viven los actores, ya sean protagonistas involuntarios o espectadores con margen para seguir negando. ¿Se naturalizarán otro tipo de series como las escandinavas esas en las que, como hace mucho frío y es de noche todo el día, hay asesinos seriales que trabajan en sincro con la mafia albanesa? ¿O esperará la ciudad que de la nada aparezca un capítulo en el que está todo bien y Messi se anime a vivir en Rosario comprando chombas en la Nueva Favorita?