No hace mucho tiempo un experimento científico llevado a cabo en la Universidad de Connecticut reveló que las galletitas "Oreo" producen un efecto tanto o más adictivo que el que genera la cocaína.
Por Rubén Echagüe
No hace mucho tiempo un experimento científico llevado a cabo en la Universidad de Connecticut reveló que las galletitas "Oreo" producen un efecto tanto o más adictivo que el que genera la cocaína.
Las pobres ratas que fueron mortificadas en los laboratorios de esa universidad norteamericana demostraron que las famosas galletitas con tapas de color negro azulado y relleno blanco estimulaban el "centro del placer" de sus pequeños cerebros con mayor intensidad que la cocaína o que la morfina. De ahí que cuando los humanos nos plantamos delante de un paquete de "Oreo" no podamos dejar de engullir una galletita tras otra, y que incluso con frecuencia imitemos la conducta de las astutas ratas -aunque parezca mentira, nuestras lejanas primas con cola procedieron de esa manera-, separando las dos tapas para comernos primeramente el relleno.
Pero existe otra sustancia dulce, muy dulce, que tiene efectos más adictivos aún que las "Oreo" -cierta ambrosía que nadie quiere dejar de paladear golosamente-, y que es el poder.
Los crímenes que jalonan la historia de la humanidad, perpetrados por los poderosos o, mejor dicho, por el ejército de esbirros que invariablemente los apuntala y los secunda, evidencian bien a las claras que, una vez instalados en sus sitiales de privilegio, los detentadores del poder echarán mano de cualquier subterfugio -legítimo o ilegítimo- para perpetuar esa situación ventajosa que también otros muchos ambicionan, y que por lo tanto deberán custodiar celosamente para que no les sea arrebatada.
Y ese es un estado de cosas que no solo atañe a los sátrapas del mundo antiguo, o a esos vistosos mercaderes italianos venidos a más que, para darse mayor lustre, esponsoreaban a los genios artísticos del Renacimiento.
Por lo que se ve en las actuales democracias -o en las democracias imaginarias, las semidemocracias o las autocracias burdamente disfrazadas de democracias- las maniobras para suprimir, ya sea metafórica o literalmente a los molestos opositores, no son menos drásticas ni contundentes que en el pasado.
Todos tenemos noticias de que el veneno -nuevamente en boga- fue moneda corriente en las cortes renacentistas, donde la familia Borgia manejó esa farmacopea con solvencia más que sobrada.
Lo que quizá no esté tan difundido es que hasta los sublimes ambientes eclesiásticos, por donde planea, candorosa, la paloma del Espíritu Santo, fueron asolados por el fantasma -¿sería una especie de murciélago repulsivo?- del temido envenenamiento "táctico". A tal punto que las viandas destinadas a los cardenales reunidos en cónclave, después de pasar por otros muchos controles preliminares, eran probadas finalmente por no menos de siete obispos elegidos mediante sorteo -una suerte de ruleta rusa-, para asegurarse de que ningún capelo cardenalicio fuera a quedar flotando sin su correspondiente cabeza, por culpa de la ingesta del maldito veneno.
Siempre dentro del fascinante mundo del Renacimiento italiano -más precisamente en el año 1539-, el célebre escultor Benvenuto Cellini fue a dar con sus huesos en las mazmorras del Castel Sant'Angelo -al parecer, víctima de una intriga urdida por su mortal enemigo Pierluigi Farnese-, y temeroso de que su carcelero hubiese recibido instrucciones para envenenarlo, le exigió que le concediera "la credenza": "Yo le dije que no quería comer nada de lo que me traía, si primero él no me hacía credenza".
Esta famosa "credenza", que el genial florentino le demandaba con tanta obstinación a su carcelero, era una práctica que en ese momento ya se había extendido por todos los países de Europa, y que consistía en demostrarle a alguien que los alimentos que se le brindaban eran inofensivos y no estaban envenenados, probándolos en su presencia o en la de otros testigos leales y confiables.
En cuanto a los rusos, siempre dubitativos entre rendir culto al "espíritu eslavo" o dejarse seducir por los encantos de España, Italia o Francia -¡qué formidable agencia de colocaciones fue la vieja Rusia, para dar trabajo a las institutrices francesas!-, mucho antes de la era Putin ya sabían muy bien cómo deshacerse de un sujeto indeseable, con el concurso del todopoderoso veneno.
Según cuenta el escritor Henri Troyat, un ruso exiliado en Francia después de la revolución de 1917, en una apasionante biografía que le dedica al monje Rasputín, los asesinos del enigmático santón comenzaron su faena agasajándolo con unas masas rellenas de crema rosada y una copa de vino, todo ello delicadamente aderezado con abundante cianuro, y como el cóctel que debería haber sido letal, milagrosamente parecía no ocasionarle ningún efecto, recién entonces se vieron obligados a rematarlo a balazos.
Aunque eso es historia antigua, y el cianuro hoy en día es solo una pócima digna de un mujik bruto y libidinoso como era Rasputín, que tenía engatusada a toda la familia imperial, y encima se hacía pasar por un iluminado.
En los tiempos que corren, si alguien se propusiera aniquilar a un disidente -para luego ser coronado como zar de todas las Rusias, por ejemplo-, cuenta con un producto tan probadamente eficaz como el agente neurotóxico Novichok, ya que según indica el prospecto, basta con medio gramo de Novichok para despachar a un disidente que pese cincuenta kilos.
¿Quién podría ser tan necio como para negar que la ciencia avanza a pasos agigantados?