No sólo por lo que puede lograrse en materia climática, sino también por el simbolismo de que la cita tenga lugar en América Latina, una región con una biodiversidad única, un peso creciente en la geopolítica climática y una historia de desigualdades que se entrelazan con los desafíos del desarrollo sostenible.
Esta edición llega en un contexto internacional complejo. Las tensiones bélicas, la fragmentación del comercio global y la disputa por los recursos estratégicos —como la energía, los minerales críticos y el agua— generan un clima de incertidumbre que impacta de lleno en la cooperación multilateral. En este escenario, la COP30 aparece como una oportunidad para revalidar el papel del multilateralismo, en un mundo donde la diplomacia climática busca sostenerse frente a agendas nacionales cada vez más dominadas por intereses económicos y electorales.
La reunión en Brasil despierta, además, expectativas sobre el tipo de liderazgo que el país anfitrión puede ejercer. Bajo la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva, Brasil ha intentado recuperar su lugar como actor global en materia ambiental, luego de los años de retroceso institucional y desmantelamiento de políticas bajo el gobierno anterior. El retorno de una diplomacia más activa, combinada con el peso simbólico de la Amazonia como pulmón del planeta, convierte a esta COP en una oportunidad para que la región proyecte una voz más fuerte y cohesionada.
El multilateralismo sigue vigente, aunque bajo presión. A pesar de los embates del gobierno de los Estados Unidos en torno a la agenda energética y la competencia con China, la arquitectura climática internacional se sostiene gracias a los compromisos asumidos en el Acuerdo de París. Los países miembros deben ahora concentrarse en su implementación, y en particular en temas como la adaptación al cambio climático, donde aún faltan acuerdos concretos sobre cómo medir los avances y financiar las acciones necesarias para proteger a las poblaciones más vulnerables.
La adaptación es, de hecho, uno de los grandes temas de esta COP. Los países deberán definir cómo alcanzar y monitorear un Objetivo Global de Adaptación, que permita orientar los esfuerzos colectivos hacia una mayor resiliencia frente a los impactos del cambio climático. Para América Latina, esto significa discutir no sólo financiamiento, sino también transferencia tecnológica, fortalecimiento institucional y apoyo a las comunidades que ya enfrentan sequías, incendios, inundaciones o pérdida de productividad agrícola.
A pesar de la complejidad económica global, la cumbre también deberá enviar señales claras en materia de finanzas climáticas. El año pasado los países acordaron una hoja de ruta para aumentar los compromisos financieros destinados a la crisis climática, con la meta de pasar de los actuales 300 mil millones de dólares anuales a 1,3 billones en 2035. Sin embargo, los avances han sido lentos y el resultado del último ciclo de negociaciones fue desalentador. La falta de ambición en los volúmenes comprometidos fue un alivio para las potencias que buscan proteger sus presupuestos, pero un golpe para los países en desarrollo que dependen de esos fondos para implementar transiciones justas.
Otro punto clave será el establecimiento de un programa que acompañe a los países en sus transiciones ecológicas, especialmente en materia energética. La transición justa implica que el cambio hacia economías descarbonizadas no deje a nadie atrás: que se protejan los empleos, se promueva la reconversión laboral y se asegure que las regiones más dependientes de los combustibles fósiles tengan oportunidades reales de desarrollo sostenible. América Latina tiene aquí una oportunidad única: con su potencial en energías renovables, y su capital natural, puede posicionarse como una región proveedora de soluciones, pero también debe evitar quedar atrapada en nuevas dependencias extractivistas.
En paralelo, este año todos los países debieron presentar sus Contribuciones Nacionalmente Determinadas (NDCs) actualizadas, los compromisos climáticos que cada nación asume para reducir sus emisiones y adaptarse al cambio climático. Sin embargo, menos de 40 países han presentado nuevas versiones, un dato preocupante que revela el estancamiento del proceso. Se espera que en Belém se acuerden mecanismos para incentivar la presentación de nuevos compromisos y, sobre todo, para acompañarlos con financiamiento y creación de capacidades, especialmente en el Sur Global.
El contexto latinoamericano añade un matiz particular a estas negociaciones. La región llega a la COP30 con realidades dispares: mientras algunos países avanzan en la expansión de energías renovables o en políticas de reforestación, otros enfrentan crisis fiscales, sociales y políticas que limitan su margen de acción. Además, la dependencia de los ingresos provenientes de hidrocarburos y materias primas plantea dilemas estructurales. En este sentido, la discusión sobre la transición justa debe ser también una discusión sobre modelo de desarrollo y soberanía económica, no solo sobre emisiones.
La presidencia brasileña tendrá la tarea de conducir estas negociaciones y garantizar que el proceso refleje verdaderamente la implementación del Acuerdo de París. Hay un esfuerzo explícito del gobierno de Brasil por traer al centro del debate el trabajo que ya se realiza en los territorios: las acciones de gobiernos locales, comunidades indígenas, empresas y organizaciones sociales que impulsan soluciones concretas. Mostrar que la acción climática ya está ocurriendo en el terreno puede ser clave para recuperar la credibilidad de un sistema internacional que muchas veces parece encerrado en la diplomacia de los pasillos.
En este sentido, Belém podría convertirse en un punto de inflexión. No sólo por los acuerdos que se logren, sino por la narrativa que logre instalar: una narrativa que combine urgencia y esperanza, cooperación y justicia, transición y desarrollo. América Latina tiene mucho para decir en esa conversación. Su rol no debe limitarse a ser receptor de fondos o ejecutor de políticas ajenas, sino también impulsor de soluciones propias y promotor de una agenda climática que incorpore inclusión social, innovación y equidad territorial.
La COP30 será, en definitiva, una prueba de madurez política para el sistema multilateral y una oportunidad para que América Latina reafirme su capacidad de liderazgo. Los desafíos son enormes, pero también lo son las posibilidades. En un mundo marcado por la polarización y el cortoplacismo, el desafío será encontrar una voz común que conecte los acuerdos globales con la acción concreta en el territorio. Porque, más allá de las negociaciones y los discursos, la verdadera medida del éxito será si esta COP logra acercar las decisiones internacionales a las realidades de las personas que viven y resisten en un planeta cada vez más vulnerable.
Firma del autor: Enrique Maurtua Konstantinidis es especialista en Cambio Climático con más de 20 años de experiencia en política climática. Desde 2004, participa en negociaciones de la ONU, impulsando el rol de la sociedad civil y abogando por mayor ambición en las negociaciones entre países. Actualmente es Asesor Senior en el Instituto Clima e Sociedade de Brasil y coordina grupos de política internacional en GGON y CAN Internacional. Anteriormente, lideró el área climática de FARN y fue Coordinador Regional de CAN Latinoamérica. Referente en incidencia política en América Latina, promueve iniciativas estratégicas y comparte su experiencia mediante capacitaciones y publicaciones.