La decisión estaba tomada desde hacía rato. Sin embargo, cuando el viernes se conoció que el gobierno de Mauricio Macri desistía de la apelación en el caso del memorándum de entendimiento con Irán, se hizo patente el acto de gobierno más contundente que bien puede leerse a futuro como una marca indeleble de la gestión. Empujar este inexplicable acuerdo firmado en 2013 a la anulación es recuperar el respeto internacional en materia de combate a la impunidad frente al mayor atentado terrorista sufrido por la Argentina. Nuestro país no se merecía seguir sospechado de haber pactado de manera espuria con un Estado que nos humilló protegiendo por años a los indicados por la justicia por volar la Amia.
A Cambiemos se lo acusa de haberse dedicado a las cuestiones meramente gestuales y se le achaca, a tres días (dice tres días) de haber asumido, una serie de incumplimientos de campaña: el cambio de actitud ante el levantamiento del cepo, lo exiguo de la exención en el impuesto a las ganancias y la ausencia de respuesta inmediata a la política de precios y a la cuestión jubilatoria, entre otras cosas.
Respecto de las formas, los críticos de Macri deberían darse un tiempo para someterse a una terapia de recuperación del síndrome del maltrato padecido sistemáticamente (y muchas veces en silencio) en estos últimos años. A unos cuantos se les ha olvidado que lo natural no es el grito desde el atril, el desplante a la pregunta periodística o el relato de escenarios de luchas constantes contra enemigos imaginarios. Podrían empezar por disfrutar de la charla entre los que piensan distinto sin más reparos que la falta de respeto por el disenso. Los candidatos opositores pisaron la Casa Rosada por primera vez en 12 años. Los gobernadores almorzaron con el presidente con agenda abierta. Ya se sabe que el acostumbramiento, incluso a lo anormal, suele crear una conciencia errónea de aceptación. Será por eso que cuesta entender que la manera de relacionarse con los otros es cuestión de formas, y que modificarlas es un enorme paso.
Por lo demás, es cierto: de la misma manera que el cepo cambiario era negado hasta en lo semántico por el kirchnerismo, la promesa de levantarlo en quince minutos fue un slogan equivocado. El impuesto a las ganancias, definido como de ultraderecha por los mismos funcionarios salientes que hasta ayer lo consideraban un modo de redistribución de la riqueza, reclama afinar prioridades y resolverlo en breve. Las promesas de campaña no pueden ser sólo un modo de colectar votos para las elecciones.
De todas formas, hoy merece un especial capítulo en el relieve de lo trascendente lo ocurrido con el acuerdo con Irán. Esto sí es un giro copernicano de cambio que supone un acierto indiscutido.
¿Por qué? En enero de 2013 Cristina Fernández se contradijo con su propia historia y con la de su esposo ex presidente. Desde la asunción de Néstor Kirchner, nuestro país denunció en Naciones Unidas al gobierno de Irán por haber encubierto a los presuntos autores de la voladura de la mutual judía Amia y por haber entorpecido la investigación judicial. Que se entienda bien claro: siete iraníes, algunos funcionarios de Estado, son considerados responsables de poner los explosivos que cegaron la vida de 85 personas con más de 300 heridos. Con la excusa de favorecer el juicio estancado por la negativa de los reclamados judicialmente para prestar declaración indagatoria, esta misma presidenta que denunciaba a Irán firmó con ese país un acuerdo que, palabras más, palabras menos, decía: Argentina ahora confía en ustedes. Tanto que vamos a inventar un juez nuevo (Comisión de la verdad) que viajará a Teherán, indagará a los imputados con un cuestionario tamizado por ese organismo extraño y, si los nota primariamente culpables, podrá detenerlos en tierra extranjera para garantizar la seguridad del proceso. Un estudiante de primer año de derecho reconocería la violación al debido proceso, a los jueces naturales y olería una agachada cuanto menos naif en la soberanía nacional.
¿Qué pasó para que la inflexible Cristina cambiaria de posición? El ex canciller Rafael Bielsa contó varias veces que Néstor mismo rechazó un acuerdo parecido que le acercaron en su presidencia aduciendo que “con los terroristas no se negocia”. Alberto Nisman creía que ahí había un negocio económico dirigido por el eje Venezuela de Hugo Chávez e Irán de Mahmud Ahjmadinejad. Este último, conocido por negar el Holocausto, lapidar mujeres o decapitar a homosexuales como norte de su política de “derechos humanos”, avalada implícitamente con la firma de un memo de entendimiento propiciado por la doctora Kirchner. Otros, de alto rango en el Ministerio de Relaciones Exteriores, suponían que la obcecación de la entonces primera mandataria respondía a un delirio (¿confesado por Fidel Castro?) de ser la protagonista de una especie de corriente antiimperialista mundial que la dejaría negro sobre blanco en la historia mundial.
Hoy ya casi no importan las motivaciones. Sí es imprescindible el recuerdo del concepto de lo acordado –un pacto de confianza jurídica con un país que reivindicaba el terrorismo como política de Estado– para darle dimensión al cumplimiento de una promesa de campaña como es su anulación. Hay que seguir con la mirada crítica para reclamar medidas económicas concretas prometidas que se dirijan a corregir la alocada inflación recibida sin que eso implique comer los salarios de los trabajadores con devaluaciones o enfriamientos económicos ortodoxos. Hay que monitorear que la cordialidad no sea el único modo de la transparencia republicana. Y hay que exigir, en el curso de un gobierno que tiene horas de nacido, mucho más. Pero hay que entender que hacer caer el acuerdo con Irán es un enorme gesto de cambio.
Sobre el caso Nisman: si la semana que comienza mañana plasma la defunción de este memorándum, algunos creen que el gobierno podría enviar señales para generar la reapertura de la causa que impulsaba el ex fiscal de UFI AMIA, muerto hace casi un año. Las investigaciones de la fiscal Viviana Fein han tomado un curso que conducen a fortalecer la hipótesis de que el disparo fatal nació de la mano del funcionario pero la decisión no. Ya se sabe que probar una instigación al suicidio es de probabilidad casi cero. Casi cero, si no se encuentran otros indicios. Será por eso que la querella que representa a la familia de Nisman filtró pericias técnicas que demostrarían que a minutos de haberse terminado la vida de Nisman, dos agentes de la Side y el propio jefe del Ejército cambiaron comunicaciones telefónicas. Nunca, en el rastreo histórico de sus teléfonos, solían conversar en fines de semana como ocurrió en aquel que apareció el cuerpo sin vida en las torres Le Parc. Dar a publicidad esto es tan innecesario como advertir a otros que hay que extremar cuidados. Algo así como ayudar al que fisgonea tocando un timbre de alerta.
Alejandra Gils Carbó es la jefa de los fiscales que, al menos en teoría, debería representar los intereses de la sociedad para que en este y en todos los casos no resueltos aparezca la verdad de lo ocurrido. Su férrea decisión de no abandonar el cargo, haciendo privilegiar su indiscutido derecho a la condición vitalicia en el cargo (la misma condición que ella critica en los jueces que fallan distinto de sus percepciones, pero eso son detalles) y no el hecho de haber militado con sueldo público a favor de un gobierno. Ella podría impedir que se reabriera el caso con instrucciones a sus fiscales. Salvo que el gobierno de Macri tenga planeada otra estrategia más sutil que, con ampliaciones de las atribuciones de la fiscalía que dirigió Nisman, le permita volver a discutir el tema. Esto se verá en los próximos días para intranquilidad de los denunciados por el fiscal, hoy sin cargo ni fueros de protección.