¿Quién ordenó y por qué balear dos locales de comida en los que cualquier rosarino ha estado o podría estar alguna vez en su vida? ¿Quién lo hizo contó con algún permiso? ¿Cuál es el mensaje y su destinatario, más allá de —o teniendo en cuenta— que atacar un restaurante de Pellegrini puede interpretarse como un atentado a la rosarinidad? Esos interrogantes intentan develar los investigadores a cargo de esclarecer el doble hecho de intimidación pública ocurrido el domingo con sendas balaceras contra el carrito Jorgito Junior’s y la parrilla El Establo. Con una novedad para esta ocasión: además se pondrá la lupa sobre el accionar policial y la pálida respuesta de un Estado que reaccionó como si no hubiera nada más sagrado que el feriado del lunes.
A diferencia de las balaceras anteriores, tanto las habituales con fines extorsivos como estos hechos de intimidación pública que no pueden más que leerse como parte de la saga que comenzó contra estaciones de servicio, esta vez los investigadores han reparado en la comodidad con la que los ejecutores perpetraron ambos ataques, atendiendo que nadie salió a perseguirlos. Y que más de 24 horas después no cayó ningún sospechoso, ni siquiera un perejil que disimule esa apatía.
Contra quien
El video que registró la impunidad del gatillero que, previa advertencia a un empleado para que se corriera, tiró cuatro veces contra El Establo fue demasiado. Como si el mensaje de los atacantes no hubiese sido para los cien rosarinos que comían o laburaban en la parrilla sino para los cientos de miles que habrán visto la filmación de la cámara de vigilancia pensando en las veces que consumieron un helado, un café, pizza, porrón o milanesa en uno de los cientos de locales de la avenida más tradicional de la ciudad, de esas que trascienden barrios y vecindades.
Así como llamó la atención de la prensa que la respuesta estatal del día siguiente haya sido una conferencia en la que funcionarios policiales abundaron en generalidades sobre la situación y sus rutinas, también fue llamativo para los investigadores judiciales que desde el Ministerio de Seguridad no se hayan aportado ciertos detalles sobre el operativo de prevención que, supuestamente y en coordinación con las fuerzas federales, se debería haber desplegado en sectores tan concurridos en un fin de semana largo atestado de turistas en una ciudad que, como si no fuera suficiente la crisis de seguridad cotidiana que atraviesa, en los días previos había sido blanco de diez hechos de intimidación pública.
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¿Qué fuerza de seguridad debía custodiar el corredor Pellegrini? ¿Y el edificio de Tribunales, ubicado a dos cuadras de El Establo? ¿Cuántos móviles y personal estaba afectado al dispositivo? ¿Qué se hizo una vez ocurrido el hecho? ¿Cuál fue la respuesta de la policía, Gendarmería, Policía Federal o a quien le tocara cada tarea de la tantas veces anunciada coordinación? ¿Qué operativo se desplegó tras los ataques en busca de sospechosos? Preguntas como esas seguían ayer sin respuestas válidas para los investigadores que iniciaron su trabajo con muchas dudas sobre la reacción de las cinco fuerzas de seguridad —una provincial y cuatro federales— ante tamaño atropello contra el inconsciente colectivo de la ciudad.
Fue llamativo que así como en dos homicidios del fin de semana momentos después hubiera detenciones —un sospechoso por un crimen en Tablada fue apresado a unas 90 cuadras tras una persecución y tres ladrones cayeron maniatando a un anciano para robarle horas después de un crimen similar— nadie salió a buscar a quienes dispararon contra dos negocios atestados de clientes. Y detalles como la aparente falta de patrullaje en determinados cuadrantes que los tiratiros suelen emplear como vías de escape rápido hacen pensar a algunos investigadores en una posible “zona liberada”.
¿Connivencia o negligencia?
Esa línea que, sin esclarecer el hecho, indaga en las fisuras de prevención y reacción que lo facilitaron, abre otra pregunta: ¿connivencia o negligencia? Si bien es pronto para responder eso, el contexto da para todo. Seguramente hay en la policía rosarina sectores disconformes con que la jefatura sea ejercida por la titular provincial (algo que suena a intervención), pero ¿alcanza para perfilar una interna que opere activamente en un atentado semejante?
Algunos investigadores piensan que la situación abona más la idea de negligencia: “hacer la plancha” ante una crisis de conducción. Y apuntan a la interna política que hierve en pasillos del Ministerio de Seguridad, un caso de “éramos pocos y la abuela tuvo trillizos”.
Entre las respuestas a la opinión pública, ayer a la tarde el ministro Jorge Lagna volvió a anunciar las medidas que supuestamente deberían haber prevenido lo sucedido: coordinación entre estamentos del Estado y entre fuerzas de seguridad, más recursos, una nueva promoción de policías y una capacidad de trabajo y vocación de servicio que nadie le negaría.
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Pero como en el filme “El día de la marmota”, en que el hechizado protagonista se levantaba todas las mañanas y vivía el mismo día, los anuncios sonaron más que parecidos a los recientes cuando el blanco eran las estaciones de servicio. Y a los que profirieran sus antecesores ante cada crimen de un taxista o asalto mortal a vecinos de clase media.
Podría pensarse, entonces, que esto excede a los funcionarios de turno e involucra a una clase dirigente que en los últimos años dio cuenta de dos cosas cuando de seguridad pública se trata: incapacidad para el abordaje y mezquindad política. Un panorama sombrío ante ideas tan poco salvadoras como la militarización de la ciudad que, desde otra ciudad, sugirió Patricia Bullrich en su carrera para liderar la oposición.
Incierto y concreto
Más allá de la novedad sobre el posible abordaje judicial de la reacción política-policial ante tremendo episodio, quienes investigan el aspecto material —quién lo ordenó, por qué, quién lo ejecutó— no esbozaron hasta ayer hipótesis; lo que no implica que existan o no.
Examinado en su contexto, si de intimidación pública se trata, el doble ataque del domingo no puede eludir la saga contra blancos del Poder Judicial de 2018 por la cual fueron condenados Ariel “Guille” Cantero y otras seis personas. En ese caso tampoco se puede omitir que algunos de esos tiros contra la institucionalidad rosarina fueron atribuidos a Esteban Alvarado como parte de un plan que perseguía implicar a Los Monos en delitos ajenos para desviar las investigaciones. O sea: está más que claro que cualquier cosa que pueda encomendar Guille desde alguna celda la puede hacer cualquier otro en su nombre.
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Por lo pronto conviene recordar que desde el pasado 10 de noviembre hubo diez ataques a tiros contra blancos que, aun con dueños, pertenecen al espacio público y la comunidad rosarina. Los primeros seis, en la semana previa a las elecciones, contra estaciones de servicio. Los dos siguientes contra escuelas horas antes de la votación.
Los hechos tuvieron en común la falta de amenazas previas que los enmarcaran en la industria del apriete florecida tras la pandemia. Salvo uno: en una escuela dejaron un papel sugiriendo a alguien que se comunicara con la mafia “o siguen las balaceras”. Algunos investigadores piensan que el destinatario del mensaje no era la directora ni el portero. Y vinculan el “siguen las balaceras” con lo del domingo.
En medio de esta incertidumbre queda claro que, más allá del nombre que se le descubra a la mafia en este caso, la solución de este problema requiere de un abordaje social y político colectivo que supere las decisiones basadas en eslóganes de campaña cada vez más volátiles.