En 1953, sesenta y siete años atrás, Ray Bradbury publicó una novela que tendría millones de lectores: Fahrenheit 451. La historia del bombero Guy Montag, que en lugar de apagar incendios se dedica —como toda la fuerza que integra— a quemar libros se haría famosa y en 1966 la llevaría al cine nada menos que Francois Truffaut, con un elenco que incluía a la inolvidable Julie Christie.
Lo que imaginó en ese libro el joven Bradbury —quien ya había escrito la obra que lo consagraría, Crónicas marcianas— es un mundo que, para preservar su supuesta felicidad, crea un estado de sumisión colectiva por intermedio de los medios de comunicación —la gente vive rodeada de pantallas gigantes, que no se apagan en todo el día— y la ingesta de químicos. En esa sociedad alienada hasta la médula, los libros —con su carga de imaginación, pensamiento y belleza— son vistos como la peor de las amenazas y su posesión es castigada con severidad sin límites.
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Dentro de ese siniestro engranaje, Montag (encarnado por el actor austríaco Oskar Werner) funciona aceitadamente hasta que conoce a Clarisse (Christie) y su vida da un giro de ciento ochenta grados. Pero no es el objetivo de esta nota develar la integridad de la trama de la novela, sino remarcar el increíble poder de anticipación de su autor, que imaginó un universo invadido por las pantallas donde ya nadie lee un libro. Como resulta obvio, y pese a que la comparación pueda verse como apocalíptica, cualquier semejanza con el presente no merecería ser descartada.
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Escuchemos al gran Bradbury en años posteriores a Fahrenheit: “...resta mencionar una predicción que mi bombero jefe, Beatty, hizo en 1953, en medio de mi libro. Se refería a la posibilidad de quemar libros sin fósforos ni fuego. Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe. Si el baloncesto y el fútbol inundan el mundo a través de la MTV, no necesitan Beattys que prendan fuego o persigan al lector”. Bradbury dijo esto antes de los vertiginosos cambios tecnológicos que se han producido en los últimos tiempos. Detrás de sus palabras se vislumbra el fantasma de George Orwell y su genial 1984.
Datos que preocupan en torno de la cuestión de la lectura: la Asociación Estadounidense de Libreros informó que durante la pandemia cerró en promedio en ese país una librería independiente por semana. Mientras tanto, Jeff Bezos, propietario de Amazon, hizo público que en el lapso de un día ganó la friolera de trece mil millones de dólares.
Atenta al peligro, la lúcida alcaldesa de París, Anne Hidalgo, exhortó poco tiempo atrás de modo explícito a sus conciudadanos: “Les digo esto a los parisinos: no compren en Amazon porque es la muerte de nuestras librerías y de la vida de nuestro vecindario”.
Una buena noticia llegó mientras tanto desde Barcelona, donde se informó que “las librerías capean la pandemia gracias a los clientes militantes”. Generosos, los habitués invirtieron en cada compra una suma mayor de lo que hacían habitualmente.
¿Y por casa, cómo andamos? Las librerías locales resisten la tormenta con heroísmo, pero la caída en las ventas preocupa y a veces, cómo no, angustia. Y las librerías, junto con los bares, son la verdadera alma de las ciudades. No hay virtualidad que pueda sustituir la caminata entre las mesas y estantes grávidos de libros, y la charla con el librero amigo.
A pesar de su pesimismo, sobre el final de la obra Bradbury se permite la esperanza: redimido por el amor, Montag terminará huyendo del infierno social y refugiándose en una comunidad donde cada uno de sus integrantes memoriza un libro para salvarlo del fuego. En esta época donde todo tiende a la fugacidad y el olvido, conviene recordar que lo mejor que ha dado la humanidad está allí, para nosotros. Y que solo de nosotros depende preservarlo.