Fernando de la Riestra fue mi médico y también mi amigo.
Fernando de la Riestra fue mi médico y también mi amigo.
Cada encuentro en su consultorio del sanatorio Parque, motivado por mis eternos problemas bronquiales, duraba mucho más de lo aconsejable. Es que la charla se corría velozmente del tema antibióticos y broncodilatadores para desembocar, sin remedio, en la música y la literatura. Fernando era dueño de una cultura inmensa, y su pasión por los discos y libros era omnívora. Para él no había diferencia entre Bach y los Beatles, entre el jazz y el barroco. Pero además, en su caso, el saber no obturaba el sentir. Pensaba con el corazón, y sentía con la cabeza.
Solíamos polemizar, porque nuestros gustos no solían ser los mismos. Supongo que en ese caso los pacientes que esperaban turno debían odiarnos. Nos distraíamos entre Faulkner y Borges, entre Vallejo y Lorca, en las diferencias entre el poema y la letra de las canciones.
Lo que compartíamos era la pasión por coleccionar. Fernando era dueño de una discoteca maravillosa, construida en sus viajes por Europa y Estados Unidos y también en sus incursiones juveniles por las añoradas disquerías rosarinas del siglo pasado. En su caso, calidad y cantidad eran sinónimos. Lo que atesoraba eran, justamente, tesoros.
La muerte no repara en daños: se lleva lo que puede y como puede. La ausencia de Fernando duele y no permite atenuación: lo que se llevó con él carece de reemplazo. Queda el recuerdo de su ejemplo ético, su abnegación profesional, su vocación por la amistad, su sentido del humor, su talento, su inteligencia y su ternura.
Le doy las gracias por todo lo que dio, como seguramente lo harán muchos. Nuestra tristeza tiene buenas razones. Que la música te acompañe donde estés, amigo.