En la tarde del pasado 4 de febrero, durante un programa vespertino de Radio 2, un señor de nombre Domingo, de voz aguardentosa, se comunicó con los conductores del programa cuestionando en forma airada que "nuevamente los maestros, esos vagos que trabajan cuatro horas diarias, van a salir a pedir aumento, como todos los años". Es triste y lamentable que aún haya gente que sostenga la barbaridad de que los educadores trabajan sólo cuatro horas diarias y, además, los tilde ofensivamente de vagos. Parte de culpa la tiene la primera mandataria que, con total irresponsabilidad dada su investidura, exceptuando el apelativo de vagos, expresó públicamente hace un tiempo por cadena nacional su convicción de las cuatro horas de trabajo y los tres meses de vacaciones anuales para los docentes. No soy maestro, pero he trabajado casi 20 años en escuelas y conviví con el diario quehacer de estas personas dedicadas a la educación. Trabajan en la escuela no cuatro sino cinco horas obligatorias. No sólo instruyen al alumno sino que en ocasiones deben hacer de psicólogos, asistentes sociales, enfermeros y en los últimos tiempos ejercer defensa física y psicológica frente a ataques de algunos alumnos, incluso de familiares, cuya única forma de dialogar es la agresión explícita. ¿Y en su propia casa, cuántas horas diarias les insume algunos alumnos? ¿Y las reuniones fuera del horario escolar para proyectar estrategias con la conducción? He visto a maestras angustiadas y otras estresadas porque ya se le acabaron los argumentos para la contención de algunos chicos, que en sus propias familias no reciben la atención que debieran tener para superar sus problemas y necesidades. Todo esto y aún más, que por razón de espacio omito detallar, no se condice con lo instalado en el inconsciente de muchos de "las cuatro horas de trabajo diarias". Como tampoco la de los tres meses de vacaciones, cuando en realidad, según antigüedad, son 20, 25, 30, 35 ó 45 días corrridos. Salvo excepciones, que las hay en todas las profesiones, la del educador es una vocación de servicio y de riesgo que, aunque aparentemente improductiva desde el punto de vista comercial, es una inversión que debe indefectiblemente y con total seriedad asumir el Estado si realmente quiere construir una Nación con futuro de grandeza.