“Contra la naturaleza no se puede hacer nada”. La voz resignada de Abel Simón, un pescador que habita la isla de El Espinillo, quizás resume la filosofía de los habitantes de ese paraje, que desde fines de diciembre sufre la crecida del Paraná y donde, salvo en la escuela, ya no queda tierra firme. Aunque están curtidos y conocen de crecientes, esas 25 familias no dejan de sufrir el embate del agua, que las inmoviliza, no las deja trabajar y las tiene encerradas en sus casas, elevadas sobre pilotes, a la espera de que la bajante permita a los hombres volver a salir con sus canoas a procurar el pescado, base de la subsistencia en el lugar.
La Nochebuena no fue tan buena para esta gente. La crecida del río inundó todo el paraje, como en la mayoría del Delta entrerriano, y desde entonces viven de lo que acopiaron y de alguna ayuda gubernamental que les llega en forma de víveres. Se los ve arriba de las casas, en medio del silencio, mirando el río, esperando.
Como se puede. La primera impresión cuando se cruza desde la guardería náutica de Rosario Central la ofrece el Biguá, el parador del Club Náutico Sportivo Avellaneda. Allí, como ocurre con el del club Regatas del lado del Embudo, el río, que se comió literalmente cien metros de playa, sólo deja ver las copas de las sombrillas de paja, y llega exactamente hasta las escalinatas del quincho que alguna vez estuvo concesionado. Es más, el agua bordea todo el edificio.
Daniel Vergara, el Colo, es el casero del lugar. Vive allí con su esposa y su hija. Cuenta que desde Navidad se tapó todo, y que se vive “como se puede”. Daniel tiene la lancha metida detrás del parador, porque puede llegar navegando hasta su casa, ubicada a un costado y detrás del quincho, y donde normalmente hay tierra. Sabe que la crecida “viene para largo”, y aguanta.
La navegación es prácticamente nula. Los botes de pescadores no pasan, las lanchas deportivas se meten en el Embudo y anclan cerca del puente Rosario Victoria. Los kayakistas, que normalmente invaden la costa, brillan por su ausencia. Sólo se ve a un par de arriesgados que salen a remar esas embarcaciones. Los camalotales están por todos lados.
Rodeada. La Escuela 1.139, que se levanta en El Espinillo, está también rodeada de agua, que todavía no llegó a invadirla, aunque sus autoridades ya pusieron a resguardo las pertenencias. Incluso, el río tapa la base de los tensores que sostienen una antena. En ese establecimiento funciona un comedor escolar, que incluso en vacaciones da de comer a los chicos. Pero ahora está cerrado por la creciente.
En el patio de la escuela, el sonido sólo se rompe por el sonidos de unos pájaros y las risas lejanas de dos chicos. Pasó el mediodía y reina la paz, pero también el peligro. Hay que ir mirando que no aparezca una víbora.
Hernán Zafir reside en Rosario pero desde fines del año pasado se instaló en la casa de su padre, Saturnino Garate, un hombre de 86 años que vive en la isla desde 1963 y que está solo desde que enviudó. Hernán no quiere dejarlo solo, "está grande", dice.
La casa de Saturnino tiene un comedor y un baño a nivel del suelo. Allí, el agua ya cubrió unos 80 centímetros, y debieron mudar todo arriba, donde están las habitaciones y tiene un ambiente más que le sirve en estas emergencias. La casilla es de madera y chapas. Hernán cuenta que entre los camalotes y los troncos no se puede pescar. La misma explicación se irá repitiendo a lo largo de todo el recorrido.
El barrio de El Espinillo se levanta sobre todo en la llamada Boca del Saco. Allí las casas están casi todas sobre pilotes, el agua no llegó al interior, pero ya tapó toda la tierra y los botes están amarrados directamente a las escaleras. Es la única forma de movilizarse que tienen los habitantes.
Con los animales. "Contra la naturaleza no se puede hacer nada", dice Abel Simón, que vive con su familia y los perros. "Los tenemos acá arriba", dice, acodado en la baranda de madera de la escalinata que desciende del rancho. Algunos escalones está tapados. Abel baja hasta el más cercano al agua y charla con LaEN_SPACECapital. Está en cueros, tiene la piel curtida. "Esto es así año tras año", cuenta Abel con resignación. Tiene una canoa en la casa y otra un poco más alejada, y debajo de la casa, entre los pilotes, flota un kayak. Para navegar, no le falta.
Alicia Chaparro es ayudante de cocina en el comedor de la escuela, donde la cocinera es su prima Susana. "El comedor no está funcionando, subimos todas las cosas para ponerlas a salvo, y además muchos chicos están en Rosario, y otros no tienen embarcaciones para venir", justifica.
Alicia vive con su esposo y aloja a su nieto. Su hijo también vive en el Saco, pero en un rancho "un poco más allá". Tiene los perros y las gallinas arriba de la casa. "A las gallinas las tenemos más que nada por las víboras, porque ellas avisan enseguida cuando hay alguna dando vueltas". Sí, las gallinas son alcahuetas, por suerte.
Alicia cuenta que algunas familias se cruzaron a Rosario, más que nada para poner a salvo a los chicos, que son los que más peligro corren de caer al agua o de sufrir alguna enfermedad. Así y todo, en El Espinillo la gente mayoritariamente todavía permanece en el vecindario, a diferencia de lo que ocurre islas adentro, donde la situación se volvió insostenible y los habitantes se autoevacuaron.
Tal cual lo publicó este diario en su edición del martes pasado, por el avance del Paraná ya casi no queda gente en el Delta profundo. Los habitantes evacuaron el ganado y se fueron de sus hogares, donde sólo quedan algunos de guardia, y asumen los riesgos de permanecer en el lugar, para cuidar las pertenencias.
¿Qué pedir? El miércoles, municipio y Prefectura estuvieron en la Escuela 1.139, que dirige Rubén Ferreyra, y repartieron entre los vecinos de la Boca del Saco y otros parajes cajas con alimentos no perecederos, agua mineral, pañales y otros insumos. Es la ayuda que llega desde tierra firma, donde intentan relevar las necesidades de los pobladores.
Pero Alicia Chaparro ya no sabe qué pedir en esta situación. Hace un silencio y se le ocurre algo. "Nos vendrían bien algunas chapas, y botas de goma", dice. Aunque en seguida aclara: "Esto no va a durar toda la vida, pero para paliar la situación nos viene bien cualquier ayuda".
La casa de la mujer está sobre pilotes y tiene una escalera de metal que sube hasta una galería techada pero sin paredes. Desde allí se ingresa al interior de la vivienda, revocada con material. Alicia atiende desde la ventana. "Tengo adentro un perro que es un poco malo", se disculpa. A otro perro lo mordió una yarará. "No se murió porque está inmunizado, pero le tuvimos que poner un Decadrón porque se le hinchó todo el cuello, pobrecito". Por suerte, ningún humano fue atacado por víboras, pero están atentos.
Mientras tanto, Alicia recibió medicamentos contra la leptospirosis para distribuirlos en el vecindario. "Es que cuando baja el agua se nos vienen los ratones", cuenta.
La realidad de Alicia, como la de Saturnino y de Abel es similar a la de todos los habitantes de El Espinillo, donde la gente resiste. Ellos saben que el agua bajará, que es cuestión de tiempo, que cuando baje vendrán otros desafíos.
La vida en la isla no es sencilla, pero es la vida de esta gente que por elección o por necesidad decidió habitar ese espacio siempre amenazado por el agua, la misma que les da de vivir.