—Concluyamos la charla de ayer. La psicología dice que hay, en la mente humana, un
consciente y un inconsciente. El primero es notorio, conocido, racional, real y manejable. El
segundo es conocido, escasamente notorio para la persona, real y poco manejable a menos que se
conozcan ciertas técnicas o la persona lo desentrañe con ayuda de un profesional (psicólogo o
psicoanalista). Su poder es inmenso. Yo, desde un aspecto metafísico, digo que hay un yo dividido
en dos partes: El primer yo, o superficial: el de los sentidos y la razón, el yo peregrino; y el
otro yo, el más profundo, el del espíritu y eterno. Usted me decía ayer que me contradigo al decir
que nuestra vida en realidad no nos pertenece, porque eso atenta contra la libertad.
—¿Y no es así?
—Mi yo superficial puede disponer de los actos según le parezca, pero esa libertad, si
es mal utilizada, tiene un costo que sufre, en primer lugar, mi yo esencial y al mismo tiempo el yo
primero y el yo profundo de las demás personas. Por eso cuando digo que nuestras vidas no nos
pertenecen, estoy diciendo que es un acto de irresponsabilidad, insensatez y en ocasiones un crimen
de orden material y espiritual ejecutar actos que hieren la vida en toda sus formas. Aquello de que
“es mi vida y con ella hago lo que se me antoja”, es producto del desconocimiento de la
interrelación universal. “Es tu vida y puedes hacer lo que se te antoja hasta cierto límite
que está dado por la necesidad del yo profundo y del yo de los demás”. Si decido suicidarme,
por ejemplo, estoy evadiendo, renunciando al rol para el que fui traído al mundo, es un crimen y
una ofensa al orden superior. Si argumento: “Pero ¡¿quién me puede necesitar?!”, me
equivoco, porque aun cuando parezca que estoy absolutamente sólo en medio de la nada, ello apenas
es una “imagen imaginada” por la mente turbada, pues en realidad hay cientos de seres y
criaturas que me están necesitando. Ello, sin contar que mi propio yo trascendente, de orden
espiritual, me necesita vivo para elevarse.
—Siga, siga.
—Si me doy el lujo, aun cuando estoy entristecido hasta los huesos y deprimido hasta el
profundo agobio, de tirarme en un rincón y renunciar a la vida (aunque siga existiendo), atento
contra mi yo profundo y contra otros seres que me requieren. No puedo renunciar a la vida, porque
no puedo renunciar a la misión que debo cumplir. Y todos, todos, hasta el último instante y en ese
mismo último instante, tenemos misiones que realizar. Puede ser un pensamiento, una palabra, una
acción que para nosotros no tiene importancia, pero que para la creación y el orden de las cosas es
determinante. Afirmar y creer que la vida es nuestra es un acto de mezquindad. Por eso, a veces con
los ojos nublados, con el corazón arrugado y en ocasiones sin que nadie lo advierta, hay seres que
siguen, siguen y siguen. Y cuanto más siguen, más se eleva el yo profundo de cada no de ellos, más
se encienden esas luces que son faros en el mundo para que otros caminen detrás. Por eso usted siga
y no se entregue nunca. Lo piden los que están aquí y los que están allá, aunque no lo crea.