Hay un exterior y hay vida en relación con él; hay comunicación que se expresa por el discurso entre seres vivos y conscientes; y por la conciencia que tienen de su propia actividad han surgido disciplinas, tales como la literatura y la retórica.

El filósofo rosarino hace hincapié esta vez en el valor del autoconocimiento. Para pensar y aprender
William Shakespeare.
Hay un exterior y hay vida en relación con él; hay comunicación que se expresa por el discurso entre seres vivos y conscientes; y por la conciencia que tienen de su propia actividad han surgido disciplinas, tales como la literatura y la retórica.
Literariamente, la duda acerca de uno mismo se plantea dramáticamente en el “Hamlet” de William Shakespeare, en su célebre monólogo de principios del s. XVII (acto 3º escena 1ª), donde el personaje reflexiona sobre si es más noble sufrir las dificultades de la vida o enfrentarlas, o si acabar con ellas mediante la muerte, sólo que resta la incertidumbre que ésta genera, de lo que haya después de ella (“morir es dormir... y tal vez soñar, he aquí el problema”)
Duda e indecisión de la conciencia ante sí mismo y temor al más allá después de la muerte. Aunque parece el personaje ya haber elegido y que tan sólo la incertidumbre del después lo detuviera. De manera que ser y no ser no parece alternativa excluyente de otras, si se mantiene en la vida; y si hubiera optado por la muerte, ¿qué “sueños” habrían podido detenerlo?
No obstante, ya mucho antes Parménides (s.V a.C.) estableció el principio lógico de no contradicción (el ser, es y el no-ser no es) y poco después que el dramaturgo inglés, en la primera mitad del siglo XVII, Descartes hizo un uso positivo de la duda al afirmar demostrado que si duda es que existe; y que si puede pensar en un ser perfecto y no engañador (dado que perfecto), que no lo es él (dado que duda), ese ser le garantiza la existencia de un mundo externo. El yo y la realidad, pues, a partir de su duda metódica.
Es que hay un universo, si bien ignoramos su origen y consistencia. Sí sabemos, que hay en él una materia capaz de reproducirse porque está dotada de vida. Quiere decir que ha dejado de reducirse a sí misma, que tiene alma en un sentido aristotélico. En tanto, el yo (humano) le contrapone el no-yo a la realidad, primera gran diferencia según Fichte, sin que deje de determinarle semejanzas y diferencias a ese exterior, que su imaginación representa y su memoria conserva. Es decir: hay un afuera, el yo no está solo.
Un afuera que es naturaleza, que las ciencias naturales estudian y que suponen ordenada, cuyas operaciones son básicamente independientes del arte y de todo otro artificio humano; la que comprende, según las referidas ciencias, tres reinos: mineral, vegetal y animal. Hay entonces, un principio activo de vida en ella. Dotado según Schelling de un proceso creador, en movimiento ascendente que culmina en el hombre, en quien la naturaleza alcanza conciencia de sí.
Momentos (los de Fichte y Schelling) que Hegel integra en un gran sistema cuyo concepto principal es el de totalidad, que es asimismo proceso; tanto del pensamiento como de lo real. Es el mismo pensamiento el que se realiza.
Hasta alcanzar el Espíritu, en que el sujeto “se ve” en el objeto por obra del conocimiento. Espíritu, en cuanto que él se reconoce en las producciones de su cultura social y en su propia actividad creadora.
Pero todo ello sin olvido de la naturaleza, que Feuerbach rescata. Es que el hombre no ha dejado de pertenecer a ella. “El hombre es lo que come… si bien sobre el estómago se erige también, el templo del cerebro”.
Y hay un momento de racionalidad concreta en la vida del hombre: su necesidad del sentido. Porque lo contrario (el sin-sentido), le es insoportable a su inteligencia; y porque la dispersión, lo es a su necesidad de control y hasta a su propia identidad.
Necesidad entonces, en el ser consciente, de entender su propia vida, que es necesidad de la unidad en la dispersión, tanto simultánea como sucesiva, de las circunstancias. Por eso es que éstas no le alcanzan para conocerse; no sirve que se defina por lo que él no es.
Se sigue, su necesidad de verse en lo que vive y en cómo lo hace. Es decir, unidad también en la coherencia de sus actos; el principio de no-contradicción de Parménídes, aplicado a un comportamiento responsable. Sólo así podrá verse el individuo humano con dignidad; es decir, con respeto por sí mismo.
Pero bien entendido que es unidad de la multiplicidad y en la multiplicidad. Se relacionan cosas y sucesos para constituir con ellos una unidad controlable en la que pueda reflejarse, con una identidad reconocible y en control de sí mismo.
Porque si los hombres somos conscientes; y a la vez conscientes de que lo somos, necesitamos vernos como “los mismos” en lo que hacemos, no obstante las circunstancias a que debamos , necesariamente, atender y responder.
Es que el sentido es la unidad de lo disperso que nuestra conciencia reúne por la necesidad que tiene de conciliar: mente con cuerpo que ejecuta, y ser con deber ser al que se subordina, que es como debe poder verse con dignidad.
Y es en función del cual, que designamos y denominamos. Y también lo escribimos. Sea para separarnos de una realidad abrumadora como para nombrar cosas y sucesos y ordenarlos en una vida inteligente y dueña de sí. Todo, por la necesidad de coherencia y autocontrol que ella exige.
En conclusión, y habiendo empezado este texto relacionando vida con medio exterior del cual depende, y a propósito de la conciliación de ser con deber ser: ¿hacemos lo que debemos cuando explotamos la naturaleza hasta casi agotar sus recursos, siendo que la vida en nuestro planeta de aquélla y de éstos depende?, ¿podremos efectivamente reconocernos en ello?, ¿será el mismo espíritu que en el arte, la religión y la filosofía se realizan, el que se complazca en hacerlo?
Porque de ser así, ello constituiría su mayor paradoja: que la vida humana, en lugar de perfeccionarse en el control de su conducta, en su avance científico y aplicación tecnológica termine por destruir el hábitat que la hizo posible.
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