Vital y siempre meduloso, Retamoso dialogó con Cultura y Libros.
La primera pregunta es tan elemental como necesaria, Roberto: ¿por qué Saer? Es decir, ¿por qué, otra vez, Saer?
Coincido en que esta pregunta es tan elemental como necesaria, por tratarse de un autor sobre el cual se ha escrito mucho, dentro y fuera del país, lo cual estaría revelando una cierta insistencia que podría, hipotéticamente, provocar algún tipo de incomodidad. Por ello, la pregunta merece -exige, impone- una respuesta, que podría consistir en lo siguiente: la literatura de Juan José Saer, su obra narrativa y poética -antes y más que su obra crítica y ensayística- detenta una cualidad que algunos atribuyen a los clásicos, el de ser una suerte de cantera inagotable de sentidos. Esto significa que, trátese de algo clásico o no, la literatura de Saer pertenece a una clase de obras sobre las que siempre es posible volver, porque siempre permiten decir algo distinto respecto de lo que ya fue dicho sobre ellas. Creo que coincidiríamos en que no todas las producciones literarias admiten esa posibilidad; son demasiados los casos en los que, frente a lo dicho, no puede agregarse más.
Todos quienes leímos y leemos a Saer sabemos bien que sus ficciones están “contaminadas” por la presencia activa de materiales provenientes de otros géneros, sobre todo el ensayo. ¿Hay alguna tesis puntual que sostenga el libro en torno a este maridaje?
Por cierto que sí. Pero antes de avanzar en la respuesta, me permitiría agregar que las ficciones están asimismo contaminadas por el género poético. Más allá de que el propio Saer alguna vez se haya manifestado diciendo esto, la lectura atenta de sus relatos permite reconocer (de inmediato diría) el registro de la poesía en sus narraciones, a través del lenguaje utilizado, fuertemente alegórico y metafórico, pero, además -y esencialmente- rítmico.
Del mismo modo, entiendo que asimismo se reconoce el registro ensayístico, aunque no al modo de lugares diferenciados textualmente, sino como otro registro que también opera a través del lenguaje narrativo. Es más: diría que lo ensayístico se revela en aquello que el ensayo tiene sobre todo de filosófico, es decir, de un género que remite a las cuestiones primeras y básicas del pensar: ¿qué es el mundo?... ¿cómo lo conocemos?... ¿qué papel juegan las percepciones y las palabras en ese proceso? … ¿cuánto hay de perenne y cuánto de efímero no sólo en el mundo sino en nuestro propio ser, en tanto objetos o sujetos de la experiencia narrativa?
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Sebastián Suárez Meccia / La Capital
La literatura de Saer ofrece una combinación muy particular de un lado “salvaje”, por así decirlo, y un lado “hiperculto”, también por designarlo de alguna manera. El primer lado estaría representando por una tradición que remite a nombres como los de Faulkner o Arlt, mientras que la segunda nos envía directamente a autores del objetivismo francés, como Robbe Grillet o Sarraute. A mí me interesa más el lado salvaje, pero vos, en cambio, te volcás hacia el lado hiperculto... ¿Es así?
Me gusta mucho esa imagen de una literatura bifronte, hecha de una faz salvaje y otra extremadamente culta. Lo cual me hace pensar en si ello es algo privativo de Saer, o si más bien se trata de una dualidad constitutiva de toda literatura, aunque en la mayoría de los casos uno de esos rostros prevalezca sobre el otro. Por decirlo en términos concretos y autóctonos: el hiperculto Borges siempre exhibe su lado salvaje, violento y sanguinario, del mismo modo que el primitivo Arlt se nutre de un sustrato donde aparecen Nietzsche, Dostoievski, Lenin, el cinematógrafo y la arquitectura de la época. Diría que salvajes e hipercultos somos todos, aunque muchas veces uno de esos lados predomine sobre el otro.
Ahora, y yendo a Saer -y lo que preguntás al respecto- diría que me interesan esos dos costados, como me interesan en todo escritor. El problema quizás radique en que, por limitaciones personales, formación, preferencias y gustos, a veces uno se vuelque más sobre alguna de esas facetas. Pero eso no debería hacernos perder de vista que todo escritor -y todo ser humano agregaría, porque los escritores no están por fuera de la humanidad, aunque algunos así lo crean- se nutre inevitablemente de pulsiones primitivas y sofisticados artefactos culturales. Desde ese punto de vista, podríamos decir, con pretendido tono humorístico, que en la literatura de Saer, como en toda literatura, e incluso como en toda obra humana, siempre se revelan Doctor Jekyll y Mister Hyde.
Esta entrevista aspira a llegar a un público amplio, que no necesariamente conoce total o siquiera parcialmente la literatura de Saer… Me encantaría que formularas una suerte de “ranking” personal de sus obras, fundamentando el porqué de ese orden.
Para responder a este pedido debo comenzar hablando, brevemente, acerca de la literatura de Saer como conjunto. Diría, por lo tanto, que se trata de un autor prolífico, que practicó distintos géneros literarios, como el cuento, la novela, la poesía, el ensayo y la crítica, e incluso llegó a escribir algunos guiones para cine.
El sector más voluminoso de esa obra es el de los relatos, dado que publicó en vida seis libros de cuentos y once novelas, llegando a escribir una duodécima a la que dejó sin redactar su capítulo final, y que fuera publicada de tal forma poco tiempo después de su fallecimiento. También escribió un libro de poesía que reeditó varias veces, ampliando en cada caso su corpus, y tres libros de crítica y ensayo. Después de su muerte, en 2005, se siguieron publicando libros suyos, en determinados casos ya publicados, y en otros inéditos.
Dentro de esa obra realmente vasta, se destacan en primer lugar, en términos cuantitativos, pero también cualitativos, sus relatos. Me atrevería a decir que la obra narrativa de Saer es lo más representativo de su literatura. Dicho lo cual, esbozaré mi ranking personal, que por supuesto puede diferir del que esbocen otros lectores y críticos de Saer.
Así, pondría en primer lugar varias de sus novelas, como El limonero real, Glosa y La Grande. Las dos primeras porque representan, según mi entender, lo más logrado de una etapa nuclear en la producción saereana, orientada a la exploración constante de las posibilidades de las formas y las voces narrativas. Mientas que La Grande, esa novela última a la que no llegó a concluir, para mí representa una summa que condensa la totalidad de su recorrido como autor.
Y en ese ranking incluiría, además, en el podio, a ese único libro de poesía sobre el que Saer volvió incansablemente a lo largo de su vida, El arte de narrar, cuyo título no deja de ser paradójico. Pero que sin duda representa la voluntad de fusionar los géneros literarios en todos los casos, aun en este dónde los poemas nunca dejan de estar atravesados por las formas del discurso narrativo.
Así escribe: un fragmento del libro de Retamoso
Nadar en un río incierto (a propósito de Nadie nada nunca): la negatividad fundante
Nadie nada nunca se revela, desde el comienzo, como un título polisémico, ya que puede ser interpretado de diversas maneras.
Una de ellas consistiría en leerlo como una oración, donde hay un sujeto (nadie) y un predicado, compuesto por un verbo (nada) y un adverbio que lo especifica (nunca).
Leído de tal modo, el título se muestra como un enunciado problemático, incluso capcioso, puesto que la simple experiencia resulta suficiente para desmentirlo.
Aunque ello supone entenderlo literalmente. Si se lo entiende, en cambio, de manera figurada, podría interpretarse como un enunciado elíptico, que actualiza con otros términos el célebre aforismo heracliteano, sin modificar por ello lo esencial de su sentido: nadie nada nunca en el mismo río.
Figuradamente, también podría interpretarse como un enunciado irrisorio, que mima las paradojas de Zenón, quien atribuía el movimiento a una ilusión generada por los sentidos. Nadie nada nunca sería, asimismo, desde esta perspectiva, una refutación zenónica de la idea de movimiento.
Más allá de esas connotaciones filosóficas presocráticas, el título puede entenderse, por otra parte, como la exhibición de un mecanismo de repetición en el que, lejos de reconocerse alguna forma de articulación entre sus términos. se lee la mera yuxtaposición de tres vocablos, sin nexos gramaticales que los unan.
Nadie nada nunca sería, desde este punto de vista, la enunciación por contigüidad de un pronombre indefinido y dos formas adverbiales, que comparten la condición de expresar significados negativos.
O, en otras palabras, de tres negaciones sucesivas, de persona, de cosa y de tiempo.
En ello podría reconocerse, catafóricamente, el carácter negativo que adoptará el discurso a lo largo del texto, como si en esa triple negación se manifestase, anticipadamente, el sentido generalizado del relato.
Entendida de ese modo, la triple negación viene a exponer un mecanismo constitutivo no sólo del título sino de buena parte de la escritura saereana: el mecanismo de repetición.
Diríase así que, si el título no es otra cosa que la presentación de tres vocablos negativos vinculados por contigüidad, la desaparición de cualquier forma de articulación entre ellos anticipa el devenir semántico de la narración.
La narrativa saereana, ha sido dicho por sus estudiosos, se basa en una suerte de negatividad constitutiva, como si fuese una ilustración de la filosofía de Theodor Adorno, aunque difícilmente pueda decirse que la escritura de Juan José Saer sea una ilustración de algo.
Sin embargo, puede admitirse que entre la literatura de Saer y la filosofía de Adorno se reconocen rasgos comunes, como el de la negatividad que prima en la percepción y representación del mundo.
Nadie Nada Nunca, en consecuencia, podría leerse como una radical negación de lo establecido, de las convenciones instituidas en el ámbito de las experiencias estéticas, para abrir su escritura a nuevas posibilidades de construcción y manifestación textual.
Sin que ello se entienda como la sustitución de un horizonte hermenéutico por otro, ya que lo que en verdad acontece es la apertura de la práctica narrativa a una otra dimensión significante, donde nada pueda ser nunca afirmado por nadie, con certeza.
La forma de la dispositio
A nivel de su estructura, el texto se presenta dividido en 14 parágrafos, numerados con romanos.
Conviene detenerse en los enunciados que funcionan como
íncipit de cada uno de ellos:
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I. No hay, al principio, nada. Nada.
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II. No hay, al principio, nada. Nada.
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III. Está parado, cuando se despierta, o cuando empieza, más bien, a despertarse, al lado de la cama.
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IV. Para salir del sueño en el que estoy, por así decir, enredado, debo hacer fuerza con todo mi cuerpo, porque es todo mi cuerpo el que está enredado en él.
V. No hay, al principio, nada. Nada.
VI. Va entrando, despacio, como en un pantano, en la mujer de bronce, que lo recibe con un silencio reconcentrado, los ojos cerrados, la boca entreabierta, el labio superior encogido dejando ver cuatro dientes opacos, la cavidad de la boca envuelta en una penumbra rojiza.
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VII. Es la tierra, y el aire, y el fuego, y el agua.
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VIII. No hay, al principio, nada. Nada.
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IX. No tiene, dice el Gato, al probar la carne, ni sal ni sentido.
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X. No hay, al principio, nada. Nada.
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XI. El Caballero, con toda seguridad, debía preguntarse, ya que los demás le eran exteriores, si lo mismo que le pasaba a él le pasaba a ellos, es decir: que cada vez que los miembros del grupo -su hermana la señora de San Ángel, el pederasta Dolmancé, Eugenia de Mistival, cuya educación en materia de libertinaje había sido pretexto para la orgía, Agustín, el jardinero de la señora San Ángel y, desde luego, el propio Caballero de Mirval- se acomodaban en una nueva posición que al principio tenía algo de escultórico, y se ponía en marcha el nuevo acto común, al final experimentaba la sensación de no haber avanzado nada y de
encontrarse, como antes del comienzo, en el mismo lugar.
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XII. No hay, al principio, nada. Nada.
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XIII. El trabajo del Caballo, había dicho Tomatis, consistía en hacer cantar.
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XIV. Como en un planeta desierto, como en un desierto, no se oye nada.
Esos enunciados pueden agruparse en dos tipos generales: el primero es de carácter aforístico, propositivo, mientras que el segundo es de carácter descriptivo.
El primer grupo posee, además, una particularidad, ya que los enunciados que lo componen consisten en repeticiones textuales de lo mismo, como se lee en los comienzos de I, II, V, VIII, X y XII.
Los otros enunciados y comienzos, como se dijo, tienen un carácter descriptivo, y es allí donde las diferencias irrumpen, puesto que no se trata de repeticiones sino de pequeñas introducciones a la materia propia del parágrafo.
En ese plano, se presenta a su vez una diferencia entre la mayoría de los comienzos, referidos a situaciones y personajes pertenecientes a la novela, y el XI, que comenta la lectura de un texto destacado por el relato, La Philosophie dans le bodouir, del Marqués de Sade.
Mucho podría decirse de esa inscripción de la obra de Sade en el texto, que es interpretada por el Gato como una mecánica inconducente, puesto que parece no llevar a ninguna parte.
Si en ello se reconoce la ironía con que el personaje lee a Sade, y la distancia que toma respecto del universo sadeano, también se muestra allí otra distancia, de carácter geográfico y cultural, que asimismo lo aleja de la tradición francesa.
Lo cual no significa hacer del Gato una suerte de figura que expresa una mirada vernácula.
La narrativa de Saer escapa, deliberadamente, de todo anclaje en espacios físicos, y menos aún en territorios que puedan leerse como determinantes de identidades varias.
Pero eso no impide que se reconozca una enunciación - jamás localista ni regionalista como suele decirse- que pertenece y representa a una determinada zona, término distintivo de la escritura de Juan José Saer, que debería entenderse más que en un sentido físico, en un sentido cultural y lingüístico.
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Sebastián Suárez Meccia / La Capital
El principio de repetición Hemos señalado lo idéntico de los comienzos de los parágrafos I, II, V, VIII, X y XII.
Lo idéntico marca -representa- la forma y el sentido iterativo del texto, que se manifiesta en distintos niveles lingüísticos: lexical, frástico, semántico y discursivo.
Es por ello que la repetición se lee como un mecanismo constitutivo del texto, que rompe con la linealidad narrativa y su lógica causal.
Aquí, la repetición obedece a una poética que concibe a la narración como un proceso hecho de constantes reinicios, como un volver sobre lo ya dicho para decirlo nuevamente, pero de otra manera.
En ese decir lo mismo, pero de otra forma, no se trata entonces de repetir meramente, sino de desplegar otros aspectos u otras visiones de lo ya narrado.
Así ocurre, claramente, en la relación que se establece entre los parágrafos I y II: el segundo repite lo que había sido narrado antes, pero dicho por el Gato en primera persona, mientras que el I es relatado por un narrador omnisciente que habla en tercera persona.
Por otra parte, el parágrafo II repite situaciones narradas en el parágrafo I -el Gato le sirve salamín y vino al Ladeado-, pero expande lo que en el otro simplemente se menciona, como el sueño que tuvo el Gato.
Sin embargo, eso no implica que el cambio de narrador (y de registro narrativo) esté relacionado con el hecho de poseer o exponer mayor o menor información respecto de lo que se narra.
De lo que se trata, más bien, e independientemente de quien narre, es de un procedimiento por el cual la repetición muchas veces produce una expansión del texto, y por ende del sentido.
Por ello, las repeticiones asociadas a un cambio de la voz narrativa, terminan generando un efecto de perspectivismo, que se opone a la omnisciencia.
Pero esa sucesión de actos narrativos superpuestos y encastrados también puede leerse como un principio constructivo, a la manera de una composición volumétrica que evocase ciertos procedimientos propios del cubismo, haciendo del texto un objeto espacial y tridimensional.
En definitiva, la arquitectura textual de la novela se manifiesta como una construcción desplegada en múltiples dimensiones, al modo de las artes plásticas, pero también de las artes verbales no sometidas a la unidimensionalidad de lo lineal, como ocurre con la poesía.
Es así que la prosa de Saer, su escritura narrativa, guarda notorias afinidades con el discurso poético, tal como él mismo lo sostiene, reiteradamente, a lo largo de su obra ficcional y ensayística.
Desde su particular punto de vista, lejos de oponerse, relato y poesía tienden a super-ponerse, haciendo que la poesía adquiera por momentos rasgos narrativos, y el relato rasgos poéticos, de los cuales la repetición sería -tal como lo sostiene Jakobson- la forma y la función lingüística dominante.
Pero, además, por esa vía se produce una verdadera descomposición del relato realista, ya que se descomponen tanto las formas de la narración, como los perfiles y los contornos del mundo representado.
Resulta innecesario recordar que esa poética de la repetición supone una lengua -o un uso de la lengua- singular: una lengua capaz de operar como el soporte material y sistemático de semejantes procedimientos.
Notoriamente, el registro de esa lengua es el de un español estandarizado, por no decir neutro. Elude, desde ya, cualquier caída en el localismo, lo que significaría una evidente incoherencia en relación con esa poética enfrentada con el naturalismo.
Su sintaxis, como ocurre con la del resto de los textos saereanos estudiados en este libro, se caracteriza por sus formas expansivas. Por ello se reconocen, también aquí, formas como el hipérbaton, y relaciones de distaxia entre los constituyentes frásticos:
La isla baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca rojiza cayendo suave, medio comida por el agua, está inmóvil, sin que ni siquiera pájaros, mariposas, se levanten de entre los árboles enanos a los que ninguna brisa sacude, de entre las flores rojas, amarillas, blancas, desperdigadas entre las ramas y entre la maleza que se calcinan a la luz de febrero, el mes irreal, sin que en la orilla irregular se perciban, en ningún momento, las sacudidas suaves de la estela que va dejando la canoa verde al avanzar, con enviones bruscos, en el medio del agua, río arriba, dejando atrás los bordes visibles de la estela que van separándose imperceptibles y que rayan el agua caramelo sobre la que la luz caliente destella múltiple y arbitraria.