Oscar Taborda (Rosario, 1959) publicó hace casi veinticinco años una novela, Las carnes se asan al aire libre, que, saludada por voces de la crítica nacional, se convirtió en una lectura de culto. Ya ausente de los escaparates, agotado, ese libro fue buscado por lectores ansiosos durante años (y hasta fue fotocopiado y pasado así de mano en mano). Publicado originalmente por la Editorial Municipal de Rosario en 1996, Las carnes… fue reeditado finalmente por el sello Mardulce en 2016.
Lejos, lejísimo de aquella atmósfera saeriana, de ese “realismo alucinado” de Las carnes…, se sitúa esta nueva obra de Taborda. Sumisión —publicada por la Editorial Universitaria de Entre Ríos para su colección Aura, que dirige Martín Prieto— es otro viaje (que puede ser hasta lisérgico y naturalista a la vez, ya sea por las claves autobiográficas que incluye el autor al final o por los maravillosos dibujos de Victoria Ruíz Díaz, incluidos en el libro y constitutivos de la obra). ¿Cuándo volverá a escribir Taborda una novela? ¿Qué será entonces? De momento, él parece sugerir que está otra vez con “la mente dispuesta a la deriva”, que planea algo, sí, aunque eso está todavía “en su cripta. Quizás se convierta en algo más espectral todavía —advierte—, y termine por desaparecer”.
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—Sumisión es un hermoso delirio por afuera de lo real; sin embargo, percibo un ajuste de cuentas con tu historia: ese barrio de la pensión, los nombres de esas calles, hoy un shopping donde antes había un patio de maniobras ferroviario… Hay algo tuyo, muy propio, histórico, en esos paisajes…
—Tanto la telenovela colombiana, como el shopping y el casco que se embute el protagonista, son como diversos estratos de una ensoñación colectiva. Una realidad virtual, ya sin un afuera. Tal vez el mundo barrial sea la falsa nostalgia de lo último real real. Me acuerdo del cínico Franck Underwood de House of Cards, yendo a comer una costilla en los barrios bajos, tratando, decía, de hallar el significado de la vida. De alguna manera, creo, sigo atento a la zona de la que hablaba Saer, pero esa zona en mi experiencia parece haberse ido angostando y extrañándose, con capas sobreimpresas cada vez más translúcidas, y probablemente termine pronto limitada a mi cabeza. En contraste con la imprevisibilidad y vueltas azarosas de la vida, el barrio, una calle, o menos que eso, una cuadra, el recuerdo del frente de una casa, unos árboles. Como si fueran más estables que el resto. Y la madre, ¿no?, un clásico, para hacerse un tatuaje, al modo tanguero: sólo una madre nos perdona en esta vida, es la única verdad, es mentira lo demás. O mejor, como la malagueña de El mellizo que cantaba no sé si Manuel Agujetas o El Chocolate: “Despiértate hermano mío, que nos ha muerto nuestra madre y nos quedamos solitos”.
—O sea, y remitiéndome a la meditación anterior: U se pone el casco y viaja hacia atrás, hacia lo imposible; vos escribís Sumisión y Sumisión vendría a ser tu casco…
—Imanol Rodríguez MacLean escribió en un diario de Paraná una reseña de Sumisión donde dice algo de eso, dándole una vuelta que no había pensado y es muy lindo. Recuerda cuando U, atribuyéndolo a la falta de casco, está temblando de frío, con el vestido que le sacó a la hija de la dueña de la pensión en donde vive, y levanta del suelo el pucho de un cigarrillo encendido para darle un par de chupadas. Con la última brasa prendió otro que recolectó cerca de una alcantarilla y después repitió varias veces el procedimiento. Para MacLean cada párrafo de Sumisión sería el culito de un pucho que sirve de combustión al siguiente, que podemos fumar, para dejar de temblar. Ojalá esta novela encuentre otros lectores que compartan esa impresión. Esa idea de intemperie y también del deambular y de estar rodeados por un mar de sinsentido.
—Al leerla también me empapé de nostalgia varias veces…
—Para mí escribir Sumisión fue como si hiciera una canción de amor, con un humor medio raro, posmelancólico, pero me cuidé de que no quedara tan en evidencia. Incluso hay momentos que parecen pura ficción, pero espero por un vecino o un testigo que reconozca ahí otra cosa.
—Mis amigos en una mesa de café me dicen: “Uy, Oscar va de un extremo al otro, nada que ver Las carnes se asan al aire libre con Sumisión, ¿viste?”. Te pregunto: ¿cómo fue tu viaje de ese estilo realista de Las carnes… a este otro de Sumisión? ¿Traumático? ¿Pensado? ¿Fluyó así nomás?
—Hay 25 años de distancia entre una novela y otra. Selva Almada, en el prólogo, anota algunas continuidades. Pero no tengo un proyecto de escritor, o en todo caso este consistió en irlo minando, embrollándolo y tomando distancia de sus requerimientos, fueran estos los que fueran. Después de Las carnes… sentía que no podía volver a ese realismo un tanto alucinado y que, directamente, ni siquiera quería volver a la ficción. ¿Qué escribir? Esporádicamente escribí poemas y alguna crónica, y unas pocas anotaciones que quedaron suspendidas a la espera de su continuación en un futuro nebuloso. Entre ellas estuvo la que se convirtió en el primer párrafo de Sumisión. Quince años después, amparado por unos versos de Martín Gambarotta, encontré un tono y un procedimiento, y cierta constancia, que hicieron que la novela fluyera.
—Hallo un mismo móvil entre ambas novelas: las excursiones. Te gustan. En Las carnes… los amigos quieren recrear una excursión del pasado, en Sumisión U realiza una excursión al pasado para intentar cambiar el presente.
—Tal vez estuve repitiendo en ambas ese lugar común que ve la vida como un viaje, un camino, un navegar. En Las carnes… era una excursión de cuatro días; en Sumisión, es un corto paseo durante la tarde de un domingo invernal. El protagonista de Sumisión, U, pareciera querer tener la oportunidad de asistir a un evento extraordinario que le dé un poco de espesor a su existencia, y aunque tal vez lo logra no llega a guardar un recuerdo de ello. También tienen su evento salvaje y extraordinario los tres que navegan entre riachos y lagunas en Las carnes…, pero este queda casi de inmediato borrado o naturalizado. Es como si el presente fuera imbatible, una droga.
—Al leer Sumisión, lo primero que aparece es la presentación de una “escritura fragmentaria” o, quizás, la propuesta de una “lectura fragmentaria”. Al completar la lectura del libro, ese todo “cierra”, aunque deshecho: ¿los fragmentos hicieron la novela? ¿O la novela ya estaba consumada de antemano y se deshizo en ellos?
—Los fragmentos hicieron la novela. Su argumento no fue premeditado, sino que fueron aquellos, al menos durante un buen trecho, los que en su acumulación lo concretaron. Tenía presente, como modelo visual, los párrafos de los Cuadernos en octavo, de Kafka, y como estrategia para escribir un párrafo diario, las Veinte líneas por día, de Harry Mathews. Me propuse, aunque esta premisa no siempre pude cumplirla, ir escribiendo cada noche un párrafo de cerca de mil caracteres cada uno, cerrado, en lo posible autosuficiente, algo así como un ejercicio de estilo, con la ilusión de que sonaran coloquiales, tratando de centrarme exclusivamente en la escena narrada y no pensar mucho en su antecedente o en las consecuencias que pudieran suscitar. El orden en que están en el libro es estrictamente cronológico. Cada noche trataba de escribir un párrafo como si fuese el primero o a lo sumo el segundo, un recomienzo continuo, intentando no sentir el peso de los anteriores ni el de los por venir, con la mente dispuesta a ir la deriva. Pero como también, casi al principio de haberme puesto en su redacción, había decidido que lo que fuera a escribir debía estar constituido por cien párrafos, a medida que estos se fueron acumulando y me acercaba a esa cantidad, comenzó a sobrevolar la idea de conjunto y fue reduciéndose el irme por las ramas.
—Las claves autobiográficas que suceden a la novela, en el epílogo del libro, son un buen truco para despistar aún más: el que vaya a buscar ahí explicaciones de lo anterior está frito…
—El formato de la colección donde se publicó la novela, Aura, de Eduner, incluye imágenes, prólogo y autopresentación del autor, a la manera de la revista Paraná. Para atender esta última complicación, que me pareció difícil de cumplir, fue que recurrí a esa elusión. Quería que en lugar de una autopresentación hubiese una coda que estuviera asociada y no a la nouvelle. Las siete claves... las imaginé como “Las siete diferencias” que antes salían en la última página de los diarios, o como esas escenas que en algunas películas aparecen después de los títulos de cierre, o también como “El chiste explicado”, ese proyecto de Kalondi donde proponía acopiar y clasificar chistes, seguidos cada uno de una absurda interpretación positivista. Los dibujos de Victoria Ruiz Díaz, que tienen el estilo de las ilustraciones naturalistas de los libros de botánica y zoología, también funcionan para ese despiste.
—Los próximos pasos del escritor, ¿un fragmento por mes o algo en mente?
—Anduve escribiendo algo, también fragmentario, lleno de hiatos, que a veces lo veo como el reverso de Sumisión, como si fuese el complemento de los sueños diurnos con los que aparentemente aquella está hecha. Una especie de “Diario de sueños” anotado por el ingeniero Lartigue de El héroe de las mujeres. Pero por ahora está en su cripta. Quizás se convierta en algo más espectral todavía, y termine por desaparecer.