Si bien el sistema patriarcal se halla en franco retroceso debido a las luchas por la igualdad de género, todavía atraviesa nuestra cultura. Las luchas por la liberación femenina modifican las identificaciones vinculadas al género. Lo que les posibilita a las mujeres encontrar nuevas versiones identificatorias diferentes a las referidas estrictamente a los miembros del núcleo familiar y sus tradiciones. En cambio, muchos varones sufren las consecuencias de haberse estructurado psicológicamente bajo el influjo del patriarcado. Las exigencias del machismo, tales como asumir mayores riesgos, ser sexualmente dominantes, no discutir las emociones, ni pedir ayuda, componen una masculinidad tóxica que les reduce casi seis años de vida a ellos. La mujer, durante el patriarcado, ejercía su poder de manera solapada, a través de los hijos, o también mediante la influencia sobre su marido. En cambio, ahora, goza de poder directo. La condición de posibilidad hace que vayan por más, y, en contrapartida, el hombre se siente avasallado y se desorienta. Muchos varones no tienen una clara posición frente a ellas. Sufren de “machismo desorientado”, porque el problema es del que pierde no del que va ganando. El que gana está obnubilado por sus logros y tiende a ir por más, pero el que pierde es el que se siente damnificado, el que se plantea: “¿pero, qué pasa?”, “¿hasta dónde va a llegar ella?”, “¿cuánto tengo que ceder?”. En ciertas circunstancias, las mujeres podrían tener ventajas competitivas frente al “machismo desorientado” de muchos hombres. Estos todavía no han podido establecer un repertorio cultural eficaz y una identidad definida, para actuar frente al antes llamado “sexo débil”, ahora devenido en fuerte. Es más fácil ejercer el poder frente a rivales desorientados.