En la página 59 del libro "Conducción Política" del ex presidente Juan Domingo Perón se lee lo siguiente: "Algunos creen que gobernar o conducir es hacer siempre lo que uno quiere. Grave error. En el gobierno, para que uno pueda hacer el cincuenta por ciento de lo que uno quiere, ha de permitir que los demás hagan el otro cincuenta por ciento de lo que ellos quieren. Hay que tener la habilidad para que el cincuenta por ciento que le toque a uno sea lo fundamental. Los que son siempre amigos de hacer su voluntad terminan por no hacerla en manera alguna". Para Perón la intransigencia no es una buena consejera para el gobernante. Lo hace chocar contra la pared una y otra vez haciendo de él un toro embravecido que no mide las consecuencias de su accionar. Le hace creer que sentarse en una mesa de negociación implica una traición a sus principios, que ceder es perder, que reconocer los errores cometidos lo coloca en la antesala de la decadencia política. Durante 100 días Cristina enarboló el estandarte de la intransigencia en su conflicto con el campo. Creyó que podía hacer lo que quería desoyendo el sabio consejo de su maestro: "El que mucho abarca poco aprieta". La realidad le demostró que no podía hacer lo que quería. Las cacerolas urbanas le señalaron el límite a su intransigencia. Afortunadamente, Cristina se dio cuenta de que Perón tenía razón. Así lo demuestra su decisión de enviar al Parlamento para que sea debatido en profundidad el polémico aumento de las retenciones. El pueblo, agradecido.