El cielo todavía amenaza con tormentas, pero el clima es completamente festivo el miércoles por la tarde en las inmediaciones del Estadio Mario Alberto Kempes en la ciudad de Córdoba. Como la localía manda, hay Fernet, pritiado (vino con Pritty), remeras y posters con la cara del ídolo atravesada por la bandera argentina. Y hay una marea constante de personas que fluye hacia el recinto, entre ansiosa y exultante. Conviven al menos cuatro o cinco generaciones: hay niños en los hombros de sus padres y señoras con bastón. Se anticipa que la fiesta es para todos. Paul McCartney está por dar el onceavo show de su historia en el país, esta vez en el marco de la gira "Got Back Tour" y algunos se animan a decirlo: podría ser el último.
El legendario músico británico cierra su quinta visita a la Argentina cumpliendo una promesa: volver a tocar en Córdoba, tal como lo había hecho en 2016. Y tal como en aquella oportunidad, la centralidad de la provincia permitió que los fanáticos llegaran desde todos los rincones del territorio: Río Gallegos, Chaco, Mar del Plata, Rosario y hasta desde la Ciudad de Buenos Aires, donde Paul viene de agotar dos estadios de River (el 5 y 6 de octubre pasados).
Una primera certeza se materializa en el aire: este show es para todo público, de la forma más profunda que esa frase hecha puede expresar. Hay familias enteras, parejas de todas las edades, grupos de amigas y amigos, y hasta algunos solitarios. En ese paisaje ya se afirma la vigencia de McCartney y su estatus de leyenda, y el músico no hará más que confirmar su propia reputación con un recital explosivo de dos horas y media, donde no sólo sobrará el talento, sino también el carisma, la calidez y la chispa que lo hacen único.
Después de la presentación de la cantautora cordobesa Zoe Gotusso y un set del DJ Chris Holmes (con mucho contenido Beatle, para ir calentando motores), Paul sale al escenario a la hora señalada con puntualidad de sir. El público, que anticipaba el entusiasmo con olas en las tribunas y un regocijo generalizado, estalla en euforia total ante la presencia del británico y su banda. El protagonista de la noche se calza su clásico bajo Höfner y suena “Can’t Buy Me Love”, uno de los tantos clásicos de los cuatro de Liverpool que serán la columna vertebral (y afectiva) del show.
Inmediatamente después, Macca pasa al repertorio de su otra banda fundamental, Wings. “Junior’s Farm y “Letting Go” completan la introducción y Paul toma la palabra. “Buenas noches, Argentina. ¿Cómo están, Córdoba? ¿Dónde están los culeados?”, dice en español, desatando risas y adoración, sobre todo de los locales. “Esta noche voy a tratar de hablar un poquito de español”, agrega más adelante y otra vez cumple. Lee machetes del suelo y otras cosas se las acuerda de memoria. “Córdoba, tierra de Fernet y cuarteto”, remata.
Esa voluntad de cercanía, de conectar genuinamente con lo más específico de cada lugar que visita (tras dejar Argentina estará en Perú, Colombia, Costa Rica y México antes de cerrar la gira en Europa), habla de su grandeza. McCartney, con ese apellido y esa obra magnánima, no necesita vender humo. A sus 82 años, ni siquiera necesita hacer tours mundiales. Y mucho menos dar siempre shows de casi tres horas. Pero su esencia y su inconcebible vitalidad nacen y se regeneran, necesariamente, en el encuentro cercano con el público, en esa entrega que se percibe como pulsión de vida. Por eso está otra vez en suelo argentino y en el escenario del Kempes.
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Suena “Drive my car”, para volver a poner a flor de piel la Beatlemanía de los presentes. A esa le sigue “Got to Get You Into My Life”. La gente responde con esos cánticos típicos del público nacional y Paul no deja pasar una, está siempre en conversación con los 45 mil que están en el estadio. “¿Tienen ganas de cantar? Bien, porque vamos a tocar canciones viejas, canciones nuevas y algunas en el medio. Vamos a tener una fiesta”, dice esta vez en inglés. Enseguida Macca se cuelga la guitarra y hace sonar esos punteos estridentes e inconfundibles de “Let Me Roll It” (Wings). “Un pequeño homenaje al gran Jimi Hendrix”, apunta Paul, sobre quien nombró varias veces como su guitarrista favorito de todos los tiempos.
McCartney va del bajo a la guitarra y de la guitarra al piano sin solución de continuidad y con la soltura que lo caracteriza. Su edad no se nota casi en nada, sino apenas en cierta mesura en el escenario, y en comparación a presentaciones anteriores en el país. Canta, hace bailecitos, se luce como intérprete y no para en ningún momento. Ni a tomar agua.
Su banda merece un párrafo aparte. Rusty Anderson (guitarra y coros) y Brian Ray (guitarra eléctrica, bajo, coros) hacen una dupla imponente al frente junto al líder. Paul "Wix" Wickens (teclados, guitarra, percusión, armónica), el más longevo acompañante de Macca (desde 1989), le pisa los talones al protagonista en cantidad de instrumentos dominados y astucia musical. Abe Laboriel Jr. descoce la batería como si no hiciera esfuerzo, mientras mete coros increíbles. Cuando Paul toca “Dance tonight” con la mandolina, el batero tira unos pasos que evocan aplausos. El dream team se completa con los Hot City Thorns, un trío de vientos que sorprende primero desde una platea y después la rompe junto a los demás músicos.
Se acerca uno de los momentos más esperados y emotivos de la noche. McCartney se calza la acústica, se eleva en una plataforma en el medio del escenario y canta “Blackbird”. Las lágrimas y los abrazos se multiplican entre los presentes. “Este tema lo escribí para mi amigazo John”, dice textual en español, y contra toda solemnidad. Toca “Here Today” y después (en el piano) “Now and Then”, la “nueva” canción de los Beatles que lanzaron Paul y Ringo en 2023, a partir de un demo incompleto de Lennon.
De este punto en adelante, casi todo será furor por los de Liverpool y sus incontables hits. Macca va de un disco a otro y de un instrumento a otro en una seguidilla que será el último tercio del show. “Lady Madonna” (Paul en piano), “Being for the Benefit of Mr. Kite!” (Paul en bajo) y “Something” (Paul en ukulele y después bajo) se cantan con ganas. Esa última se la dedica, en español, a su “hermano George” Harrison.
Son casi las 22.30 cuando suena “Ob-La-Di, Ob-La-Da” y aparece una lluvia leve. La gente se pone los pilotines y baila, salta y canta como si fuesen chicos en un recreo. Por ese ratito, “la vida sigue” como dice el juguetón estribillo. “Band on the Run”, la favorita no-Betle del público, prolonga la euforia colectiva. Todo es hacia arriba: suena “Get Back” y después “Let It Be”. Otra vez hay lágrimas y un cielo hecho de celulares se dibuja en las tribunas.
Con “Live and Let Die”, tal como el tema lo pide, explota todo: hay chorros de fuego en el escenario y fuegos artificiales generosos. “Hey Jude” indica un primer final así que nadie ahorra energía: se canta a los gritos el estribillo una y otra vez como un conjuro que pide que esa noche no termine, que ese momento nunca se olvide.
Tras una despedida con ovación y pedido de bis, Paul vuelve enarbolando tres banderas con su banda: la argentina, la de la comunidad LGBTIQ+ (como había hecho en Buenos Aires) y la de Córdoba, casi sumándose al chiste interno de que son una república.
Suena “I got a feeling” y Lennon se suma desde las pantallas. Su presencia es contundente. “Es muy especial para mí volver a cantar con John”, dice Paul, a esta altura fluido en espanglish. “Birthday”, “Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band”, “Helter Skelter”, “Golden Slumbers” y “Carry That Weight” dan fora una salida de lujo. “The end”, por supuesto, marca el final de la fiesta. “Al final, el amor que recibís es igual al amor que das”, canta Macca y le da un nuevo sentido y color a la estrofa. Agradece a la técnica, los músicos y, sobre todo, al público y su felicidad. “Fueron muy buenardos”, corona. Sus últimas palabras son las que todos quieren escuchar, porque el deseo compartido alcanza: “Hasta la próxima”.