Es la década del 40 en el siglo pasado y París es ocupada por el nazismo. Si sos judío y estás allí, tu vida corre peligro, y la de toda tu familia. Nadie lo entiende mejor que Joseph Haffmann (otra genial interpretación de Daniel Auteuil), un joyero prestigioso y creativo que se anticipa a la jugada antes que todo explote en mil pedazos. Es allí cuando pergeña un plan que parece perfecto: primero manda a su mujer y a sus tres hijos a que se instalen seguros cruzando la frontera, después inventa una venta de su joyería a su modesto empleado François Mercier (gran rol de Gilles Lellouche), y con el boleto de compraventa cerrado viajará lo antes posible para reencontrarse con su familia en un lugar seguro. Todo parece ideal, Haffmann pierde momentáneamente el negocio pero lo va a recuperar cuando termine la guerra a cambio de salvar su vida y la de su familia; y Mercier va a vivir a la casa ubicada detrás de la joyería, mucho más lujosa que la suya, y podrá crecer en su oficio y hasta en su ego algo caído, ya que hasta su apellido figurará en el frente del local para que el engaño a los nazis sea completo. Pero las cosas nunca salen como se proyectan. Joseph no pudo cruzar la frontera porque había demasiados controles militares y no le quedó otra que esconderse en el sótano de su propia casa. O de su ex casa. Vivir en esa oscuridad en medio del nazismo remitirá directamente a “El pianista”, de Roman Polanski, y también a “Bastardos sin gloria”, de Quentin Tarantino. Pero aquí habrá un agregado más morboso, porque Mercier comienza a tomarle el gustito a su rol de nuevo rico, y no sólo coqueteará con los nazis millonarios sino que se convertirá en un monstruo a partir de su ambición interminable. Es que Mercier es estéril y, a cambio de llevarle las cartas a la familia de Haffmann tras la frontera, le pedirá a su ex jefe que embarace a su mujer en ese sótano que ahora es multiuso. En ese vínculo tenso de patrón/empleado que ahora está invertido y en la extraña y saludable relación entre la esposa de Mercier y Joseph está, por lejos, lo mejor de la película. El director se tomó libertades para versionar la obra teatral original y logró su objetivo en un film que habla de la codicia y, por sobre todo, de los gestos de humanidad.