Este mundo actual que pareciera caracterizarse por su ritmo vertiginoso, con un orgulloso apego al presente y a la inmediatez, es sin embargo aún compatible con el mantenimiento de rituales que continúan acercando a la sociedad civil con el gobierno, a través de discursos celebratorios del pasado. Pueden haber cambiado muchas cosas en tiempos post-pandemia, en tiempos de emociones digitales y de curiosos emoticones. Pero los símbolos se encuentran en un estado similar al que dejaron nuestros abuelos y bisabuelos, no han variado mucho. Las efemérides o fechas del calendario cívico siguen siendo factores de impulso para la argentinidad, siendo clave el 9 de julio y la declaración de la Independencia, gozando también de buena salud figuras arquetípicas de la nación: el gaucho, el mate, las boleadoras, o la urbanidad del tango y la inmigración.
El origen y consolidación de un culto estatal-cívico alrededor del 9 de julio no fueron procesos exentos de dificultades, entre las cuales no era menor que la fecha alude a sucesos ocurridos muy lejos de Buenos Aires. ¿Cómo podía una provincia periférica como Tucumán, más cercana al límite con la República de Bolivia alojar un lugar de la memoria? ¿Cómo alentar y organizar un peregrinaje de ciudadanos hacia una provincia relativamente pobre, y desprovista de los atractivos turísticos, la infraestructura o el peso político de Buenos Aires? Pero antes de esbozar respuestas, veamos para qué sirven los símbolos patrios, y cómo se construye sentido al andar.
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¿Qué valor tienen estos símbolos?
En un país, que tenía muchos proyectos de nación, cada generación sucesiva fue aprovechando el caudal emotivo del 9 de julio para generar consensos, pero también para la confrontación. En una comunidad con fuertes dificultades, los símbolos han sido un elemento aglutinador que buscaba sobreponerse a las tensiones partidarias, a las luchas de clases, a las diferencias regionales, entre otros aspectos que otorgaban (y aún otorgan) heterogeneidad al país sudamericano. Fueron las sucesivas elites dirigentes quienes consolidaron el culto alrededor del Congreso de Tucumán, pero también la sociedad “desde abajo” (estudiantes, clases trabajadoras, movimientos sociales). Consideramos apropiada la idea del historiador Pérez Vejo que sostiene que cada nación concreta es un cementerio de otras naciones posibles, de otras comunidades imaginarias posibles, que por cada nación finalmente existente hay varias decenas de otras que se perdieron.
Frente al edificio de la Casa Histórica se expresaron con reiteración una gran diversidad de actores cívicos, y lo hacen también en el presente que nos toca, lo harán también el año próximo, podemos imaginarlo con certeza. Toda protesta o fuerza social encuentra en estas efemérides un buen punto para visibilizarse: diferentes partidos políticos, así como divisiones claves de la argentinidad como peronismo/anti-peronismo. Se expresan también, usando al 9 de julio como marco simbólico, una larga lista que incluye movimientos potentes como el feminismo, el ambientalismo, organismos de derechos humanos y denuncias contra el FMI El salón de la jura, la fachada de la Casa Histórica, o lugares de gran peso nacional como el Monumento a la Bandera o la Plaza de Mayo sirven para poner el grito en el cielo exigiéndole a la nación algo que quizás está quedando postergado.
El 9 de julio, ha ingresado hace varias décadas en un lugar de condensación de emociones patrióticas, equiparable al que generan los símbolos oficiales (bandera, himno, escarapela). Cada nuevo año al llegar dicha fecha, la bandera argentina interactúa con el culto hacia los principales próceres nacionales a los que cada vez se le suman más “heroínas”, y otros símbolos de tipo cultural como el asado, el fútbol y los pueblos originarios. ¿Pueden guiarnos el camino estos atributos de la argentinidad? Tal vez es pedirles demasiado, pero pueden ser un punto de partida para forjar reconstrucciones del sentir colectivo. La memoria, como lo recordaba el filósofo polaco Bronislaw Baczko, tiene una función aglutinadora de la sociedad.
En Argentina podemos encontrar plazas públicas con el nombre 9 de julio a lo largo de su vasta geografía. Al noreste, lindando con Uruguay y Brasil, la ciudad de Posadas tiene una plaza central que se denomina así. Más cerca de la frontera con Bolivia, la bella plaza principal de Salta lleva idéntico nombre, aunque otras provincias como Mendoza y Tucumán han preferido denominar a sus principales centros como Plaza Independencia, aludiendo al referido acontecimiento. Al mismo tiempo el 9 de julio (o bien el 25 de mayo) fue siempre un sustantivo propio muy frecuente para bautizar ámbitos de congregación masiva. Es que nos gusta ponerle ese nombre a lugares donde podemos experimentar la vida y sus dramas en forma grupal: plazas, estadios deportivos y centros culturales, desde Ushuaia a la Quiaca recuerdan al 9 de julio.
Otros nombres elegidos para denominar nuestros espacios públicos pueden remitir a alternativas fechas emblemáticas nacionales o americanas, o bien referir al panteón de héroes decimonónicos (Belgrano, San Martín), al que cada vez se suman más mujeres ( Juana Azurduy, Macacha Güemes, María Remedios del Valle). Tampoco está ausente en los espacios de congregación masiva el guiño hacia panteones del siglo XX, aún con la polémica que puedan acarrear: Un estadio, un billete, un centro cultural barrial, pueden también denominarse Eva Perón, Hipólito Yrigoyen o Carlos Gardel.
La principal arteria del país también se llama 9 de Julio y es considerada la avenida más ancha del mundo, construida cuando se cumplían 100 años de las fechas patrias. En ese caleidoscopio dinámico como nuestro bendito país, el 9 de julio brilla en el firmamento de las efemérides. Veremos que este festival de fechas no es exclusivo de este país, y es a veces un bálsamo para las emociones, o un punto de partida para repensar el futuro.
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Cada loco con su tema, cada país con su efeméride
En un concierto de 194 países reconocidos internacionalmente, los llamados “Días Nacionales” (National Day) remiten a una fecha principal, siendo frecuente (casos americanos, asiáticos y africanos) que los mismos evoquen el día exacto de su independencia y/o descolonización. Esa percepción circular del tiempo, en donde el calendario patriótico se comporta en forma similar que el religioso, genera la sensación de mayor “cercanía” con los épicos sucesos de su liberación, convocando a uniformar la nación. El pueblo se mezcla, y toma un aspecto de cuerpo unificado, aludiendo a un nacimiento o parto por vía de la separación de sus antiguas metrópolis. Por el contrario, en aquellos países que no han tenido un origen colonial, es frecuente que los Días Nacionales refieran a cumpleaños de monarcas, o al 12 de octubre y la hispanidad y raza en el caso de España.
Inscripta en la anomalía de tener “dos cumpleaños” como lo ha referido la historiografía, la República Argentina suele festejarse a sí misma refiriéndose al 25 de mayo y al 9 de julio. La naturalidad con la cual la ciudadanía argentina festeja ambas fechas es un proceso de invención de tradiciones, así como la autopercepción de haber cumplido algo más que 200 años, afirmación que deja al pasado colonial y precolombino en un papel menor. Los tiempos anteriores a esas fechas parecen como sepultados frente a los sucesos de la década de 1810. Es decir que aun cuando parte de nuestra gastronomía, la figura del Gaucho, la religiosidad católica, y las tradiciones indígenas conectan con un pasado muy anterior al siglo XIX, las fechas que reciben la mayor atención de nuestra sociedad de masas son aquellas que remiten a la emancipación frente a España y a nuestros principales próceres.
Otras alternativas disponibles para el origen de la nación no han tenido éxito, aun cuando formen parte de los feriados nacionales, y tengan cierta relevancia. Por ejemplo, el 12 de octubre, de gran significado para todo el espacio hispano-hablante, ha pasado por diferentes cargas valorativas en la Argentina (desde reivindicaciones hasta críticas) pero no ha sido nunca una fecha percibida como el origen de la comunidad política. Es decir que, aunque las escuelas y sus actos patrios aluden a los viajes de Cristóbal Colón, tanto por la vía de la reivindicación indigenista como de la recuperación de las huellas hispanas, no solemos encontrar en ella más que una efeméride desdibujada. Menos dibujada por cierto que las columnas de la Casa Histórica, o que el Cabildo de la Revolución de Mayo, que concentran nuestra preferencia patriótica.
Algunos ejemplos pueden mostrar esa escasa atención que brindamos al 12 de octubre en comparación con el 25 de mayo y el 9 de julio. Tal vez por la relación conflictiva de la Argentina con su pasado anterior a Cristóbal Colón, los años recientes no han sido testigo del fenómeno globalizado de acciones colectivas de repudio contra las estatuas de este emblemático viajero. En Norteamérica las protestas en contra del asesinato racista contra George Floyd han conducido a derribar monumentos de Colón en Minnesota, acontecimientos que se ha repetido más recientemente en Barranquilla (Colombia), en el marco de discusiones contra impuestos y tarifas. En Argentina la visibilización de los pueblos originarios no ha causado tanta aversión contra el navegante genovés, aunque es cierto que su principal estatua fue relocalizada en el año 2013 y su lugar reemplazado por Juana Azurduy.
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Es que la historia también es una cantera en donde los políticos de distintas tradiciones buscan reivindicar sus actos, y se trata de un uso del pasado que ocurre aquí y en los 4 puntos cardinales, no es exclusividad nuestra. La ciudadanía entonces se enfurece, con buenos argumentos, cuando algunos comportamientos de la esfera gubernamental no suelen mostrase, a su entender, respetuosos frente a los símbolos. Así ocurrió en los festejos del Bicentenario de 1816, cuando el entonces presidente Mauricio Macri argumentó en torno a la “angustia” de los héroes, en presencia del siempre polémico Juan Carlos, ex monarca español invitado para el evento. Del otro lado de la grieta, tampoco gustó a la ciudadanía la expresión del actual mandatario Alberto Fernández acerca de los barcos y la posible diferencia argentina con respecto a los hermanos latinoamericanos. Con cierta razón, se cuestionó que dicha frase, tomada de una canción de rock, recreaba de forma ingenua (pero peligrosa) el mito de la “nación blanca” en contraste con la región. La repercusión no fue menor, sobre todo entendiéndose como afirmaciones que minimizaban la huella indígena, o afrodescendiente, proferidas paradójicamente por un presidente que proviene de un kirchnerismo a menudo muy cuidadoso en sus discursos del pasado. Los entredichos fueron rápidamente contrarrestados por el mandatario, aprovechando sus viajes celebratorios por el país, uno de ellos para honrar la bandera argentina en Rosario, y luego precisamente el 9 de julio del 2021, en Tucumán. En los actos en plena Casa Histórica, el mandatario buscó la manera de matizar sus dichos anteriores, para evitar continuar en una línea que parecía ubicar a la Argentina como una nación europea perdida en las cerrazones latinoamericanas.
Estos dilemas de tiempo presente hay que entrenarlos con (al menos) 200 años de historia argentina, ya que el presente es solo una “tajada muy fina”, como sostenía el psicólogo y filósofo norteamericano William James. ¿Existirá un festejo Tricentenario, así como existió un Centenario y un Bicentenario? Entender el 9 de julio nos permite pensar el presente y tal vez proyectarnos hacia adelante, pero nos obliga a revisar varias décadas en la construcción de relatos sobre la argentinidad.
(*) Facundo Nanni es doctor y profesor de historia. Investigador del CONICET. Integra la Junta de Estudios Históricos de Tucumán.
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Casa Histórica, Museo Nacional de la Independencia