Son las 10.35 y el timbre llama al recreo. Los alumnos salen corriendo del aula a gozar de los diez minutos que tienen, de repente se siente un traqueteo feroz que lleva a todos los miembros del colegio a tirarse cuerpo a tierra. El sonido puede llegar a pasar desapercibido para un oído no entrenado, sin embargo nuestro alumnado y docentes se han especializados en distinguir cuando ese ruido provienen de un arma. La escena se repite también a la tarde o a la noche. Se sabe qué hacer, ya se ha hablado: tirarse cuerpo a tierra y esperar que todo pase. Esperar hasta escuchar el ruido de esa moto o auto que se alejan velozmente.
Esta escena casi cotidiana no sucede en un país en guerra, sino en Rosario, en plena zona sur, norte, este u oeste. Tampoco en una sola escuela sino en varias, ni se originó este año, sino que se viene sucediendo cada vez, de manera más recurrente desde hace varios años.
Vivir para contarla
Antes de llegar a la esquina, saliendo del colegio, Mariano sintió como si del cielo llovieran disparos. Habrán sido más de diez detonaciones. Contuvo la respiración y se ubicó con la espalda pegada a los ladrillos de los monoblocks. A través del rabillo del ojo, escondido detrás del recodo de la pared, alcanzó a ver qué hacia él venía, a toda carrera, un joven empapado en sangre. Pero apenas vio que el herido se acercaba, Mariano también arrancó a correr. “Yo sabía que si le disparaban de nuevo a él también me disparaban a mí, de pasada”. Mariano jamás regreso al colegio.
Y es que las escuelas no son ajenas a los avatares que han traído consigo los enfrentamientos entre bandas armadas. “Es un conflicto externo que finalmente se vuelve interno. Por varias razones. La principal, porque muchos jóvenes tienen familiares y amigos que son parte del conflicto”, dice una docente de uno de los colegios. “No hay condiciones para aprender”, se escucha. “Profe, tuve que amanecer debajo de la cama porque mi casa está en medio de los tiroteos”, comenta una alumna, y otra docente, mirando hacia los costados, como temiendo que alguien escuche, agrega: “La violencia nos está afectando, estamos cambiando nuestra vida. Me siento inservible, impotente porque no puedo hacer nada. Sabés quiénes son los sicarios, sabés quiénes venden droga, pero tenés miedo, porque si la autoridad no puede hacer nada, si mandaron a los gendarmes, si te paran dos comandos en la puerta de la escuela y no pudieron, y no pueden parar esta locura, ¿yo qué puedo hacer?”. Algunas escuelas han quedado atrapadas en el fuego cruzado de grupos antagónicos (verdaderas zonas liberadas por parte de las fuerzas de seguridad), otras han sufrido amenazas y extorsiones, y algunas más han atestiguado hechos de sangre en las inmediaciones del edificio escolar. Pero esta no es la única forma en que la violencia entra en la escuela. La otra es seguir ignorando el problema. Porque a pesar de que muchos directivos y docentes que educan en contextos caracterizados por la violencia no cuentan con herramientas para enfrentar las situaciones que se presentan, reconocen que ignorar estos hechos no resuelve el problema, al contrario los agrava y genera un sentimiento de impunidad. Tal como los describen los propios docentes: “Así nos convertirnos en rehenes de los que quieren que vivamos con temor sin justicia ni seguridad. Y sin futuro. Sabemos que no va a ser fácil, sabemos que el miedo nos domina y sabemos que los verdaderos enemigos son aquellos que no quieren para el barrio otro destino que el terror”.
Vivir en la inseguridad
Cuando la escuela es atrapada por el miedo y por el sentimiento de inseguridad, docentes y directores esperan algún tipo de intervención y protección por parte de las autoridades, lo que en pocas ocasiones ocurre. Ante este vacío, se suspenden clases ante rumores, amenazas y enfrentamientos en las inmediaciones. Esta vulnerabilidad provoca que los niveles de estrés y malestar profesional alcancen picos críticos, pues además de exponer su integridad física y su vida, los docentes tienen la responsabilidad de proteger al alumnado.
Las violencias representadas en los barrios por bandas de “tiratiros”, sicarios o matones son cada vez más jóvenes, buscan dominar territorios o consolidar los propios a base de infundir el terror más sanguinario en lugares donde brillan por su ausencia no solo las fuerzas de seguridad, sino la presencia estatal: conforman especie de “islas” o zonas liberadas, dentro del paisaje urbano, donde la ley del más fuerte se sostiene a balazos.
De esta manera, el sentimiento de inseguridad obliga a cambiar los hábitos, al desplazamiento, puede limitar las posibilidades para concebir y concretar un proyecto de vida, además de que dificulta la convivencia democrática, porque destruye los lazos de solidaridad necesarios para confiar en el otro.
La presencia y permanencia de bandas violentas circundantes a las escuelas y la falta de una política global predicen un escenario altamente desfavorable para lograr “pensar en construir estrategias de intervención enunciadas desde nuestra prácticas de hacer docente y desde el discurso pedagógico”. Se convierte en un desafío el educar en un entorno donde la inseguridad es la norma, y donde la violencia modifica y afecta no solo los diferentes tipos de relaciones —entre iguales, con docentes, entre amigos y con desconocidos—, sino también las conductas y las motivaciones.
La función de la escuela pública se transforma, se altera y en vez de constituirse en un espacio de protección, se convierte en uno de riesgo, del cual algunos deciden alejarse, a veces de manera temporal y otras de forma definitiva. La violencia barrial no es un problema que le corresponda solucionar únicamente al sistema educativo. No puede ser abordada de forma aislada con medidas pedagógicas. Es un fenómeno que ha permeado las escuelas desde afuera y tienen un efecto en las personas y en los procesos educativos. Más allá del daño físico, niñas, niños, jóvenes y adultos son afectados en su identidad, en su salud emocional, en la construcción de explicaciones sobre el entorno social que los rodea, así como en la conciencia de sí como sujetos de derechos.
El miedo, el sentimiento de vulnerabilidad y la desconfianza en las instituciones encargadas de garantizar la seguridad son algunas consecuencias de vivir en un entorno violento. Pero lo más trágico es naturalizar estas situaciones, pensando que nada podemos hacer, tal como lo explicita una alumna: “Sé que no es normal todo esto profe, pero uno se va acostumbrando a vivir de esta manera, lo extraño es cuando no escuchás tiros o te enterás que hoy no mataron a nadie... eso te descoloca”.
Su solución pasa por reconocer estos problemas y actuar de manera conjunta —entre la comunidad educativa, ONGs barriales, clubes, centros de salud, comerciantes y principalmente las autoridades gubernamentales—, en su prevención y erradicación. Trabajar desde la escuela y con la comunidad potenciando a la misma como un factor de protección para los niños y adolescentes es una labor que no se puede seguir postergando o ignorando, en especial en aquellas zonas de mayores niveles de inseguridad. Si se pierde el potencial transformador de la escuela a manos de la violencia, ¿qué posibilidades de salir de su condición tendrán los más vulnerables?, ¿dónde se educarán los ciudadanos del futuro?, ¿o su destino será formar parte de bandas violentas?