Una multitud, inédita en la historia, colmó las calles de Buenos Aires y su conurbano el día martes. Se sumaron a las que ya habían salido el domingo, día de la final del Mundial en el que la Selección argentina comandada por Lionel Messi le ganó un partido épico e infartante al combinado francés. Entre 4 y 5 millones de personas colmaron la 9 de julio, la General Paz y las principales autopistas del AMBA, para reunirse, cantar, juntarse, abrazarse. Para festejar algo. Pegar un grito de desahogo. Como si fuera una metáfora o un guiño del azaroso mundo de las efemérides, las calles se colmaron un 20 de diciembre, en un nuevo aniversario de las jornadas de protestas que tiraron abajo al ajustador e impopular gobierno de De la Rúa.
Qué estallido, qué locura. Todos y todas disfónicos, eufóricas, llorando. El domingo, con el penal de Gonzalo Montiel, salimos al balcón a gritar a la nada, abrazamos a un amigo, un pariente, al perro. Durante el partido subimos el volumen de la tele para que ningún vecino nos cante antes de tiempo los goles de Messi, de Ángel Di María, las atajadas del Dibu Martínez, y que por lo tanto tengamos que festejar las sobras de eventos ya sucedidos.
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Al ritmo de Lionel Messi y Ángel Di María, unos 800.000 rosarinos ganaron las calles para festejar la Copa Mundial
Imagen de dron: Lisandro Machain / La Capital
Festejamos que ganó Messi, “que tanto lo merecía”, luego de una carrera inédita, impactante, emocionante, conmovedora para los y las que gustan del fútbol. Festejamos el triunfo de una Selección que, como nunca, “nos volvió a ilusionar”. Celebramos que Dibu se convirtió de nuevo en héroe, no solo con los penales sino también con esa pierna estirada que evitó que el corazón, una vez más, se desgarre por motivos deportivos.
Se cantó por Argentina, pero lejos de todo el patrioterismo de los que inflan su pecho hablando de “nación” mientras nos someten a las ataduras económicas de norteamericanos, ingleses y de otros países. Lejos del oportunismo emotivo de marcas que diseñan publicidades sensibles para vendernos pegamento para prótesis dentales o tarjetas de crédito para pagar lo que no se puede pagar con los sueldos de un trabajador promedio. En cada canto se recordó y honró a “los pibes de Malvinas”, pero lejos de toda xenofobia.
Cada uno condimentó y condimenta este triunfo con lo que quiere, con lo que tiene a mano. Pero sobre todo: con lo que puede.
El día anterior a la final estaba haciendo la cola en un cajero automático y el muchacho que estaba adelante puso la tarjeta y se fue sin nada. “Quería ver si había algo, por si acaso”, le dijo a la hijita, que vestía una camiseta de la Selección, “de las truchas”, auspiciada por una visible marca de una cadena de supermercados. ¿Qué festejará ese muchacho hoy, estos días? Arriesgo, invento: que en un mundo y en un país organizado para despojarlo sistemáticamente, para que se pele el lomo trabajando mientras va al cajero a rebotar en la puerta, alguien le arranque una sonrisa. ¿Y su hijita? ¿Qué festejará? Que en un mundo organizado para robarle sus sueños y su futuro, alguien le haga saltar un rato, haga sonreír a su padre. Que en un mundo donde siempre ganan los mismos, un pibe como el Fideo Di María, que rompía y embolsaba carbón en el fondo de su casa, le permita disfrutar. ¿Disfrutar qué cosa? Algo. Cualquier cosa.
Ahora ya aparece, cuándo no, una lectura, una exégesis del triunfo de la selección en clave “meritocrática”. Los que ganan todos los días sin mover ningún músculo, reivindican el “esfuerzo”, la dedicación, el mérito de los jugadores, para oponer esos valores, implícitamente o diciéndolo, a otros que quieren, según ellos, vivir de arriba. Lo que olvidan nuestros catadores de esfuerzos ajenos, es que en el mundo, en nuestro país, la mayoría aplastante de la población son “angelitos di marías” que aunque se esfuercen, no salen de romper y embolsar carbón en el fondo de su casa. O que trabajan de lo que sea para no llegar a fin de mes, mientras aquellas y aquellas para las que trabajan les dicen “vagos” desde abajo del chorro del aire acondicionado del estadio Lusail en la final del Mundial en Qatar.
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El seleccionado en la scaloneta transitando las autopistas de BsAs rodeado de una multitud.
Foto: Beto Caratozzolo / EFE
Cuando Dibu, que sin dudas no tiene problemas económicos, dice que le gusta ganar porque le genera alegría a la la gente “que la está pasando difícil”, solo con eso millones se sienten más interpelados que con miles de políticos que viven en una palmera, cobrando barbaridades por no hacer nada bueno. Cuando le manda un saludo a un niño arquero con discapacidad, con la voz quebrada, ya millones se sienten más interpelados que por un Estado que ajusta inmoralmente la asistencia a las personas con discapacidades. Cuando Aymar dice que sabe que la ropa que lleva puesta y que a él se la regalan, la mayoría la paga en 24 cuotas, habla más de la realidad de una trabajadora o un trabajador promedio, que ve cómo los millonarios supermercados juegan el mundial de la remarcación de precios o que funcionarios que nos piden que festejemos que la inflación es “solo” de 5 por ciento este mes. Una nube gaseosa en la que viven gobernantes que ni siquiera permitieron a las grandes mayorías disfrutar de un feriado para degustar una alegría. En contraparte, varios gobernadores, por caso, parece que nacieron así “con el corazón ortiba”.
Qué sé yo. Tal vez se festeje eso, no sé. Que en un país y un mundo donde los de arriba muestran su fiesta, pero a la que nadie puede entrar. Los mismos que compran jueces escondidos en lagos. Los mismos que no permiten que Messi patee una pelota con humildad, y nos arranque un abrazo, o un grito pelado.
Eso se festeja. Nada más que eso y todo eso. Quién te dice. Hoy nos volvimos a ilusionar con muchachos jugando a la pelota. ¿Y si esas plazas llenas, esa alegría compartida y ese grito pelado fueran las manifestaciones de un pueblo que se vuelve a ilusionar en cambiar esta realidad injusta, donde parece que solo nos dejan alegrarnos con la pelota? A 21 años del gran “basta” del 2001, elijo creer.
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