La biografía es un género paradojal. Intentar dar cuenta de la vida de un hombre
implica, de alguna forma, relatar la vida de todos los hombres. Horacio González es conciente de
ello, por lo que los ensayos que componen Perón. Reflejos de una vida son aproximaciones
fragmentarias, ecos de voces extintas que nos invitan a reflexionar sobre uno de los nombres
cruciales de nuestra historia política.
González repasa algunos momentos de gran importancia pública y otros episodios
más íntimos de la vida de Perón. Su escritura elegante y a veces oscura no soslaya el tema de toda
biografía: el de la responsabilidad. El nombre de Perón aglutina enigmas y disputas; Perón es un
nombre y una forma de nombrar. Sus innumerables escritos y documentos reflejan una constante
preocupación por el acto de nombrar. Aquellos que reflexionaron y aún reflexionan sobre Perón han
sido también encantados por ese sortilegio.
Horacio González lee apasionadamente el texto peronista prescindiendo tanto de
los esquematismos academicistas como de los excesos de la alabanza y del escarnio. Sin embargo, se
trata de un texto desproporcionado, ya que nos conduce hacia las zonas excedentes de nuestra lengua
política. Por eso mismo no se trata de encerrar al lenguaje peronista en un laboratorio provisto de
teorías del lenguaje que nos brinden un conjunto de ideas aptas para la profilaxis académica.
La figura de Perón es muy incómoda. Escapa en su astuta facticidad a las
categorías de la razón. Escapa también al biografismo que lo condena a un maquiavelismo de sentido
común. Esta incomodidad es sintomática. La retórica peronista, retórica del nombre, vuelve
reversibles los significados que otros han producido. El jefe, lugar vacío de la enunciación, dice
González, es un articulador desencarnado. He ahí la teoría de la conducción. Además de un astuto
conductor de hombres Perón fue, sobre todo, un conductor de significados.
A aquel profesor de historia militar, conocedor de las batallas de la antigüedad
así como de la literatura prusiana, poco le importaba la cita culta. Esto, lejos de responder al
resentimiento del parvenu, funda uno de los núcleos de su retórica. La lengua peronista se
constituyó como una lengua segunda respecto de los saberes clásicos. La omisión de las comillas es
una forma estratégica de la apropiación. La biblioteca peronista se nutre de Clausewitz, del
positivismo argentino, de Belisario Roldán, de Aristóteles, de Plutarco y, por supuesto, de
Jauretche y de Scalabrini Ortiz, entre otros. La lengua peronista no cita porque es aforística,
oracular. Habla en el intersticio de las oposiciones de los otros. La tercera posición se expresa
nombrando a las otras dos, no necesita ser explícita. Por otro lado, la supresión de las comillas
implica una inversión de las determinaciones: aquello que es enunciado pasa a formar parte del
acervo peronista. El que nombra posee, caída de comillas mediante.
El lenguaje peronista logró convocar voces heterogéneas de un modo impensable.
Supo hablar el lenguaje de la revolución pero también el de la organicidad. Fue guardián del orden
estatal así como instigó al caos. Como centro vacío, se adueñó de esos significados y les imprimió
otros destinos, casi siempre opuestos al que mentaban. Al denominar sustrayéndose, desencarnado,
hizo de su nombre una potencia que parecía contener todos los significados de la historia
política.
Pero he ahí también su paradoja. El nombre de Perón fue uno de los dramas de la
segunda mitad del siglo XX argentino. El mismo Perón quizás lo intuyó cuando ya era tarde. Tal como
dice González, "las palabras son destinos de espera que, a su favor, siempre tienen inscripto lo
inconsumado de la realidad". Perón sufrió la pérdida de su nombre propio. Ya su nombre no le
pertenecía. Ya no alcanzaron sus astutas fintas de orador desencarnado.