Cecilia Lenardón es fotógrafa y psicoanalista. Dos ocupaciones que aparecen en principio como opuestos complementarios: de un lado están los objetos en silencio, del otro "lo que pueden las palabras". Pero hay un rasgo en común entre ambas, una especie de imposible desplegado como horizonte: "la palabra y la luz son evanescentes, se trata de captarlas en el instante en que se presentan". Los temas y los pasos de esa búsqueda pueden apreciarse en su libro Los segundos, publicado por la Editorial Municipal de Rosario.
Lenardón nació en Rosario en 1979. También incursiona en la performance, la escritura y la música experimental, en este caso a través de Escuche y repita, "dúo amateur con formato de recital de living" que comparte con el escritor Agustín González. Los segundos reúne cuarenta fotografías; es su primer libro. Pero antes de hablar al respecto se toma el tiempo para preparar unos mates, en la cocina de su casa. Pone la yerba en varias cucharadas, sacude el mate para que se asiente y le agrega un chorro de agua fría. Todavía falta un rato para que comience a cebar. Habla de algo que le gusta, el seminario La lectura en fotografía, que dicta en la Escuela Municipal Manuel Musto.
—Yo me formé en la Musto, fui alumna de Andrea Ostera y de Gabriela Muzzio —cuenta—. La escuela es encantadora, tiene mucha calidez. Pensar un seminario fue decir "yo quiero volver". Llevaba ocho años como docente en la Facultad de Psicología y sentí que no había posibilidades de innovar. Tenía que rendir el concurso para quedarme en la cátedra. Fue como si tenés una relación de muchos años de noviazgo y un día te proponen "bueno, ¿nos casamos?" Como que lo pensás de vuelta. Yo había trabajado un montón para ser docente de la facultad. Pero no quise quedarme. Y pensar en un taller para la Musto fue volver a la docencia, algo que me gusta mucho, y también una especie de trueque más interesante.
—Es lo que explico en la primera clase. Las imágenes están hechas para ser vistas. El primer contacto es esa relación perceptiva, por la cual una imagen te capta o no te capta. Acercarse con otro registro es un cambio: salir de ese contacto directo, interpretar la imagen, ver qué pensamos.
—¿La segunda mirada es entonces la que cuenta? Parece una de las cuestiones del libro...
—Renegué un poco con el título. Primero se iba a llamar "Naturalezas muertas", pero no me convencía. En un momento pensé que le iba a poner "Los silenciosos". Y después apareció Los segundos. Dudé, porque hacer una referencia al tiempo cuando se habla de fotografía es un lugar común. Pero es un título que también dice otra cosa, que es un poco engañoso. De los medios de expresión de los que se vale el arte, la fotografía es uno de los más engañosos porque es el que más se codea con la verdad. Parece ser un registro cierto de la realidad, cuando es absolutamente subjetivo. Comparte el mismo nivel de engaño que el cine. El primer acercamiento es pensar que la imagen muestra algo que es verdadero, y tiene todo el tiempo ese juego entre lo cierto y lo falso.
—¿Cómo llegaste a la fotografía?
—Nunca en mi vida había pensado que me iba a dedicar a la fotografía. Yo iba a ser psicoanalista, me imaginaba una vieja psicoanalista (risas). Pero vengo de una familia de artistas, mi hermana es artista plástica, mi vieja es escritora, el arte está ahí desde que nací y lo primero que estudié fue música, a los 12 años. Pasó que comencé a salir con un fotógrafo. A cada rato yo le decía "por qué no le sacás una foto a aquello", o "mirá que bueno". Hasta que él, con buen tino, me dijo que me pusiera a estudiar, si tanto me interesaba. Cuando tomé la cámara y la tuve entre las manos fue un primer amor. A partir de ahí encontré algo nuevo.
—En ese sentido, en el prólogo del libro hablás de tu interés por los objetos y de la mirada especial que reclaman.
—A mí los objetos me encantan, tengo una atracción muy fuerte. El tema de las naturalezas muertas, que está desde el principio en lo que hago, salió casi sin intención. Empecé por ahí, y cada vez me fui metiendo más, investigando acerca del género. Me gustan todos los elementos que participan en una naturaleza muerta, la vajilla, los alimentos, las frutas, las flores, los animales, todos los elementos de los pintores flamencos. Parece que no pasa nada en esas naturalezas muertas, es una pintura un poco estática y de hecho para el arte es un género menor. Cuando alguien tenía que iniciarse en los pinceles, era uno de los primeros géneros que abordaba, porque justamente se trataba de objetos quietos. Al leer sobre el tema empecé a jugar con la idea de la figura y del fondo, a trastocar la preponderancia que le da la naturaleza muerta al objeto. Empecé a poner fondos que ganaban cada vez más protagonismo. En El día que nunca aclara, una serie que desarrollé durante dos años, trabajé con luz de luna llena. Me iba a un terreno en Granadero Baigorria e intentaba confundir la figura y el fondo, con estatuillas de animales. El ojo se extraviaba un poco.
—¿Por qué querías fotografiar a la luz de la luna?
—La idea era fotografiar las estatuillas con una luz propia, como si alguien se internara en medio de un bosque de noche y se encontrara con esas criaturas. Hubiera sido más sencillo, como me decía Laura Glusman, hacerlo en un estudio, preparar las escenografías, y no lidiar con las inclemencias del tiempo. Tenía tres días al mes para trabajar, el día de la luna llena, el día anterior y el posterior. A veces llovía, o estaba muy nublado, y era la época de las cenizas volcánicas. Pero lo más interesante era estar ahí y aprender a ver la luz. A mí me gusta trabajar con luz natural, nunca con luz artificial. Trabajar con luz natural implica un ejercicio de la mirada, aprender a ver la luz.
—¿Cómo se desarrolla ese aprendizaje?
—Con el tiempo. Al principio uno no ve nada, como cuando está en un cuarto oscuro: al principio no distingue nada y después empieza a percibir las figuras. Con el ojo pasa así también. El trabajo con luz de luna me agudizó la mirada y me permitió ver en el tiempo. La luz de la luna es tan tenue que para que se imprima en la película tiene que pasar bastante tiempo. Uno deja abierto el bulbo una hora, una hora y media, y tiene que conjeturar —conjeturar, a prueba y error— cuánto tiempo le lleva a la película captar esa luminosidad. Esas son exploraciones que afinan el sentido. Como la escucha en análisis: tanto un analista como un fotógrafo trabajamos con materias muy sutiles. La palabra y la luz son evanescentes, están en este instante y en el siguiente ya se fueron. Es como un ejercicio de pulimiento. Cuando el paciente dijo tal palabra y la dejaste pasar, ya está, fue. Se trata de captar en el instante. Con el ojo pasa lo mismo: tenés esta luz, en este momento, y dentro de un minuto ya no está. La fotografía trabaja con lo que es inaprensible. Y con las cámaras analógicas uno no ve lo que va a salir. Yo soy la primera sorprendida cuando revelo la película, algo que está un poco a contrapelo de los favores de la tecnología. Para alguien que hace sociales la cámara digital es una bendición, porque si la novia sale con los ojos cerrados en una foto se saca otra, y otra, y otra. La cámara digital generó beneficios para ese tipo de trabajos en fotografía. Pero para mí no tiene el encanto de la analógica. No me hallo con la cámara digital. Yo trabajo con una película de 120; para copiar tengo que viajar a Buenos Aires, porque en Rosario no se puede hacer. Uso una cámara que va con trípode —no es para salir a la calle, como salía Cartier Bresson con la Leica— y tiene una definición más interesante, uno puede captar detalles con mayor precisión.
—¿Cómo empezaste Los segundos?
—Después de El día que nunca aclara me cansé un poco de pensar en las series. Había sido mucho tiempo, me había implicado una parafernalia de cosas. En el verano de 2013 hice un viaje por Bolivia y Perú. Sacaba fotos a lo que veía. En un hotelucho de La Paz me desperté una mañana a las 7, vi una luz maravillosa que entraba en la pieza y me dije "esto no me lo puedo perder". Tomé la foto de las bandejas plásticas que está en el libro; había sido mi cena de año nuevo, un arroz hervido, porque estaba descompuesta por la altura. Después, un día tormentoso en Lima, yendo en ómnibus, vi sobre un edificio una tipografía gigante que decía Field. La propaganda de unas masitas, que también fotografié y están en el libro.
—Una de las imágenes más llamativas es la que reúne a un gorrión, impuestos, diapositivas, un paquete y una libreta.
—Es una foto especial. Hice otras fotos con un pájaro, que no están en esta selección. Lo que me pasa es que las imágenes están antes de que las haga, en un punto aparecen y después yo me vuelvo a vincular con eso que aparece entre el pensamiento y la cosa visual. Una vez, entonces, pasé por un lugar donde vendían canarios. Le expliqué a la encargada que yo hacía naturalezas muertas y le pedí que, aunque le pareciera extraño, me avisara cuando se muriera un canario. Le dejé mi número y un tiempo después la señora me llamó. Justo se había muerto un canario de un color rojo incandescente. Lo fotografié sobre una página de un libro donde había imágenes de nidos. Pero me resultó que, pobre, por su plumaje quedaba muy artificial. Lo artificial tiene que ver con la idea de construcción. Trato de jugar con ese límite difuso de lo posible, de lo enigmático, que es otra palabra que ronda siempre mi trabajo; obviamente la foto es una construcción. Después salí de mi casa y me encontré con un gorrión muerto en la calle, que es el que aparece en la foto. Y durante una residencia en Funes pasó una cosa rarísima, alguien abrió una puerta y dijo "hay un pájaro muerto". Yo me hice la zonza, dije "yo lo saco" y lo guardé. Es el que está en otra foto del libro, en un mocasín.
—¿A qué refiere lo enigmático, en tu interpretación?
—Vuelvo a la idea de las naturalezas muertas. Una fotografía de dos peras, por ejemplo, parece detenerse ahí, sin decir nada más. Sin embargo son pinturas que le permiten a un espectador recrear una percepción o un pensamiento alrededor de eso que una producción mucho más directa no logra. A mí me gusta que el espectador pueda construir algo en un punto donde no se dijo todo. Es ese lugar en que la obra no se dio el gusto de decir todo y quedó un resquicio para una lectura propia del observador. Me interesa hacer ese trabajo, pensar que abro una puerta y la dejo entreabierta.