Messi es Rosario. Y Rosario es Messi. Esa identificación no es casual, sino más bien arbitraria, después de todo es el mayor embajador que tiene la ciudad en el mundo. Messi es bandera, es el barrio, es el fútbol, son los amigos y cada uno de los chicos que sueñan con ser como él y que seguramente hoy madrugarán solos para ver en acción a este astro de muy bajo perfil y de altísimo vuelo.
Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que la ciudad no se regodeaba con La Pulga como lo hace ahora. De hecho, en 2011, Messi ya era Messi y un enviado especial de BBC Mundo a Rosario destacaba que “en su pueblo natal es realmente difícil encontrar algún afiche, mural o publicidad que haga alusión al joven delantero argentino”, que iba rumbo a su tercer “The Best” otorgado por la Fifa.
Pero desde esa época hasta hoy pasaron cosas. Algo cambió. Hoy es tiempo de un agradecimiento eterno a ese hombre después de tantos sinsabores que debió soportar (porque hay que ser honestos, se lo castigó feo, se lo crucificó como si fuera el único culpable) y que se bancó como lo que es, el mejor del mundo.
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De otra galaxia y de mi barrio. Atrás un reconocimiento a Messi en un mural mientras los chicos juegan a levantar la copa.
La Copa América fue un bálsamo para curar esas heridas y además una buena oportunidad para fortalecer los lazos entre el crack y la gente que empezó a identificarse cada vez más con su figura.
Hoy el reconocimiento se nota en cada rincón de la ciudad, pero sobre todo en su zona sur natal. Ahí en cada pared pintada de celeste y blanco aparece un 10 pintado en negro; y en cada uno de los 34 murales que decoran el barrio La Bajada emerge su figura. Por donde él paso hay una huella: En su escuela Las Heras, donde en cada recreo su timidez y tranquilidad se transformó en un torbellino tras la pelota; en el club El Campito, el lugar preferido para andar en bicicleta y donde hizo sus primeros amigos jugando a la pelota, o en el club Abanderado Grandoli, que fue donde empezó a coquetear con la gloria ganando su primer torneo con el mejor equipo del mundo, el que compartía con sus amigos. Lo mismo se repite en la plaza José Hernández, a pocos pasos del colegio.
A todos los homenajes en su barrio se le suma un mural gigantesco ubicado a metros del Monumento a la Bandera, una impactante obra de amor incondicional. Y hablando de amor también hay rastros en todo el barrio Grandoli (pintado también de celeste y blanco en una fiel muestra de la argentinidad al palo) en cuyas calles Leo conoció a Antonella, con quien nunca perdió contacto y hoy forman una hermosa familia con tres hijos: Thiago, Mateo y Ciro. Pudiendo casarse en cualquier parte del globo, eligieron Rosario y la ciudad por una semana fue el epicentro del mundo.
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El más grande. A metros del Monumento, con 69 metros de alto es el homenaje de mayor dimensión en la ciudad de Rosario.
Debe ser porque Lionel Messi jamás se olvidó de sus raíces, siempre vuelve al lugar que lo vio nacer y crecer, más allá de su status de súper estrella cada vez más alto. Vuelve a sus orígenes, a su Rosario, a su barrio, a su potrero, a un Newell's que fue testigo de cómo La Pulga fabricaba sus primeras endiabladas gambetas, esas que luego asombraron al mundo.
Hoy Messi comenzará a desandar su quinto Mundial y los ojos del mundo estarán puestos en él. A la distancia Rosario estará prendida desde temprano, desde el propio amanecer de un sueño que hasta ahora resulta esquivo, pero que con Leo en cancha puede hacerse realidad. Lo único que falta es que el mago frote la lámpara, por eso, “la pelota siempre al 10”, como si fuera un mandamiento.