Tras cumplirse un año de la pandemia que cambió al mundo y aún se desconoce hasta qué punto, quedó relegado a un segundo plano otro aniversario, también terrible. Esta semana la guerra civil en Siria transita por su décimo año y pese a la relativa menor actividad bélica de los últimos meses el resultado de ese drama de la humanidad es impactante.
Según las estimaciones del Observatorio Sirio de Derechos Humanos, una ONG con base en Londres pero con buena información, los combates ya causaron 388 mil muertos, la mayoría a manos del régimen sirio encabezado por Bashar Al Assad que ahora controla la mayoría del territorio que le disputaban fuerzas rebeldes variopintas. De ese número de víctimas, la mayoría eran civiles, entre ellos 22 mil niños. Además, más de cinco millones de sirios que escaparon de la guerra se convirtieron en refugiados de países vecinos y muchos emigraron a Europa, en el mayor éxodo humano desde la Segunda Guerra Mundial. Cerca de un millón llegó a Alemania, cuyo gobierno encabezado por Angela Merkel les abrió los brazos y los recibió con generosidad, pero pagó un alto costo político que incluyó el avance de la ultraderecha que por primera vez alcanzó en la posguerra representación en el Parlamento federal (Bundestag) y también en los regionales.
El régimen sirio, con apoyo de Rusia e Irán, lucha contra grupos rebeldes que pretenden democratizar al país tras décadas de gobierno de una misma familia, los Assad, por casi medio siglo. Primero el padre Hafez Al Assad desde 1971 hasta su muerte en 2000 y ahora su hijo Bashar. Pero además, en medio del caos de la guerra civil tomaron fuerza grupos islámicos fundamentalistas, como Estado Islámico, que derivó en la proclamación de un autoproclamado califato en zonas de Irak y Siria con capital en la ciudad de Al-Raqqa, al norte de Damasco. Allí se cometieron las peores barbaridades, como la implementación de estrictas leyes religiosas, la persecución de minorías cristianas, la ejecución de musulmanes no fanatizados o “blasfemos” cuyas cabezas cortadas eran exhibidas en la plaza principal de la ciudad (hoy rebautizada Plaza del Infierno) y el asesinato de homosexuales, que eran arrojados al vacío desde edificios de varios pisos. Estado Islámico y su delirio criminal fueron aplastados en octubre de 2017 por una coalición formada por kurdos (con gran participación de mujeres) y árabes apoyados por bombardeos norteamericanos. Solo en la batalla por la liberación de la ciudad murieron 1.500 civiles. Esta semana, precisamente, la televisión alemana envió a una periodista francesa para producir un informe sobre Al-Raqqa, donde medio millón de personas tratan de reconstruir sus vidas en medio de la destrucción del 80 por ciento de las viviendas y la falta total de energía eléctrica por la demolición de la infraestructura civil. A eso se le suman las células “dormidas” del desalojado Estado Islámico que cometen atentados terroristas cada vez con mayor frecuencia. Un infierno.
¿En qué se parecen hoy Siria y la Argentina? En absolutamente nada. No son comparables bajo ningún punto de vista, solo que la tragedia que vive el pueblo sirio puede servir para mitigar a manera de consuelo los fracasos y frustraciones de nuestro país, que lo tiene todo para proyectarse hacia un futuro promisorio pero que sin embargo está sumido en un feroz enfrentamiento interno que cada día parece tornarse más violento. Ya no sólo existe la famosa grieta entre oficialistas y opositores, sino que se ha generado la “grieta de la grieta”. El kirchnerismo más ortodoxo le mete presión al presidente y a su grupo más moderado para avanzar con medidas más drásticas y el macrismo y sus socios radicales se derechizan aún más e intentan dejar de lado a sectores más dialoguistas como los que representan Horacio Larreta y María Eugenia Vidal.
Nada bueno saldrá de ese enfrentamiento. Es inviable un país dividido como la Argentina porque en cada relevo presidencial se discontinúan políticas de Estado en base a ideologías que se encuentran en las antípodas. “El mejor equipo de los últimos 50 años” que acompañó a Macri durante su gestión dejó un país endeudado, en recesión, con inflación y desocupación. Pero también el kirchnerismo, que gobernó doce años continuados, se fue con elevados niveles de pobreza, inflación y sin generar cambios sustanciales que hoy sí le están exigiendo al presidente Fernández. ¿Entonces? Para lo único que sirve esa dicotomía política es para que la sociedad se haya encolumnado en uno u otro sector sin poder admitir matices conciliadores, que ya están generando violencia. La agresión contra un llamativamente desprotegido presidente en Chubut, la represión en Formosa, gobernada por la misma persona hace un cuarto de siglo, las bolsas mortuorias colgadas en las rejas frente a la Casa Rosada son algunas señales a considerar. A eso se suman algunas situaciones particulares, como en la provincia de Santa Fe, y Rosario en particular, azotada por las balaceras entre bandas narcos y la delincuencia.
Si la derecha del macrismo lograra imponerse electoralmente en las legislativas de este año y volver al gobierno nacional dos años después encontraría una resistencia formidable en los sectores populares que socavarían cualquier proyecto neoliberal. Si en cambio el peronismo pudiese proyectar otro mandato presidencial pero cediendo a las políticas más duras del kirchnerismo, el establishment y sus socios mediáticos no lo dejarían gobernar. No hay solución posible para un tránsito calmo ante dos visiones e intereses opuestos, que se complica aún más por las internas en las dos fuerzas mayoritarias.
Si los sirios de la ciudad de Al-Raqqa viviesen en Argentina la bautizarían seguramente como el “País del Paraíso”. La dimensión de la tragedia se percibe aún más con los contrastes. La Argentina está todavía a tiempo de recuperar racionalidad en la clase dirigente y acordar un futuro esperanzador.