El 5 de marzo del 2014 escribíamos en un diario local desde el sindicato un texto titulado “Se toman cuanta licencia pueden”, recogiendo una afirmación sobre la docencia sostenida por algunos sectores sociales, que afortunadamente no son mayoría. Podríamos establecer un podio de declaraciones de ese estilo, donde participarían otras como “trabajan cuatro horas por día” y “tienen tres meses de vacaciones”. Quien no haya escuchado alguna de esas frases que levante la mano –proferidas no sólo por el público “de a pie” sino también por funcionarias y funcionarios políticos. Tales afirmaciones son más preocupantes que condenables, porque evidencian el profundo estado de ignorancia que mantienen algunos sectores de nuestra sociedad respecto de la tarea docente. También se nos dijo “vagos” y se nos acusó de aprovechar la coyuntura para no ir a trabajar durante los años de pandemia, desconociendo que el teletrabajo que nos vimos obligados a realizar era mucho más desgastante, costoso –en lo material y lo emocional– y prolongado en la jornada. Son preocupantes, insistimos, porque invisibilizan numerosos aspectos de la praxis pedagógica.
En las nuevas discusiones paritarias nos enfrentamos, una vez más, a una discusión que pareciera una maldición cíclica: la (re)implementación de un incentivo para quienes no falten, que no se llamará presentismo. Así como afirmar que las y los docentes tenemos jornadas laborales de apenas cuatro horas coloca en las sombras circunstancias tales como la necesidad de trabajar doble y hasta triple turno para componer un estipendio digno de mantener al grupo familiar a cargo, o desconoce que la labor docente no concluye cuando terminan las horas frente a curso (planificar, corregir, evaluar, capacitarse son parte del trabajo docente no remunerado); establecer la necesidad de mecanismos de control que garanticen la baja en los niveles de ausencias (es decir definir el presentismo por su negativa, sólo para no evocar su fantasma) es, ni más ni menos, sostener que las razones por las que los docentes faltan a sus trabajos pueden evitarse y que la forma de hacerlo es proporcionar un plus salarial para quienes se “porten bien” y abracen la asistencia perfecta. Por necesidad, claro está, no por aparecer en ningún cuadro de honor.
Es decir exprimir la presencialidad, la materialidad del cuerpo trabajador a niveles deshumanizantes: no importa si el agente atraviesa una enfermedad, padeció una catástrofe climática, se le presentó un imprevisto familiar o atraviesa un duelo; lo que merece premio es transitar por todas esas circunstancias sin faltar un día al trabajo. Introducir el retorno de una medida controladora y extorsiva, devenida de una estadística “a mano alzada” calculada en una planilla Excel en medio de una discusión salarial, lejos de buscar el mejoramiento de la calidad educativa, exige una determinada conducta de los trabajadores sin reparar en el análisis de las causas. El Estado nos dice “no importan tus circunstancias, lo que importa es que a fin de mes hayas cumplido con la premisa sarmientina de no abandonar el aula bajo ningún motivo”, desjerarquizando, por tanto, las vidas y las coyunturas de los profesionales de la educación que trabajan y viven por detrás de los cálculos. En definitiva estamos frente a la naturaleza neoliberal de un sistema que chantajea a sus trabajadores y les recompensa haber estado siempre, rotos pero presentes.
¿Esto quiere decir que los docentes no podemos faltar?¡No!¡Qué inhumanidad! Si el régimen de licencias es un pliego que normativiza derechos, no una dádiva o un privilegio. ¿Cómo el Estado o las patronales podrían avasallar tales conquistas laborales? Podemos faltar, sí: pero cobraremos menos. Y si no nos alcanza, lo hubiéramos pensado mejor antes de agarrarnos una neumonía o embarazarnos. Las condiciones no se modifican, se “flexibilizan” a cambio de dinero (un intercambio en el que siempre sale favorecido el empleador: gana en caso de que el trabajador resigne condiciones de trabajo o gana ahorrándose el “premio” del trabajador que no alcance la pauta).
Nos encontramos bailando la danza de un sistema educativo cada vez más desgastado y miope, que en lugar de iniciar búsquedas comprometidas y eficaces para su transformación recurre al parche mal pegado que hoy tal vez resuelve, pero mañana se despega. En lugar de preguntarse e investigar por las causales de los “altos niveles de reemplazos, que impactan consistentemente en la masa general de los salarios” (sin desgranar la cifra, claro, porque un número frío no dice nada: ¿son reemplazos por licencias administrativas, por enfermedades laborales/de otro tipo, por maternidad, por cuidado de familiares? ¿De cuántas personas hablamos y por qué causas?) el sistema se ocupa de desarrollar un mecanismo de coerción y recompensa. “Vigilar y castigar”, escribió Michel Foucault en 1975.
Si los reemplazos se deben a causas originadas dentro del mismo ámbito laboral, lo que debería hacerse es estudiar el campo e incorporar medidas que mejoren las condiciones del trabajo docente y, por transitividad, la calidad educativa.
En un artículo del diario El Litoral del 9 de enero del corriente, y a propósito de este planteo, el periodista que suscribe ensaya algunas preguntas: “¿Por qué se enferman los docentes? ¿Hay fechas específicas del año en las que las licencias se incrementan? ¿Los veteranos se enferman tanto o más que los novatos? ¿Las mujeres se enferman más que los hombres? ¿Las maestras del primario más que los profes del secundario? ¿En qué condiciones trabajan los docentes? ¿Qué medidas preventivas se toman? ¿Qué controles pueden colaborar para cuidar y no castigar a estos responsables de un espacio vital para nuestra sociedad?”. Es decir el eje del abordaje del problema puesto en la “humanidad” del trabajador docente y no en su deshumanización. Observar la tarea, acompañarla, hacer las preguntas necesarias y desarrollar las estrategias pertinentes es el trabajo que los gobiernos deberían llevar adelante en su carácter de democráticos y garantistas. En el mismo artículo periodístico, más adelante leemos: “Resulta fundamental garantizar que estaremos en pleno uso de nuestro cuerpo y mente para cuidar a quienes más queremos. De no llevar a cabo el proceso de esta manera, corremos el riesgo de no estar en condiciones de asistir y proteger. Al parecer es imprescindible poder cuidarse a sí mismo para poder seguir cuidando a quienes son valiosos para nosotros”. El texto lleva por título “Cuidar a los que cuidan”. Si son social y culturalmente reconocidas las tareas de cuidado de parte de las y los docentes, ¿bajo qué argumentos podrían sostenerse desde una lógica del descuido?
Los docentes se enferman, faltan y renuevan sus licencias porque están sobrecargados. Porque a las 44 horas cátedra que tiene un docente de escuela media –o el doble turno de una maestra de inicial o primaria– se le suman las dificultades de cuidado de la propia familia (que se multiplican si se trata de mujeres), la monoparentalidad, la inseguridad que reina en las calles entre que corre de una escuela a otra y se empuja un sándwich con un trago de gaseosa en la parada del colectivo porque los horarios escolares, muchas veces, no contemplan el almuerzo digno. Ni hablar de la carencia del tiempo libre, necesario y reparador, que aporta al deterioro de la salud a largo plazo, así como las horas de sueño insuficientes.
No queremos que inventen un premio ni que escriban gestas épicas sobre nuestro trabajo. El “malestar docente” existe y hay que reconocerlo. Necesitamos gobiernos que se pregunten por las causas y no que estén preocupados en optimizar los resultados. Hacen falta políticas “del cuidado”. En los protocolos internacionales de salud se empieza a hablar de “burnout docente” y aquí estamos regresando, como en un bucle de la ciencia ficción, a proponer el presentismo como la solución para gran parte de los problemas educativos.
Son necesarias las instancias de debate y diálogo profundos, de consensos y transformaciones, donde lo importante sea el apuntalamiento de la arquitectura de un sistema educativo cada vez más apoyado en la tarea artesanal de maestras y maestros, a los que paradójicamente se descuida para alcanzar una meta que es cada vez más lejana.
Cómo decíamos en el 2014, no es posible un mundo justo sin educación y sin escuelas. Tampoco sin los docentes que ponen la ciencia, el cuerpo y el alma todos los días.