Las mujeres abortamos. Lo hacíamos antes de que el proyecto de legalización de la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) ingresara a la agenda del debate parlamentario. Lo hacemos desde hace siglos en todas partes y con distintos métodos. Lo hacíamos antes de que la palabra aborto estuviera presente en todos los canales de televisión, radios, diarios, portales y revistas, antes de que fuera "Trending Topic" en todas las redes sociales. Y lo hacíamos, claro, antes de que 38 senadorxs decidieran en la fría madrugada del 9 de agosto, ante esa multitud teñida de verde y violeta, darle a las mujeres argentinas como única respuesta una negativa rotunda atada a un pensamiento retrógrado sobre las configuraciones sociales y la asignación de roles. Nada más alejado del clima de época y del pensamiento colectivo de un sector mayoritario de la sociedad, pero fundamentalmente apartados de la convicción de poder avanzar en una política de salud pública con ampliación de derechos y de estricta justicia social.
Antes de que 38 señores y señoras que expresaron un pensamiento vinculado a siglos pasados se adueñaran momentáneamente del destino que las leyes proyectan para la ciudadanía, las mujeres abortábamos y después vamos a abortar igual. Y esta es la realidad que quisimos cambiar, que logramos discutir y que hoy tenemos que seguir sufriendo la negativa de la sanción del proyecto: más muertes vinculadas a procedimientos por abortos inseguros y clandestinos, como el de Liz en las últimas horas.
Abortamos, lo hacíamos y lo haremos en respetuoso cumplimiento de lo señalado en la interpretación vigente sobre el artículo 86 del Código Penal argentino, el tan mencionado "Fallo FAL" del año 2012 a través del cual la Corte Suprema de Justicia de la Nación indicó la forma correcta en la cual debe interpretarse esta normativa, garantizando sin obstáculos el acceso a los servicios médicos para una interrupción voluntaria del embarazo en los casos de violación o cuando se presenten riesgos para la vida o salud de la persona gestante.
Tan solo nueve provincias desarrollaron los protocolos correspondientes para transitar el camino señalado por la Corte —aun con realidades desiguales al interior de cada una de ellas—. Fue justamente en los márgenes de las instituciones donde la práctica del aborto comenzó a tornarse una realidad accesible para una parte importante de quienes decidían hacerlo.
Vehiculizada por la organización feminista, la práctica del aborto medicamentoso y ambulatorio —que es recomendado por la Organización Mundial de la Salud y presenta más del 90 por ciento de seguridad y efectividad— comenzó a formar parte del repertorio de opciones con las cuales cuenta una persona gestante que se encuentra con la realidad de un embarazo no deseado. Primero a través del manual que compilaron las Lesbianas y Feministas por la Descriminalización del Aborto, y después por acción en todo el país de las Socorristas en Red y Consejerías Feministas; el aborto con misoprostol se posicionó como respuesta de las mujeres que deciden gobernar sus propios proyectos de vida y construir una maternidad deseada ante un Estado que elige ignorarlas.
En las ciudades más amigables esta práctica es una opción más en los centros de salud pública. Fue centralmente la propia organización popular feminista la que señaló el camino de una política de salud pública fácilmente realizable. Una práctica colectiva que avanzó aún frente al monopolio farmacéutico que impone costos altísimos para el acceso a este fármaco. Y que torna indispensable que el Estado regule las acciones necesarias para que sus laboratorios lo produzcan, como ya comenzó a ocurrir en la provincia de Santa Fe.
Antes que la oleada feminista sacudiera nuestra geografía las mujeres abortábamos y lo vamos a seguir haciendo. Lo hacíamos y lo haremos en el estricto y orgulloso respeto de nuestra convicción de ser soberanas de nuestros cuerpos y en la decisión de construir una sociedad, futura pero cercana, donde la libertad y la igualdad de derechos sean la norma, donde el acto de decidir sea un considerado un derecho y el Estado se ocupe de garantizarlo. Porque ese es el sueño que convocó a millones, que llamó a las jóvenes generaciones a las calles a construir su destino, que escribió una agenda de demandas y reivindicaciones con tinta verde/violeta que hoy leen todes, y que sobre todo nos mostró que desobedecer los mandatos que injustamente pretenden someternos es también un camino de amor, de libertad, de igualdad.