
Después de los muros
La puerta de hierro se cierra y atrás no queda nada. El penal de máxima seguridad de San Miguel tiene 12 pabellones y aloja a 400 presos. Al entrar sólo se ven paredes y alambres serpentinas que rodean todo el predio. A los costados de los largos pasillos están los portones de hierro herméticos. Detrás de ellos viven los presos.
Luego de atravesar un pasillo penoso se encuentra el pabellón número 8. Es el de Los Espartanos o Esparta como también lo llaman, porque realmente es otro mundo. Cuando el guardiacárcel abre la pesada puerta otra realidad se aparece. Las paredes son amarillas y naranjas y contrastan, de manera inevitable, con el gris del penal. ¿Las rejas? Celestes como el cielo. Y los muros pintados con los colores del equipo que permiten disimular el encierro.
Ellos hicieron todo esto. Con convicción y paciencia construyeron algo que se parece mucho más al lugar en el que sueñan vivir. Y no sólo eso. También pactaron una serie de reglas para la convivencia que son las mismas que se respetan en la cancha. El que no las cumple se va.
Irse implica caer en otro pabellón, muy distinto a éste donde ya no existen la tensión permanente porque les roban lo poco que tienen, los violan o los matan.
El pabellón de Los Espartanos es “el paraíso” para los internos. Acá viven con reglas que, incluso, jamás tuvieron en su vida. De hecho llaman poderosamente la atención la prolijidad, la limpieza y el orden de las celdas. Además, los viernes preparan una ronda con bancos para recibir a la gente que viene de afuera para estar con ellos un rato. No son familiares. Son personas que quieren acompañarlos. Con ellos pasan las cuentas del rosario. Porque además del rugby estos internos tienen otra fortaleza, la oración.
El de ese encuentro semanal es un momento especial donde se permiten compartir sus pesares, donde piden a Dios que les dé templanza y coraje para esperar los años que le quedan a cada uno para obtener la libertad.
Es un espacio místico. El aire se transforma, la vulnerabilidad muestra su cara más dolorosa, se comparten lágrimas, mates y abrazos al son del Ave María. La oración los une, como en un scrum, y después de ese momento todos se sienten más animados para seguir.
La mayoría de Los Espartanos transitó por diferentes penales. Conocen las entrañas de la cárcel y ninguno quiere volver a pasar por eso. Pertenecer al equipo de rugby es una especie de salvación, aunque sigan en el penal.
Conmueve verlos reconocer sus culpa con inmenso pesar. La mayoría carga con un homicidio al menos o robo calificado.
Intramuros añoran volver con sus familias, quieren ver a sus hijos y darles algo más, algo mejor.
Mientras la espera se matiza, llega el día más deseado del mes, ese en el que salen para jugar. Antes avisan a sus familias para que puedan ir a verlos. Se levantan más temprano que nunca. Ya tienen la indumentaria preparada y los botines lustrados. Entonces se cambian y empieza la concentración. Se dan valor unos a otros: “Dale que vos podés”, “pasámela cuando me veas”, “¡vamos a ganar!” son algunas de las frases que se escuchan antes de salir.
Los trasladan dos camionetas del penal con varios guardias. Ahora ya no viajan esposados como antes, porque demostraron con su buena conducta que se puede confiar en ellos.
Al llegar al club tienen un tiempo para estar con sus familias, una ceremonia que se torna única. Muchos parientes no se atreven a ir a visitarlos a la cárcel, pero son felices acompañándolos en el partido de rugby.
Cuando están listos se lanzan a la cancha con toda la fuerza y la energía acumulada. El objetivo, como en todo juego, es ganar. El tercer tiempo es otra caricia porque pueden estar un ratito más con sus seres queridos hasta que llega la despedida.

El capitán
“Nunca me imaginé que sería capitán de un equipo y menos de rugby porque ni si quiera sabía de qué se trataba este deporte”. Así arranca el relato el capitán del equipo, un chico de 23 años, no muy alto pero musculoso y fuerte que estaba en otro pabellón del mismo penal y pidió permiso para salir a correr.
Pasaba por la cancha y veía a Los Espartanos en el entrenamiento, pero como es tímido no se acercó hasta que uno de los jugadores lo invitó a participar. “Yo no sé lo que es el rugby, pero puedo aprender”, dijo el muchacho, que tiempo después fue elegido por sus compañeros para ser el alma máter del equipo.
Y aunque el logro le deja satisfacciones viene acompañado de más responsabilidades. “Como capitán tengo que lavar a mano las 27 camisetas después del entrenamiento”, cuenta entre risas, porque parece que ese es un deber impuesto a quien hace cabeza. “A veces no me sale la mugre y me enojo”.
De pronto, el pibe que carga con una condena por robo calificado y lesiones graves se pone serio. “¿Te digo la verdad? Creo que si hubiera aprendido rugby de chiquito, hubiera encontrado mucho valor a la vida y hoy no estaría acá en la cárcel”.
“El rugby, los entrenadores, los compañeros y el rosario, todo esto te cambia. Mis pensamientos son otros, no tengo rencores, aprendí a perdonar, a tener un porqué para levantarme cada día, a ser humilde, a mirar a mis compañeros y acercarme si veo a alguno que se bajoneó o que está triste. Hoy sé disfrutar del juego y siempre voy a estar agradecido a los chicos que me permitieron jugar y que me eligieron capitán”.
Su tarea no es sencilla porque es quien, además de dar ánimo, enseña a jugar a los presos que se van sumando a Los Espartanos.
Sabe que el aprendizaje pasa por cada uno y que lleva su tiempo, pero no se desanima porque a él también le tuvieron paciencia. “Es cuestión de dar oportunidades”, dice, al tiempo que cuenta que lo que más le cuesta es que le hagan caso al principio.
“En general uno es rebelde y más en la cárcel. Yo acá les tengo que pedir a los chicos que hagan lo que les digo, cuando ni siquiera lo hicieron con sus padres. No es fácil, pero se va logrando”.
“Muchas veces cuando hablo con ellos les digo que tenemos que cambiar porque le hicimos mal a nuestra familia. Ellos sufren la condena con nosotros y tenemos que tratar de ser mejores personas cuando salgamos a la calle”.
La historia del capitán se parece a muchas de las que se oyen en el penal, aunque es joven ya lleva nueve años de cárcel. Empezó a delinquir con apenas nueve años. Sus padres se separaron en aquel momento y él quedó a cargo de su papá, que trabajaba muchas horas al día. Solo y sin control empezó a estar fuera de su casa con un grupo de chicos del barrio. “Yo pensaba que hacer lo que hacían ellos era lo correcto, así empecé a robar. Necesitaba de alguien que me enseñara, pero mi papá no estaba porque trabajaba mucho. A los 15 dejé la escuela y me junté con gente mala. Lamentablemente hice sufrir mucho a mi papá. En vez de seguir su camino, como estaba enojado con él me dejé llevar por esas malas personas y le rompí el corazón”, se lamenta mientras suspira.
“Cuando estás privado de tu libertad la cabeza enloquece y se te vienen pensamientos de que la vida no tiene sentido y te querés matar. Pero entonces me acordaba de la frase de mi papá, que me repetía: «El que se saca la vida es un cobarde porque no tiene la fortaleza de batallar la vida que le toca». Por eso no lo hacía, pero lo pensé muchas veces. En otros penales vi personas que se ahorcaron, otros que mataban y eso te deja mal psicológicamente. Acá eso no pasa”.
Lleva dos años en este penal y viene de cárceles donde fue testigo de cosas tremendas. “Estuve en la droga y me choqué muchas veces contra un paredón, era muy rebelde y con eso sólo hacía sufrir más a mi viejo. Hoy tengo una hija de dos años y mi señora. Añoro estar con ellos y pido a Dios que me dé la oportunidad de hacerlos felices, de compartir un plato de comida y de no volver a cometer los errores que hice en mi vida. Si de hay algo que estoy seguro es de que estoy arrepentido de todas las cosas malas que hice...”.
Le quedan años de encierro pero no se lamenta por lo que falta. Dice que tiene mucho que aprender. Ahora está terminando el secundario y ya hizo un curso para ser electricista matriculado. Su papá ya lo fue a visitar a la cárcel. El capitán cuenta feliz que logró arrancarle varias sonrisas cuando lo invitó a la cancha a verlo jugar. “Eso es lo que más me llena el corazón: ver sonreír a quien tanto hice sufrir”. Minutos después pide permiso para salir corriendo hasta su celda para ponerse la casaca que tanto le costó conseguir.
Los entrenamientos y los partidos son oportunidades para aprender, para reforzar lo que piensan sobre el pasado, pero sobre todo sobre el futuro, para reflexionar e incorporar el espíritu solidario y de equipo que la mayoría jamás conoció.
Es cierto que esos momentos terminan y que volver al penal o la celda es una realidad que no pueden esquivar por ahora, pero el regreso nunca es con pena sino con entusiasmo. Los Espartanos son un equipo que quiere volver a la cancha una y otra vez a buscar la adrenalina que da la competencia, el valor que ofrece el trabajo en equipo, y por supuesto, experimentar al menos por un rato la libertad.
