Desde las Dos palabras con el que abre su primer libro En la zona, en 1960, cuando tenía veinte años (¡veinte años!) Saer se propone reunir dos universos y tradiciones literarias que hasta ese momento parecían antitéticos, según se las había presentado desde las revistas Sur y Contorno: los de Borges y Arlt. Pero a eso, que significaba ya una enorme novedad, Saer le suma un interés insólito en la mayoría de los narradores de esa época: el que tenía por los poetas. Y entre todos los poetas, por Juan L. Ortiz. Y además, su interés (que es el mismo de uno de sus personajes de ese primer libro) por escribir “la historia de una ciudad. No de un país, ni de una provincia: de una región a lo sumo”. La ciudad es Santa Fe, a la que se nombra en toda su obra como “la ciudad”, y la conformación de la región supone extensiones hacia Colastiné, Rincón y Rosario. Es interesante ver también que ese primer libro incluye muchos relatos cortos, o cuentos, un poema y una nouvelle, que serán formas preponderantes de su experimentación con los géneros.
—Beatriz Sarlo en Zona Saer cuenta que Saer tenía un núcleo de críticos reducido donde estaban María Teresa Gramuglio, ella misma y tu padre. En general, mucha gente de la provincia de Santa Fe...
—Entre Rosario y Santa Fe se arma, entre mediados de los años 50 y fines de los 60, un grupo bastante informal de poetas, críticos literarios, profesores de literatura y de filosofía, cineastas. Saer comienza a viajar de Santa Fe a Rosario, toma algunos cursos en la Facultad de Filosofía y Letras, donde conoce a Prieto, a Gramuglio y a Nicolás Rosa. Y también frecuenta el circuito de bares y cantinas próximos a la Facultad, donde consolida una relación de amistad literaria y personal con algunos de nuestros poetas y narradores, como Aldo Oliva, Quita (Noermí) Ulla, el Negro (Rafael) Ielpi, a los que se suman algunos otros santafesinos, que también van y vienen, como Hugo Gola, Jorge Conti, Rubén Sevlever. También anda dando vueltas Hugo Padeletti. Este es un episodio muy importante de la historia cultural de nuestra ciudad y de nuestra provincia, que está parcialmente estudiado y contado en el nuevo libro de Sarlo, en un trabajo de Miguel Dalmaroni, y también en los ensayos biográficos de Nora Avaro y Judith Podlubne sobre Prieto y Gramuglio que publicó la Editorial Municipal de Rosario. La relación con Sarlo es posterior, propiciada por una reseña que ella publica en la revista Los libros sobre El limonero real en 1976. En todo caso, lo que importa es que los tres (y Nicolás Rosa también) perciben muy inmediatamente en Saer a un gran escritor. Prieto, de hecho, le sugiere que abandone su afán universitario y se vuelque de lleno a los libros (no parece, visto en perspectiva, que Saer necesitara tal consejo). Y Saer, por su parte, se siente respaldado por esas lecturas críticas de alta escuela, formales o informales, inmediatas a la publicación de sus primeros libros.
—Borges y la Argentina inevitablemente aparecen. En una parte dice: “Creo que escribo contra Borges en la medida en que su influencia ha sido para mí tan grande…”. Y en una entrevista, decía que al escritor que se admira hay que negarlo. ¿Cuál era su relación con Borges y la Argentina?
—Creo que ahora podemos leer a Borges como un clásico. Como leemos a Sarmiento, a José Hernández o Arlt. Con admiración y con distancia. Pero cuando Saer empieza a escribir, a fines de los 50 y principios de los 60, la figura de Borges era preponderante. Borges, hablando en nombre de la generación martinfierrista, dijo de Lugones: “Teníamos el deber de ser otros”. Saer tenía, en relación con Borges, ese mismo deber. Y en cuanto a la Argentina: tuve la oportunidad de leer varias de las cartas que Saer escribe a su madre y sus hermanas desde que se va a París en 1968 (por seis meses, con una beca del gobierno francés) hasta 1978, cuando se pone, según me cuenta su hermana Mabel, un teléfono, deja de escribirles cartas y las llama todos los domingos. En esas cartas, durante los extensos primeros años, Saer vive muy intensamente la vida no sólo del país, sino de la comarca y aun de la familia. Pregunta por los amigos, por los parientes, con mucho detalle. Hace bromas sobre la vida política de acá. Viaja a Estrasburgo, conoce el río Rin y, al lado del Paraná, le parece una porquería. Y siempre está pensando en volver. En comprar la casa de Colastiné donde había vivido con su primera mujer. Lo escuché varias veces, en Francia, hablar en francés. Su segunda mujer es francesa, sus hijos nacieron en Francia. Pero hablaba el francés con un acento muy marcado. Siempre me pareció que exageraba la marcación. Para que se notara que no era de ahí.
—Piglia en Las tres vanguardias escribe que “el proyecto global de Saer debe ser visto como el de un narrador que intenta construir una novela en movimiento… Uno puede imaginar que su proyecto es construir, al final, con todos los libros, una sola historia que terminará por imbricar al conjunto de las narraciones”. Y en estas entrevistas hay afirmaciones de otro tenor: “Toda mi obra es una especie de móvil en el que cada pieza que se agrega modifica al resto y cada pieza funciona como una digresión”. ¿Con cuál afirmación te quedás?
—Con la de Saer, por supuesto. El suyo no es un programa realista del siglo XIX y no tiene por lo tanto esa ambición de totalidad que tuvieron las obras de Balzac, de Zola y, en la Argentina, pero ya en el siglo XX, de Manuel Gálvez o de David Viñas. “Yo también soñé —decía Gálvez— con describir, a volumen por año, la sociedad argentina de mi tiempo”. Ese no es el sueño de Saer. El realismo para Saer no es un sueño: es un fantasma que lo acecha y condiciona. Y la aparición de un “elenco estable” de personajes en sus relatos o poemas y las proyecciones o antecedentes de sus acciones no esperan de ningún modo ese final estático (aunque lo llame “en movimiento”) que imagina Piglia, ni que al final funcionen todos de manera solidaria dándole al conjunto carácter de completud. Son, por el contrario, manifestaciones impregnadas de las precauciones filosóficas y antropológicas del autor hacia una versión totalizante del mundo, la realidad y la memoria. En Cicatrices, el juez Ernesto López Garay le pide al reo, Luis Fiore, que dé cuenta de los hechos acerca del asesinato de su mujer y Fiore, antes de tirarse por una de las ventanas de Tribunales, le dice al juez: “Los pedazos no se pueden juntar”.
—Al leer el conjunto de las entrevistas, ¿qué fue lo que más te sorprendió?
—Lo que señalan muchos de sus entrevistadores: su afán por hablar de los asuntos que le interesan y de hacerlo del modo más preciso posible. Una de las entrevistas, que le hace Guillermo Saavedra, es utilizada como bibliografía en muchos de los estudios sobre su literatura, porque allí explica, mejor que en sus ensayos, cómo es el cruce de géneros que hay en su obra, la relación que existe entre poesía y relato, su ambición por obtener en la poesía el más alto grado de distribución (que es algo propio de la prosa) y en la prosa el más alto grado de condensación (que es propio de la poesía). Y una especie de “confesión”, conmovedora para mí, porque también habla de su humildad, que hace al final de una entrevista a Hinde Pomeraniec: “Me gustaría ocupar un lugar, pequeño aunque sea, en la literatura argentina. Me gustaría formar parte de la literatura argentina”. La entrevista es de 1993. Ya había escrito y publicado casi lo mejor de su obra extraordinaria.
—Como poeta y como crítico, ¿qué lugar ocupa Saer dentro de la poesía argentina?
—Ezra Pound decía que los antecedentes de la poesía de principios del siglo XX, la de las primeras vanguardias, había que buscarlos menos en los poetas del siglo XIX que en sus grandes narradores: en Flaubert, en Stendhal. Siguiendo esa tan creativa y original línea de pensamiento, hay que pensar que la mejor poesía que se escribe en la Argentina desde los años 80 en adelante tiene como uno de sus antecedentes inevitables a Saer. Al narrador y al poeta. A mí me gustan mucho los poemas de Saer. Tal vez los poemas narrativos y, dentro de los narrativos, los biográficos, dedicados a Aldo Oliva, Cervantes, Li Po, Rubén Dario, Dylan Thomas, Rimbaud (“el pibe de Charleville, por ejemplo, se las tomó”) sean su marca de agua. Pero también dentro de sus poemas más apegados a las convenciones del género, hay muchos muy buenos. Y la cantidad de buenos, teniendo en cuenta que publicó un solo libro de poemas, es abrumadora. De uno de ellos, saco un verso que uso siempre como talismán: “No tengo paz y estoy contento”.
—Por último, ¿cuál fue su mayor aporte?
—En una literatura, el tamaño de los aportes de un escritor, o de una obra, debe medirse por el tamaño de los problemas que genera a la tradición y al futuro. Y Saer desde hace cincuenta años, genera problemas en la literatura argentina. Es posible o, para decirlo más afirmativamente, yo creo que el mayor escritor argentino contemporáneo es César Aira, a quien también acechan y condicionan los fantasmas del realismo. Y el único problema que tiene Aira es Saer. Ni Manuel Puig ni Osvaldo Lamborghini son un problema para Aira: por eso les ha dedicado ensayos tan espléndidos. El que escribió sobre Saer, en cambio, es todo un síntoma de esos problemas. Un conjunto de textos (pero podemos precisar un corte: Sombras sobre vidrio esmerilado, Cicatrices, El limonero real, La mayor, A medio borrar, Nadie nada nunca, Glosa, y aun un texto que creo menor en relación a los otros, como Lo imborrable) que ponen un piso demasiado alto a lo que podríamos llamar la literatura de la percepción y la narración del presente.
Saer por Saer
• “Creo que soy un escritor poco leído, quizás mis libros son un poco difíciles, no soy el único además…”.
• “Tengo un grupo de lectores muy fieles en la Argentina y en otros países latinoamericanos porque mis libros se difunden, se comentan”.
• “Creo que, más que objetivismo, hay en mi obra una influencia de la novela negra, especialmente en Cicatrices”.
• “El entenado es mi libro más personal. Aunque el que se acerca más a mi sensibilidad estética es Nadie nada nunca”.
• “Estoy casi convencido de que todo buen escritor es vanguardista, en la medida en que trata de presentar una visión del mundo inédita”.
• “El objetivo de un escritor no es preservar la lengua oral, sino crear un lenguaje propio, que en mi caso siempre se nutrió de la lengua oral. Y creo, además, que para una especie de identidad de la literatura argentina es muy importante. Casi podríamos decir que toda la literatura argentina es una lucha denodada por adquirir una especie de homologación entre la lengua literaria y la lengua hablada”.