En ese lapso, a Pacha, de acuerdo a su relato, le escondieron las cartas de su primer novio, quien incluso le había pedido casamiento, y la convencieron de solicitar admisión a la Obra como mucama, porque le decían que era "el mejor lugar para santificarse en el mundo".
Además, en esos años escuchó más de una vez que su trabajo era "un felpudo para que los demás pisen blando" y la persuadieron de usar en los muslos, cada día y por dos horas, las cadenas de hierro con puntas (cilicio) hasta quedar renga en más de una oportunidad. Una práctica que, según dice, "continúa" dentro de la institución aunque parezca un tormento medieval o de ficción.
Esta mujer, actualmente sin pareja, limpia casas y residencias universitarias pero por su cuenta y en Buenos Aires.
Es muy lectora. "Leo todo lo que el Opus no me dejó leer", se ríe. Está terminando el secundario, se tiñe el pelo de rubio y sueña con ser enfermera y ponerse una pollería o rotisería con platos con pollo.
"Es que el pollo deshuesado y relleno es de las cosas que mejor aprendí a cocinar, además del chajá: me salen riquísimos", dice.
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Mientras habla y cuenta, Pacha no deja de reír. Dice que el Opus no pudo con su alegría y que a las mujeres que aún están en la institución, viviendo el "castigo" que ella vivió, les diría que afuera hay una vida "real y mejor". Que ella y sus compañeras pueden ayudarlas.
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De Pueblo Esther a Rosario
"Desde mis 9 años juntaba lechuga y espinaca en el campo. Eramos ocho hermanos de una familia pobre, todos ayudábamos en casa. Solo había cursado hasta tercer grado, vivíamos en una casa sin luz eléctrica así que en la adolescencia solo soñaba con irme a un lugar donde pasara algo más. Terminé trabajando, en la casa de una agregada del Opus y de allí pasé a la casa de una pareja de supernumerarios con muchos chicos".
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El caserón de dos plantas donde trabajó Pacha, casi como si fuera Cenicienta, estaba ubicada en pleno centro de Rosario. Pero esto no fue un cuento. Su labor se extendía de lunes a sábado por la tarde.
"Me iba a una casa de una hermana en barrio Las Flores, y volvía el domingo a la noche o lunes bien temprano. Y los jueves asistía a clases en Beldar, un instituto pequeño donde me enseñaban a cocinar", recuerda la mujer, que de ahora en más se referirá a esos patrones como "los señores".
El trabajo doméstico comenzaba para ella a las 7 y duraba todo el día. "Les hacía las tostadas con manteca y dulce de leche, más chocolatada a los chicos grandes y a los señores porque se iban primero; luego me ponía a hacer todas las camas, a limpiar y a cuidar a los más chiquitos, entretenerlos: los quería mucho, eran como mis hermanitos, yo tenía la misma edad que la nena más grande".
El trato de "la señora" con Pacha siempre fue cordial. "Me enseñó cosas de la casa y cuando no estaba en actividades sociales trabajaba a la par mía. El señor en cambio nunca se dirigía a mí, ni me miraba. Y si por él hubiera sido, debía usar uniforme, pero la señora no le daba importancia a eso".
Pacha dormía en un cuartito con baño en la terraza, comía con la familia pero no compartía vacaciones.
"Una vez se fueron a Brasil y me quedé sola en la casa. Ahora lo pienso y digo, cuánta responsabilidad: era una nena", sostiene la mujer que aún hoy no conoce el mar y a la que le pagaban por mes "bastante poco".
A manera ilustrativa dice que con lo que cobraba podría comprarse apenas un buzo de algodón con capucha por mes. "No tenía mucho en qué gastar, no me compraban ropa, usaba cosas de las nenas, la más grande tenía mi edad. Pero tampoco me podían pasar demasiadas cosas porque eran muchos hermanitos y compartían entre sí y yo si podía, prefería mandarles cosas a mis hermanos. Eso sí una vez, para cuando tomé la comunión la señora me compró una camisa blanca".
Pacha de camino a lo de su hermana conoció un chico, un adolescente tres años mayor que ella, quien trabajaba de ayudante de un encargado de un edificio. Se miraron, charlaron y comenzaron un "cándido noviazgo" .
Vóley, cartas, cilicio y huida
Pero la vida de doméstica en el familión de Rosario y su primer amor dieron un vuelco cuando en una oportunidad fue a un encuentro deportivo con otras jovencitas en el ya cerrado Instituto de Capacitación Integral de Estudios Domésticos (Icied), en Bella Vista, Buenos Aires.
"Me gustaba jugar al vóley y viajé allí. Vi que las chicas en el Icied cursaban el colegio hasta tercer año y al volver a Rosario le dije a la señora que quería ir a esa escuela".
El problema es que Pacha no tenía terminado el primario pero "la señora" para la que trabajaba le encontró la vuelta.
"Me tomaron un examen en una escuela en calle Salta, no recuerdo ni cómo se llamaba. Fue algo muy sencillo, me dieron el certificado de la primaria, llena de ilusiones e ingenuidad: hasta allí no tenía conocimiento alguno de lo que era el Opus Dei, creo que si se me abría en ese momento, a mis 16 años, una posibilidad similar en una Iglesia Evangélica o con los Testigos de Jehová hubiese sido lo mismo, lo que muestra qué vulnerables éramos las chicas como yo", piensa.
En el Icied la rutina era levantarse temprano para la oración, la misa y el desayuno y trabajar.
"Rotábamos por las secciones. Pasábamos por pastelería, limpieza, cocina y luego teníamos clases de biología, matemática, lengua. Y solo veíamos media hora de tele: ni noticieros ni otra cosa que no fuera «Anne de los tejados verdes», una novela de una niña huérfana pelirroja", dice la mujer que recuerda haberle escrito muchas cartas a su novio, pero extrañada y dolida de que él no le contestara, a los 17 años pidió la admisión al Opus (trámite que consiste en solicitar por carta al Prelado en Roma, en ingreso a la institución, y que en su rango de numeraria auxiliar implica comprometerse a la castidad, la obediencia y la humildad).
"Siendo ya parte de la Obra la directora me entregó unas cartas abiertas, todo lo que nos escribían o escribíamos era leído allí. Eran de mi novio, nunca me las habían entregado. En la última me proponía matrimonio y me mandaba una cadenita dorada con un dije con forma de corazón", cuenta Pacha antes de aclarar que a ese muchacho lo vio años después con su propia familia, pero no se animó a contarle esta "triste historia".
Se escapó varias veces pero la fueron a buscar. En esos años conoció los auto tormentos con cilicio y sogas (especies de latigazos en la espalda, una vez a la semana), naturalizados en el alumnado del Icier, entre las numerarias auxiliares y numerarios y numerarias de la Obra.
"Yo soga nunca usé, en las reuniones y en la confesión mentía. Sí usaba cilicio, quedaba renga cada vez del dolor y ese era el objetivo, pensar nada mas en lo que entregábamos, en la santidad mientras las púas se te clavaban en el traste, y te lastimaban", dice la mujer.
Pasó a la residencia de Recoleta donde debía rendir fidelidad, una especie de rito de renovación de votos con anillo y todo. Pero "por suerte", dice hoy, tuvo un problema ginecológico de salud para el que necesitaba una cirugía con anestesia general. el comienzo de su huída.
"No me creían y nadie me acompañó", recuerda. "Cuando desperté tras salir del quirófano, estaba la subdirectora de la residencia al lado de la cama. Vomité, ni me asistió. Ese día decidí irme definitivamente. Me fugué durante una cena. Dejé una carta bajo la almohada diciendo que no me buscaran ni molestaran a mi madre. Después me enteré que atosigaban a mis amigas pidiendo información mía. Me fui sin un peso, con ayuda de una amiga que no era de la Obra y quien me alquiló una pensión en Once. Por primera vez me sentí libre, era una criatura que no conocía nada del mundo. ¿Sexualidad? Nada, no sabíamos nada; nos decían que los hombres no nacían para las numerarias auxiliares".
Con esa inexperiencia a cuestas conoció a un hombre con quien a los tres años tuvo a su primer hijo. Se separó. Años después hizo otra pareja, y tuvo a su segundo hijo.
Hoy es madres de dos varones de 19 y 15 años. Siguió trabajando en limpieza, llegó a jacer el aseo de 17 residencias universitarias por mes para subsistir y alguna vez la contrataron en blanco.
"Fue en lo único que me eduqué en la adolescencia", afirma la mujer que ahora es alumna de nivel secundario y no sabe qué pasará cuando llegue a edad de jubilarse. Tampoco sabe si el Opus reconocerá el trato de servidumbre que ejerció con ella tanto como las 42 ex numerarias como ella que se unieron en un reclamo, "y las que seguramente siguen padeciendo esto dentro de la Obra", señala Pacha quien sigue rezando cuando se va a dormir y cuando se levanta. Ya sin martirios, agradece.