En el frente del centro cultural Roberto Fontanarrosa, una placa advierte que en sus instalaciones funcionó en 1984 la Comisión Nacional de Desaparición de Personas, un símbolo de la lucha por los derechos humanos en la Argentina. Amén de su relevancia histórica y social en la transición democrática, la Municipalidad incluyó este recordatorio en el marco del programa de señalética “porque muy pocos rosarinos saben que ahí se reunió la delegación de la Conadep”, explica Alicia Gutiérrez, directora de Derechos Humanos y Memoria del municipio. A 38 años, los únicos integrantes que se encuentran vivos, los abogados Olga Cabrera Hansen y Ricardo Pegoraro, cuentan cómo fue el capítulo local de la Comisión que elaboró el Nunca Más, material que sirvió de base para las causas en las que resultaron condenados los genocidas. Procesos todavía en curso ya que no todos los hechos han sido juzgados, además de que los delitos de lesa humanidad son imprescriptibles.
El 15 de diciembre de 1983 el recién asumido presidente Raúl Alfonsín dictó el decreto Nº 187, que encargaba a un equipo de personalidades, encabezado por el escritor Ernesto Sábato, una investigación especial sobre los crímenes cometidos en la última dictadura. Dirigentes políticos y organismos de la ciudad y la provincia impulsaban que se formara una Conadep santafesina, “ya que nuestra zona había sido escenario de una gran represión”, recuerda Pegoraro, de 73 años, entonces militante de la Juventud Comunista. “Después de mucho insistir, de reuniones que tuvimos con Sábato y Graciela Fernández Meijide, logramos que se creara la filial a través de una resolución del 8 de mayo de 1984”, precisa. La delegación presidida por Manuel Blando estaba dividida en zona norte y sur, con sedes en Santa Fe y Rosario respectivamente. Su composición fue diversa y amplia.
En Buenos Aires había ya un aluvión de declaraciones de familiares y víctimas del terrorismo de Estado cuando en Rosario se constituyó la Comisión el 1º de julio de 1984, aunque tomaron posesión de las oficinas del entonces centro cultural Bernardino Rivadavia recién el 20 de julio. En dos meses de trabajo a destajo (el informe final de 14 páginas se entregó en septiembre) trazaron un mapa del plan sistemático del gobierno de facto en la región que hubiera sido imposible realizar en tan corto tiempo sin la labor previa de organismos de derechos humanos, que venían recopilando testimonios de los secuestros, las desapariciones y las torturas cometidas en los centros clandestinos de detención, entre otros delitos. El dilema era dónde reunirse ya que no querían hacerlo en una casa particular o en una organización civil, así que pensaron en pedirle a la Municipalidad el edificio de San Juan y San Martín. Se trataba de una dependencia oficial, conocida y estratégicamente ubicada, que había sido erigida poco tiempo atrás como centro de prensa del Mundial 78, rememora Pegoraro.
“Queríamos un lugar público para darle confianza a la gente y como una demostración de que el Estado se hacía cargo de lo sucedido, eso le daba un aval social distinto”, argumenta. Aunque no sólo el Bernardino Rivadavia albergó la tarea de la Conadep, ya que la entidad tenía entre sus funciones constituirse en sitios donde hubieran ocurrido violaciones a los derechos humanos y realizar inspecciones (por orden judicial y con acompañamiento de la policía). Así lo hicieron sus miembros a pesar de las amenazas que recibían, en una demostración de que el aparato represivo permanecía activo, al punto de que la evidencia recolectada en los allanamientos fue robada de los mismísimos Tribunales provinciales el 8 de octubre de 1984 durante un operativo comando (la buena noticia es que a casi 40 años, la causa por el gravísimo atentado tiene dos acusados y fue elevada a juicio por el juez federal Carlos Vera Barros).
“No recuerdo quién me llamó para estar en la Conadep, si Delia (Rodríguez Araya) o (Israel) Esterkin”, dice a sus 87 años Olga Cabrera Hansen sobre sus colegas abogados e integrantes de la Comisión. “Fui designada asesora jurídica aunque en realidad tomaba declaración a los que concurrían. Estaba ducha en eso por mi trabajo en la Asamblea (Permanente por los Derechos Humanos): habíamos reconstruido casi todo lo sucedido en Rosario y aledaños y presentamos parte de las denuncias a los tribunales de la provincia porque todavía no estaba resuelta la competencia ni existía el concepto jurídico de lesa humanidad, que iba a llevarse todo a la justicia federal”, detalla esta mujer que se reconoce peronista y militante desde la juventud -de hecho participó de las movilizaciones del Rosariazo.
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Su acercamiento a la APDH se produjo en 1979, una vez liberada tras su secuestro en 1976 (estuvo detenida en distintos lugares por dos años). “Me autoconvoqué: empecé a ir al local de la calle Corrientes pero no podía hablar. Recién después logré referir todo lo que había visto y escuchado. Fue cuando vinieron a la Asamblea dos mujeres jóvenes, rubias, del brazo; eran dos hermanas que buscaban a una tercera. No tenían respuesta, ya las iban a despachar y yo digo: ‘Pará, pará. ¿Tu hermana cómo se llamaba?’. ‘Marisol Pérez Losada’. ‘¿Sufría de los riñones?’. ‘Sí, ¿vos cómo sabés?’. Y empecé a contarles, empecé a hablar. Ahí vino una avalancha de datos que no se podía parar”, se emociona. “La Asamblea que había estado contestando hábeas corpus, haciendo lo que podía, que era prácticamente nada, se llenó de información y de gente. Yo me puse a trabajar. Teníamos una sola máquina de escribir y de repente tuvimos como diez, venían colaboradores y traían. Aparecían después de su horario de trabajo y se quedaba a ayudar, a participar”, recuerda sobre una época que fue “hermosa a pesar de lo trágico” porque se asemejaba a ir abriendo “las puertas del infierno de Dante para encontrar la verdad”, asegura.
En ese proceso una de sus referentes fue Delia Rodríguez Araya, quien también formaba parte “del grupo de familiares y militantes dispuestos a llevar adelante un trabajo de hormiga ya desde la dictadura, a pesar de la soledad y los riesgos”, evoca una de sus hijas, Mariana Caballero. Tanto es así que esa tarea sentó las bases para los juicios, que si quedaron truncos en los primeros años de la democracia por la obediencia debida, el punto final y los indultos, se retomaron luego al declararse la nulidad de las leyes de impunidad. Delia murió en mayo de 2009, meses antes de cumplir 80 años y de que comenzara el primer proceso en un tribunal federal de la ciudad, la llamada Causa Guerrieri. “Es emocionante pensar una nueva generación de abogados jóvenes tomó la posta de lo hecho con mucho coraje por un pequeño grupo de personas, sobre todo mujeres”, señala Caballero y nombra a algunas: Inés Cozzi, Alicia Lesgart, Ana Moro. “Eran muy alegres y unidas a pesar de la tarea triste y dura que realizaban, al punto que una vez después de una reunión fueron a una pizzería y como se reían tanto el mozo les preguntó si eran de un grupo de teatro”, sonríe esta mujer que entonces era una adolescente y cada día revaloriza y descubre aspectos del legado de su madre.
“Hablamos de memoria en construcción porque la seguimos construyendo”, comenta en esa línea Alicia Gutiérrez, además familiar de desaparecidos. “Todavía se llevan adelante juicios de lesa humanidad y resta que muchos adultos, niños apropiados, recuperen su identidad. Mientras no puedan hacerlo y no aparezcan los restos de los desparecidos se siguen produciendo violaciones a los derechos humanos”, resaltó la directora de la Memoria de la Municipalidad y nuera de Fidel Toniolli, uno de los miembros de la Conadep Rosario. “Fue un espacio que se abrió para escuchar las voces de quienes habían sido callados durante la dictadura (detenidos, familiares que buscaban a sus hijos y nietos, sobrevivientes), que por primera vez testimoniaron frente a un representante del Estado y no ante un organismo de derechos humanos, como venían haciendo desde 1975. La tarea de la Comisión tiene una enorme importancia política y simbólica, por eso el lunes señalizamos el lugar donde funcionó e hicimos un conversatorio y una muestra”, explica sobre la exhibición documental que puede visitarse todos los días de 14 a 20 en el entrepiso del CCRF hasta el 3 de abril, como una manera de conectarse con un trascendente hecho histórico cuyos ecos resuenan en el presente.
Lograron reunir evidencia que luego fue robada de Tribunales
Datos coincidentes en los relatos de las víctimas y las denuncias anónimas o de vecinos llevaron a los miembros de la Conadep por primera vez en democracia a lugares donde habían estado cautivos los desaparecidos en la ciudad y la región, como la fábrica militar de armas portátiles (donde ahora está la Jefatura de Policía), el batallón 121 en zona sur, la escuela Magnasco, Acindar en Villa Constitución, y departamentos céntricos repletos de archivos confeccionados por el Ejército.
El entonces titular del juzgado de Instrucción Nº 10, el magistrado Francisco Martínez Fermoselle, libraba las órdenes de allanamiento a requerimiento de la Comisión. “Teníamos facultades de pedir el auxilio de la fuerza pública cuando lo consideráramos necesario, íbamos con agentes de Seguridad Personal de la Unidad Regional II. Encontrábamos documentación, inclusive donde constaba que nos estaban siguiendo a nosotros. Era una época de transición y los servicios de inteligencia permanecían activos”, cuenta Ricardo Pegoraro.
Por eso muchas intervenciones resultaban frustradas. “Al principio íbamos Delia y yo en un auto y resulta que siempre llegábamos tarde porque cuando aparecíamos ya habían sacado todo”, rememora la abogada Olga Cabrera Hansen en referencia a su colega Rodríguez Araya. “Optamos por salir con un sobre cerrado del juzgado y recién después de mucho andar en el auto abrir el sobre y ver adonde íbamos. Ahí sí pudimos reunir evidencia, solo que después se la llevaron en el asalto”, agrega. Fue un golpe tremendo en varios sentidos. “Nosotros a los Tribunales íbamos todos los días. Llegamos un lunes (8 de octubre de 1984) y encontramos a todos alelados porque el fin de semana habían robado en el juzgado. Encontramos los papeles que habían desechado en el suelo y el juez no tenía nada que decir. Tuve ganas de llorar”, recuerda Cabrera Hansen, a pesar de que siempre había resistido el impulso del llanto al escuchar y transcribir los relatos de las torturas.