Angélica Gorodischer: "La inspiración no existe, lo que existe es el trabajo"

El 2 de agosto de 2015 La Capital publicó una entrevista con la escritora rosarina Angélica Gorodischer, quien murió este sábado a los 93 años. Aquí se reproduce.
5 de febrero 2022 · 14:31hs

Angélica Gorodischer es de esas mujeres que no pasan desapercibidas. Pelo cortado a lo varón color zanahoria, aros redondos y grandes y pantalones animal print en composé con el cuello de piel de su abrigo hacen que las miradas del bar de la zona sur se detengan en ella una y otra vez. Sentada en la mesa que lleva un cartelito con su nombre, habla fuerte. Charlatana y risueña como es, despliega los buenos modales de señora del Jockey Club pero no le tiembla la boca para proferir varias veces durante la charla expresiones como "me ne frega", "vaffanculo", "carajo", "cabeza de alcornoque" o "pedazo de boludo".

Sentada con su esposo (Sujer Gorodischer o el Goro como lo llama ella), Angélica atiende en el bar frente a su casa como si estuviera en su propio living: "¿Qué querés tomar? Ahora le pedimos a Nelson que hasta recién te estaba esperando. Acá los chicos son tan atentos". Desde que empezaron a demoler la vieja casa de familia de avenida San Martín al 4800 ella pensó que el lugar se convertiría en una tienda de ropa de esas que abundan en el centro comercial a cielo abierto de la zona sur. Pero cuando vio el cartel colgado que decía "Tomasa" y que en lugar de una pilchería había un bar sintió algo así como un sueño cumplido. "Fue lo mejor que me pudo haber pasado. Casi me desmayo de emoción. En la cuadra no había ninguno y este es hermoso. Venimos siempre", dice.

Los domingos le cruzan el desayuno a su casa, le guardan la botella de vino cuando no la termina de tomar, si está sola la acompañan para cruzar del otro lado de la avenida y como si fuera poco le pusieron un cartel con su nombre en la mesa en la que se sentó desde el primer día. Ningún otro parroquiano osa ocupar su lugar, aunque nunca falta un despistado que se sienta y a ella no le hace nada de gracia encontrar a alguien en su silla. "Hace poco hicimos una presentación íntima de un libro de cuentos (Otras vidas, Editorial Palabrava) editado en Santa Fe y estuvo lindísima. Además cuando quiero cenar con amigos y no tener que lavar los platos en casa también nos juntamos acá y lo pasamos regio", agrega.

Angélica nació en Buenos Aires pero toda su vida la pasó en Rosario. A los siete años ya se había radicado acá cuando a su papá lo trasladaron por cuestiones de trabajo.

"Siempre digo que soy rosarina porque así lo siento. Mi mamá era de acá y acá estaba toda su familia. En esa época vivíamos frente al parque en calle Moreno donde todavía era una zona de casa bajas y bastante aisladas, no lo que es ahora", cuenta.

Sus padres —que no querían que se juntara con cualquiera— optaron durante sus primeros años por no mandarla a la escuela. Entonces se crió rodeada de un clan de tías y educada por dos o tres maestras que le daban clases en su casa. "Tenía un aburrimiento terrible. Para mí era espantoso. Las maestras me parecían unas antipáticas que sólo me enseñaban las cuentas", relata y agrega: "Por suerte, mi médico pediatra, que era muy amigo de mi mamá, me salvó la vida. Un día les dijo a mis padres que si querían tener una hija normal tenían que mandarme a la escuela". Fue ahí que entró al Normal N°2 de profesoras, donde cursó sus estudios primarios y secundarios.

Claro que esos años de educación en casa y la enorme biblioteca de sus padres hicieron que la lectura fuese la primera atracción de Angélica, que comenzó a leer desde muy chica.

"Mi mamá decía que había aprendido sola. Pero no le creo. Me parece imposible. No sé quién me enseñó, pero a los cinco ya leía de corrido. Mi mamá y mi papá siempre leyeron mucho, eso ayudó", aclara.

Curiosa, exploradora y un poco metiche desobedeció desde el vamos la prohibición materna de no tocar ciertos libros de la biblioteca y así fue que pasaban por sus manos las obras de Sartre escondidas dentro de alguna enciclopedia del mundo para poderlas leer. "A mí me compraban el Billiken pero yo sacaba libros de la biblioteca. No entendía un carajo, lamayoría eran ensayos. Pero no me importaba entender. La cuestión era leer. Hace más de ochenta años que estoy leyendo”, dice.

Y casi a la misma edad en que se sumergió a la lectura lo hizo con la escritura. “Si empezás a leer así con amor, terminas por escribir”, sentencia. Y recuerda que a diferencia de sus compañeros de grado disfrutaba cada vez que la maestra decía: “Saquen una hoja y hagan una composición”. Mientras muchos protestaban, ella escribía y escribía.

Angélica Junquet de Arcal, su madre, también fue escritora. Y pese a que Angélica retomó esa tradición no lo hizo sin desafiarla. A diferencia de su madre nunca escribió un poema. “A ella no le gustaba lo que yo escribía y a mí no me gustaba lo que escribía ella. Pero ninguna se metía con la otra. Punto”, resume.

Con 87 años, Angélica publicó más de una treintena de libros entre novelas y cuentos, se paseó por diversos géneros literarios, es una de las pocas escritoras de ciencia ficción argentina, pionera en el género y militante feminista.

A mediados de la década del ochenta Kalpa imperial fue traducido al inglés por Ursula K. Le Guin. Opus dos (Barcelona, Minotauro, 1966) y Trafalgar (Buenos Aires, El Cid, 1979) son solamente algunos de sus libros de ciencia ficción. Entre sus novelas se destacan Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara (Emecé 1985), Prodigios (Barcelona, Lumen, 1994), Doquier (Emecé, 2002), Tumba de jaguares (Emecé 2005) y Palito de naranjo (Emecé, 2014). Aunque dice escaparle a la realidad a la hora de escribir, publicó Historia de mi madre (Emecé, 2003) un libro autobiográfico donde a través de la figura de su madre cuenta la historia de las mujeres fuertes de su familia. Obtuvo tres premios Konex y en 2012 recibió la mención de Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

En 1998, 2000 y 2002 organizó tres encuentros internacionales de escritoras en el Centro Cultural hoy llamado Roberto Fontanarrosa. En su currículum —que detesta redactar— no menciona ningún título oficial porque no tiene y se define como narradora: “Lo único que hago es contar cuentos. Quiero decir contar peripecias. Nací para contar”.

—¿Cómo era tu rutina de escritura cuando comenzaste y cómo es ahora? ¿En qué cambió?

—Ya tenía un marido, por cierto, el mismo de siempre con el que llevamos 62 años de matrimonio. También tenía un trabajo fuera de casa, una gata, un perro, un jardín y tres chicos (Sergio, Horacio y Cecilia). Escribía a las tres de la mañana cuando todos dormían o cuando estaban en la escuela o antes de irme al trabajo como bibliotecaria en una editorial médica. Es duro, sí. Pero se puede. Una cuando quiere hacer una cosa la hace. Ahora soy una bacana. Tengo dos lugares para escribir y depende del día elijo donde quiero hacerlo. El Goro me hizo una casita detrás del jardín donde está mi estudio y mis libros que la empecé a usar cuando los chicos aún estaban en casa. Ahora la uso menos, sobre todo en invierno, porque aunque está calefaccionado no quiero tener frío y tampoco quiero estar lejos del Goro.

—¿Y cómo es el momento en que baja la idea y comenzás a escribir?

—Vos me hablás de la inspiración y la inspiración no existe, lo que existe es el trabajo. Como dijo Picasso: “Llegó la inspiración y me encontró trabajando”. Vos ponés el traste en la silla y laburás y ahí aparecen las ideas. Un autor norteamericano que se llama O. Henry decía que en todas partes había un cuento. Y un amigo un día le pidió que dejara de decir macanas, agarró el menú de un restaurante y le dijo: “¿Acá también hay un cuento?”. Y O. Henry escribió uno de sus mejores relatos con el menú. Todo el mundo tiene inspiraciones, que mueren medio segundo después de haber aparecido. Cada vez que me voy a dormir me cuento un cuento. No sirven para nada, pero me gustan y así me duermo. La otra noche caí a la cama y tuve tiempo de contarme una novela de capa y espada. De acción, por momentos espantosa, sentimentaloide. Pero en un momento digo: “Ah mirá, esa escena donde el tipo salta el dique me sirve para algo”.

—¿Y siempre que te sentás a escribir sabés cómo empieza y cómo termina la historia?

—Siempre tengo un plan. Sea cuento o novela. Sé que lo puedo traicionar. Si no me viene bien, no me importa, lo cambio. Pero sé todo lo que va a pasar.

—¿Cómo fue moverte en géneros literarios tan diferentes y comenzar por uno como el de la ciencia ficción donde las mujeres se meten poco?

—No me encasillo. Me encanta cambiar. A él (señala a su esposo) no lo cambié, pero me encantaría. De vez en cuando pienso cómo puedo hacer (risas). Había publicado y ganado un concurso. Luego descubrí la ciencia ficción. Así que le daba rienda suelta. Uno podía inventar lo que quería, era rienda suelta a la imaginación. Y me puse a escribir. Paco Porrúa me publicó Opus dos, que es mi novela de ciencia ficción. Lo que puedo decir de mí es que nunca cedí a la tentación de las cosas que se hacen en el momento. Hubo épocas donde había que escribir sobre Eva Duarte o sobre los desaparecidos. Tengo mi posición sobre los desaparecidos y ese momento histórico pero no tengo por qué hacer literatura con esos temas. Escribo por escribir. Ni para ganar dinero, ni para tener fama. Quiero escribir y lo que venga vendrá. Por eso escribí como se me cantó, lo que se me cantó y en el momento que se me cantó. A mí hay cosas que me interesan y cosas que no. La vida real no me interesa. Si rascás un poco no sabés bien qué es la vida real. A mí me interesa lo inexplicable. Lo que tiene explicación, para qué. Eso no me importa. Me interesa lo que hay abajo.

—¿Por qué nunca quisiste dar talleres de escritura?

—No tengo formación ni información. No se puede enseñar a ser escritor. Lo que sí se puede es ahorrar tiempo a las personas. Evitar que quieran descubrir la pólvora. Decirles por ejemplo: “No. Eso ya está requetehecho, se hace así y así”. Eso sí que es muy útil. Pero eso no me interesa hacerlo. En cambio, tengo lo que llamo un “Grupo de reflexión sobre la escritura” que sí me interesa mucho. En ese grupo no acepto a nadie que no tenga un proyecto. Pregunto: “¿Vos estás haciendo algo?”. “No, pero me gustaría escribir”, me responden. Les digo que conmigo no. Ahora si me dicen “empecé una novela”, les digo “vení para acá”. Si no tenés un proyecto no me interesa, porque para empezar por el ABC no tengo tiempo. A veces te encontrás con alguien que te dice: “Yo tengo unas ideas...”. No. Los cuentos no son cuestión de ideas, son peripecias. Lo que vos sentís, pensás, opinás a nadie le importa. Contar una historia es lo que vale. Hay un tipo al que le pasa tal cosa cuando sale de su casa, camina por una calle, se le cae algo en la cabeza y entonces… Eso es lo que sirve. Vos por favor quedate afuera. Si vos tenés la peripecia tenés el cuento. Después vemos lo demás, el lenguaje, la narrativa, las palabras.

—¿Y tus alumnas -porque casi siempre son mujeres- llegan a publicar?

—Son mujeres porque los varones llaman, preguntan y cuando les digo que vengan a probar se enteran de que son todas minas y se asustan. Algunas de mis alumnas llegan a publicar. Una de ellas, Lydia Carreras, ha tenido dos premios excelentes en España. Es una maravilla. Hay otras dos chicas que escriben muy bien y también han terminado sus libros.

—¿Qué pensás de los que todavía hablan de una escritura femenina o de mujeres?

—Que es una locura. Existe una escritura escrita por mujeres como hay una escritura de medievales. ¿Qué quiere decir escritura femenina? No entiendo. ¿Se trata de los temas o del lenguaje? A menos que sea algo tendencioso, ideológico o apuntando a algo. En esto siempre recurro a lo que dijo Virginia Woolf: “No es que los varones escriban sobre la guerra y las mujeres escribamos sobre los bebés, es que cada género escribe sobre sí mismo”. ¡Y es cierto! Escribís a través de tu género, no hay otra, eso es maravilloso. Y cuidado que hay tipos que se han arriesgado a tomar no sólo el lenguaje sino la mirada femenina y lo han hecho muy bien.

—¿Cómo es la relación que entablas con los personajes?

—Siempre recuerdo una anécdota de un amigo mío escritor e intelectual de Entre Ríos en una presentación de Borges en el pueblo donde vivía. Mi amigo le dijo a Borges: “A mí me gustó mucho su cuento Funes el memorioso. ¿Le dio mucho trabajo el personaje de Funes?”. Borges, que era más malo que una araña, se dio cuenta de que él era un muchacho joven y hasta ingenuo y le respondió bastante bien, casi como a un colega: “Sí, efectivamente me dio mucho trabajo. Pero cuando yo lo oí hablar a Funes, ya tenía el cuento”. Y es así. Tenía razón. Si dejás hablar al personaje, ya está. No podés forzar. Tenés que sacarte todo de la cabeza menos lo que vas a contar de ese personaje. No le hacés decir nada, sólo ponés la mente en blanco y oís lo que el personaje dice. Cuando apareció Trafalgar Medrano y dijo: “Che loca, ¿tenés café?” tuve el libro entero. Parece exagerado, pero es cierto.

—¿Y ahora qué estás escribiendo?

—Tenía una idea medio flotante y dije: “Me voy a agarrar de eso a ver si se puede concretar en algo”. Pero aún estaba tipo ameba. Hasta que hace poco escribí un cuento que no estaba del todo mal. Lo pasé al papel y pensé: “Se parece a algo. ¿Lo habré copiado?”. Pero no. Se parecía a otro cuento que había escrito. Así que los puse juntos, abrí la carpeta que dice cuentos en la computadora, y había varios que podían ensamblarse y ahí está. Tengo medio libro hecho.

—¿Qué autores leés?

—Leo de todo. Me gusta mucho Virginia Woolf, pero también leo a las argentinas para saber en qué andan pensando. Me interesan Ana María Shua, Alicia Steimberg y una muchacha de ahora, Selva Almada. Leí dos cosas de ella y una me gustó más que la otra, pero me parece que ahí hay algo importante. Hay muchas minas que escriben cosas interesantes. A partir de Victoria Ocampo y de antes también. Hay una chica de mis grupos que se ha interesado por las viajeras del siglo XIX. Una serie de mujeres que se pusieron un sombrero, se subieron a un caballo, se fueron a explorar y dejaron escritas sus memorias. También me gusta leer a los grandes divulgadores de la ciencia como Juan Martín Maldacena, que mucha gente no lo sabe pero es argentino y está a medio paso del premio Nobel. Nuestros colegas varones no nos leen. A menos que sean amigos. Si no sos amiga de ellos, no te leen. Leo sin prejuicios. No me importa que sean varones y por lo tanto inferiores a nosotras. Los leo igual (risas).

—¿Qué significaron para vos los encuentros internacionales de escritoras que organizaste en la ciudad?

—Todo comenzó porque un día me llamó Fernando Chao, que era director del Centro Cultural, y me dijo que quería que yo me acercara a contarle alguna idea. Le dije: “Ideas tengo doce por minuto, pero son todas irrealizables”. Él me dijo que las llevara igual. Fui, hablamos y ahí aceptó una que era un ciclo de escritoras de afuera de Rosario. Más adelante de ahí salió el encuentro internacional donde invitamos a escritoras de los cinco continentes. Fueron tres encuentros maravillosos, el último se hizo en 2002. Pasaron cosas interesantes y divertidísimas. Me acuerdo que entregábamos el galardón de Mujeres Honorarias y se lo entregamos también a varones como Mempo Giardinelli y Fernando Chao. Me hacía gracia, porque entre ellos se decían: “Ahora tenemos que hablar de mujer a mujer”. Me acuerdo de un año que vino Silvia Plager, que es de origen judío, y coincidió con una escritora palestina, que en realidad no era escritora, era más bien un cuadro. La palestina empezó a hablar y Silvia se levantó y le dijo de todo menos bonita. Se pelearon y las tuvimos que dejar porque nadie se podía meter. Pero eso fue en el panel, a la noche bailaron juntas cuando salimos a festejar. En el momento sufrí como una madre pero ahora me río porque fue fabuloso.

—Te definen como una escritora feminista. ¿Vos también lo hacés?

—Soy feminista. Si fuera abogada sería una abogada feminista. No sé cómo la gente si lee el diario y mira televisión no es feminista. ¿No te das cuenta, cabeza de alcornoque, de lo que está pasando? Pero claro, el feminismo tiene mala prensa. El feminismo es peligroso, se trata de gente que piensa. Y también tenés a algunas mujeres que dicen: “Ay, no. Yo no soy feminista ni machista”. Pero pedazo de boba. El machismo es un prejuicio y el feminismo es un movimiento político mundial. El machismo es toda esa mentira de que las minas somos más débiles, más emotivas, más maternales. Las minas somos personas, loco. La noción de que las mujeres somos personas es muy difícil de tragar. Porque las mujeres somos o brujas, o putas, o hadas, o madres, pero personas no. No me hinches las bolas. Hay tipos que son maravillosos y otros mejor perderlos que encontrarlos. Y las tipas lo mismo. Hay mujeres que son maravillosas y a otras que mejor perderlas que encontrarlas. Lo que quiero es que no importe para conseguir un laburo que seas mujer o que seas varón, o que piensen que porque sos mujer vas a tener hijos y no te lo quieran dar a vos. Si es capaz y puede hacer el trabajo, tomá a quien quieras tomar sin importarte que sea varón o sea mujer. Quiero iguales derechos, iguales remuneraciones, iguales consideraciones, iguales todo. Siempre me acuerdo de una vez que fui al dentista, que era amigo de mi marido, y hablábamos de mis viajes. En esos años yo siempre estaba invitada a algún festival o feria para presentar mis libros. Y él me dijo: “Claro, viajás porque tu marido te deja”. Casi le pongo una bomba, le dije de todo menos lindo.

—¿Cómo ves a partir de la movilización del #Niunamenos la problemática de la violencia de género en la agenda pública?

—Se está imponiendo porque la realidad te pega con todo. Es inútil que me vengan con discursitos. Esto es la realidad. Los tipos se creen que de una mujer pueden disponer. Y no. No tenés derecho a estrangular a una mina porque se te resistió o a atropellarla si ella dice no. Si dice no, es no. Chau.

—¿Cómo se lleva el apellido del marido siendo feminista?

—No hay apellidos de mujer. Viví con mi marido más de lo que viví con mi papá. ¿Por qué no usarlo si además me gusta más que el de mi viejo? Siempre hay alguno que te dice: “Vos deberías usar el de tu papá”. Y yo le digo que no porque también es de varón. Y entonces me dicen: “Vos deberías usar el de tu mamá”. Y yo les digo que no porque el de mi mamá era el de mi abuelo.

Narrar la enfermedad

Angélica Gorodischer escribió en 2011 Diario del tratamiento, cuando le tocó atravesar por la detección y el tratamiento de un cáncer. Aunque su editora le propuso publicar el libro, ella decidió que no. Hasta ahora existen sólo dos copias impresas: una la tiene ella, otra su oncólogo.

“Justo lo estaba leyendo a Oliver Sacks en su libro Los ojos de la mente y me encuentro con parte de su autobiografía y de su cáncer. Lo mío al lado de lo de él fue un sarampión. Él perdió un ojo y tuvo un dolor espantoso. En cambio yo seguí un tratamiento y lo soporté bien”, cuenta Angélica.

Cuando comenzó el tratamiento de quimioterapia las enfermeras le entregaron una libretita para que rellenara con una cruz en los casilleros en blancos las sensaciones que tenía tras las primeras dosis: desmayos, dolor, mareos, inapetencia. “Cuando lo leí, dije: «Esto es una porquería. Yo no lleno esto. Mi informe se lo voy a dar al doctor». Fue ahí que empecé a escribir día por día. Lo que es interesante es que al principio hablo de la enfermedad y la quimio y poco a poco eso va retrocediendo y van ganando lugar otras cosas. La vida real se va metiendo. Hoy vinieron los chicos, quisimos ver una película. En fin”.

Y sobre cómo pudo afrontar una experiencia tan difícil, Angélica dice que su oncólogo siempre remarcó la buena disposición de ánimo que tuvo. “Yo me dije: «Esto puede que me lleve del otro lado, pero joderme la vida no me la va a joder». Así que cuando la quimio me tiraba, me tiraba, pero cuando podía iba al café con amigas como siempre y sobre todo no paré de escribir”, concluye.

Una vida de novela

La historia de Angélica y Goro es digna de una novela. Para casarse en 1948 la pareja tuvo que fugarse a Buenos Aires. “En realidad ella me secuestró a mí”, dice sonriente el arquitecto Gorodischer. Y ella aclara: “No. Lo que sucedió es que yo le dije: «Si no nos casamos, esto se termina acá»”. Pero lo cierto es que debieron casarse a escondidas porque ambas familias —la de él judía, la de ella católica— se oponían rotundamente a la boda. “Cuando se enteraron del noviazgo casi se desmayan pero igual lo hicimos”, cuenta Angélica entre risas. Los recién casados volvieron de Buenos Aires, ella siguió trabajando, él estudiando y cuando nació el primer chico ya nadie se resistió a la nueva familia. “Debo reconocer que mis tías, que eran bastante difíciles, la agarraron a mi mamá y le dijeron: «Ya está. Se casó. Dejala en paz». Y todo anduvo bien”.

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