Durante años, los generales estadounidenses han afirmado que las fuerzas afganas estaban mejorando y desarrollando su capacidad para manejarse contra los talibanes. El canal Fox, un feroz crítico del presidente Joe Biden, reseñó las falaces afirmaciones que los altos mandos estadounidenses vertieron durante años sobre el presunto fortalecimiento y espíritu de combate del nuevo ejército afgano. EEUU invirtió unos 83 mil millones de dólares desde 2001 en equipar, armar, entrenar y formar los cuadros del ejército que acaba de desaparecer en cuestión de semanas, casi sin combatir.
"El ejército afgano es cada vez más eficaz", dijo el general James Mattis al Congreso en julio de 2010 durante su audiencia de confirmación, cuando fue nominado para comandante del Mando Central de Estados Unidos. Añadió que los militares afganos -junto a las fuerzas estadounidenses- eran "la peor pesadilla para los talibanes". Barack Obama era presidente y responsable directo por la nominación de Mattis. El militar luego sería secretario de Defensa de Donald Trump. Era apodado "Perro loco" (Mad dog) por los soldados.
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El general John Mattis, a cargo del Comando Central de EEUU en 2010, alabó las cualidades y los presuntos avances del nuevo ejército afgano.
En diciembre de ese año de 2010, el entonces secretario de Defensa, Robert Gates, dijo a los periodistas que las tropas afganas eran "responsables de la seguridad en Kabul", que "funcionaban bien" y que "seguirían mejorando".
En 2012, el general John Allen, entonces comandante de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad en Afganistán, dijo al Comité de Servicios Armados de la Cámara de Representantes: "Seguimos en camino de asegurar que Afganistán ya no será un refugio seguro para Al Qaeda y ya no será aterrorizado por los talibanes."
Allen continuó diciendo que "como potencial influencia unificadora en Afganistán, las fuerzas afganas son mejores de lo que pensábamos que eran, y son mejores de lo que pensaban que eran cuando fueron probadas en combate."
En noviembre de 2014, el general John Campbell declaró, cuando se le preguntó si las fuerzas afganas podían luchar sin ayuda, que "siempre que las [fuerzas de seguridad afganas] se involucran con los talibanes, los talibanes no pueden mantener el terreno, no pueden mantener el terreno." "Te digo lo que he visto", continuó Campbell, "el cambio de hace un par de años a hoy. Tienen la capacidad de protegerse a sí mismos. Son la institución más fuerte en Afganistán".
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Ese mismo mes de 2014, el teniente general Joseph Anderson alabó el éxito y la capacidad de los militares afganos. "Las fuerzas de seguridad nacional afganas están ganando, y se trata de una fuerza de combate enormemente capaz que ha estado resistiendo al enemigo", dijo durante una rueda de prensa.
El único que parece haber evitado estos elogios y mentiras es el Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán, John Sopko. Dijo este domingo _o sea, cuando el desastre estaba ya consumado_ que ha estado advirtiendo al gobierno sobre el ejército afgano desde 2012. "Hemos estado advirtiendo desde mi pequeña agencia durante los últimos casi 10 años sobre los problemas con las fuerzas armadas afganas. Sobre las capacidades y el sostenimiento de las fuerzas de seguridad afganas. Todas las señales han estado ahí", dijo.
Sin armas ni alimentos
Claramente, la realidad era muy diferente a la que pintaron durante años los generales estadounidenses. La semana pasada, un informe de The New York Times describió la descomposición interna, la falta de equipo y hasta de alimentos y las deserciones masivas crónicas que sufría el ahora desaparecido ejército afgano.
La acelerada descomposición de las fuerzas afganas se hizo evidente no la semana pasada, sino hace meses, con una acumulación de derrotas que empezaron incluso antes de que el presidente Joe Biden anunciara el retiro final de Estados Unidos, en abril pasado, con un calendario que debía terminar en agosto.
La debacle empezó con los pequeños puestos de avanzada de las zonas rurales, donde soldados y policías hambreados y escasos de municiones fueron rodeados por combatientes talibanes que les ofrecían salvoconducto si se rendían y dejaban sus equipos. Así los insurgentes fueron ganando el control de las rutas, y luego de distritos enteros. Los destacamentos iban cayendo y la queja era siempre la misma: no tenían apoyo aéreo o se habían quedado sin comida y pertrechos.
Y todavía antes, la debilidad sistémica de las fuerzas de seguridad afganas –que en los papeles estaba compuesta por unos 300.000 efectivos, pero que en los últimos días no llegaba ni a una sexta parte de ese número, según los militares norteamericanos–, ya estaba a la vista.
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Son carencias ligadas a la obcecación de Occidente por construir un ejército totalmente moderno, con todas las complejidades logísticas y de recursos que eso implica, y que como puede verse no resistió ni un día sin Estados Unidos y sus aliados de la Otán.
Los soldados y policías manifiestaban un resentimiento cada vez más profundo hacia el liderazgo afgano. Los funcionarios conocían la realidad y miraban para otro lado, a sabiendas de que el número real de efectivos era mucho más bajo que el que figuraba en los papeles, todo teñido de corrupción y de admisiones tácitas.
Y el impulso que cobraron los talibanes tras el anuncio por el presidente Biden del retiro de tropas norteamericanas solo vino a confirmar que no valía la pena morir luchando por el gobierno del presidente Ashraf Ghani. Entrevista tras entrevista, soldados y policías describieron momentos de desesperación y sentimientos de abandono.
En el frente de batalla de Kandahar, ciudad estratégica del sur de Afganistán, la aparente incapacidad de los militares afganos para frenar la arrasadora ofensiva de los talibanes se reducía a una bolsa de papas. Tras semanas de combate, les había llegado una bolsa de papas que supuestamente era su ración de comida para el día. Hacía días que no les mandaban otra cosa que papas en diversas formas, y el hambre y el cansancio los tenía completamente abatidos. “¡Un frente de batalla no se sostiene con papas fritas!”, gritó un oficial de policía, indignado por la falta de apoyo que recibían en la segunda ciudad más importante del país.