Gustavo tenía once años y cursaba 4º grado. La maestra lo manda, al decir de sus palabras, al gabinete psicopedagógico porque no sabía hacer las cuentas y, para los objetivos por ella propuestos durante el ciclo lectivo, el niño debía saber multiplicar y dividir por dos cifras.
Gustavo tenía muchas inasistencias por razones laborales. Ayudaba a su padre en albañilería y, además, desde los días diecisiete hasta el veinticinco de cada mes vendía flores en el santuario de la Virgen de San Nicolás, ya que durante los nueve días previos y cada veinticinco de mes se conmemoraba a la Virgen del Rosario y asistían miles de fieles.
Nuestra primera pregunta fue cómo podía vender sin saber hacer las cuentas. Entonces comencé a charlar con él e indagar acerca del precio de las flores. El clavel costaba $ 0,80. Si te compro 4, ¿cuánto me cobrás? $ 3,20 dijo rápidamente. Y si te pago con $ 5 ¿cuánto me das de vuelto? $ 1,80, respondió. Así sucesivamente hasta contestar por el precio de 25 flores y el cambio de cien pesos. Un dato no menor es que, quien suscribe, debía usar la calculadora para poder comprobar algunos de los resultados.
Por mis nociones de psicología y pedagogía de aquel entonces me creía habilitada para comprender a un niño, pero ¿a qué niño? Gustavo vivía con su padre. Su mamá, según su relato, se había ido y se había llevado a su hermanito. Contaba que pasaba horas bajo un árbol en la vereda, sentado con su papá, quien le había prometido que su mamá regresaría.
Gustavo me movió la estantería. Literalmente, me dejó sin teoría. Qué podía hacer yo con una historia que me partía en dos, que marcaba en mí un antes y un después, que dejaba una huella que, casi treinta años después me sigue rondando en la cabeza desde lo teórico, pero también desde lo emocional.
En ese momento, intenté buscar otra teoría distinta de la que había sido despojada. Me inscribí en la carrera de ciencias de la educación para encontrar alguna punta que me ayudara a pensar el qué hacer y el quehacer con ese niño y con los tantos Gustavo que me cruzaba a diario. Pero necesitaba una respuesta inmediata para esos ojos que aún hoy me siguen mirando cuando recuerdo alguna de sus frases como “en la escuela me obligan a escribir y a quedarme quieto, eso no me gusta”, o “ yo quiero trabajar para tener plata y poder comer todo los días”.
Escribir, quedarme quieto, hacer las cuentas. Cuánto le pedíamos a Gustavo en la escuela. Y sólo le ofrecíamos una maestra enojada porque él no podía, una directora que, al compartir el espacio físico participaba de nuestros encuentros con la única idea que debíamos “machacar” las tablas y esta docente casi inmóvil, sin saber qué hacer.
El relato se enmarca en mi trabajo como orientadora educacional en un gabinete psicopedagógico de una escuela urbano marginal de la provincia de Buenos Aires durante finales de los 90. Era una escuela ubicada en una calle de tierra sin mejorado, donde los días de intensa lluvia no se podía llegar porque el barro, literalmente, cubría las rodillas. Hecho gracioso fue cuando la trabajadora social perdió un zapato en el fango al cruzar la calle y nunca lo recuperó.
Luego de un trabajo arduo, Gustavo pasó de grado, luego de muchas discusiones que tuve con la maestra que intentaba que hiciera las cuentas en el papel de una buena vez, desconociendo la historia de su alumno; con la directora que amenazaba con las circulares ministeriales y su mirada hacia un niño estereotipado.
Gustavo pasó, pasó por la escuela. Ahora bien, la escuela ¿Podrá replantearse cómo se enseña en el aula?, ¿podrá valorar las historias personales y darle lugar?, ¿podrá tomar distancia para poder objetivar el presente y proyectar el futuro?
Comenzar a trabajar desde lo intuitivo podría ser una vía para acceder a estos alumnos que día a día recorren la escuela; con un pensamiento modulante que permita enfrentar las situaciones cotidianas, diseñando paso a paso un nuevo paisaje, construyéndolo día a día, momento a momento. Esto que sirvió hoy, puede resultar inútil mañana.
Vida y relato podrían ser imbricados para provocar rupturas en las viejas estructuras escolares y dejar emanar subjetividades. En tiempos fluidos, de coordenadas alteradas, de perturbación ominosa, es posible poder pensar otra educación, con un docente en movimiento, muchas veces desarmado frente a la realidad de sus alumnos, sujetos deseantes inmersos en una cultura.
Algunos podrán habitar la institución de una manera; otros, podremos hacerlo de otra. El tema será cómo estos nuevos modos que van apareciendo en las instituciones puedan entramarse entre sí. Las experiencias de aprendizaje son las que producirán estos nuevos modos de subjetivación, con un docente que irá dibujando una nueva cartografía, y por qué no una nueva teoría repensada a partir de lo vivenciado entre los que conforman la clase. Por lo cual, la escuela deberá comprometerse a trabajar ciertos dispositivos con los alumnos para que, de esta manera, puedan encontrar otro destino o, al decir de Freire, puedan emerger.
Otro saber, otras prácticas. Si bien yo ya no estoy inmóvil ni atrapada en el barro, tampoco tengo LA teoría cuando me levanto cada mañana y salgo rumbo a la escuela.
(*) Autora de “La escuela ¿Para qué?”.