Día de emociones fuertes, de sustos en nuestra cara, en los espacios comunes, en nuestro territorio (como decimos los que vamos y venimos varias veces por día a llevar y traer hijos propios o ajenos a la escuela). Me asusta, me pone mal ver llorar al hijo de mi mami/amiga, al hermanito del compañero de mi hija, al nene manso y de la amplia sonrisa. Me angustia. No me gusta. Me da miedo. No quiero hablar cinco minutos del tema y olvidar, no quiero dramatizar pero tampoco naturalizar el robo, el apriete, el maltrato, el golpe, la impunidad del más fuerte, del agresor con frases comunes. No quiero agradecer porque no está golpeado, porque “por suerte no lo apuñalaron”, no quiero quedarme con el “ahora no hay zonas”, “hay que decirle a los chicos que caminen juntos”. No quiero ceder las veredas. Quiero que mis hijas puedan ir a comprar al kiosco solas, que sigan usando el colectivo como medio de transporte, que caminen a la salida del colegio con sus mochilas al hombro al mediodía sin riesgo. No quiero educarlas en el miedo. Atemorizar sus infancias. Me niego. Escucho sus anécdotas, nuestros hijos, sus amigos y compañeros, todos fueron víctimas en algún momento de hechos delictivos. En sus cortos años de vida saben más de robo que yo en mis 43. Y me pregunto: qué hacemos? ¿Cómo se hace para no educar en el miedo, para no naturalizar el oído y el corazón a la violencia? Quiero seguir usando el parque, la bicisenda en los días de semana, que mis hijas sepan lo que es andar en colectivo, comprar en el barrio, caminar a la salida de la escuela, guardar el auto sin la familia de patovica, enseñarles a mi hijas que se puede vivir sin miedo, no adiestrarlas al posible robo. ¿Está mal?