Pensar en la primavera, o mejor dicho en septiembre, es pensar en los estudiantes. Y pensar en los estudiantes es pensar en adolescentes, en plazas, río, campings... escuelas.
Muchos lo asocian nada más que al inicio de la primavera y a lo que esa estación climáticamente remite: al renacer, florecer; con la juventud, el ímpetu. Pero desconocen que es a principios del siglo XX cuando se propone, como fecha conmemorativa en nuestro país a la repatriación de los restos de Sarmiento. Quizás respondiendo a la premisa “civilización o barbarie” y el afianzamiento de ese “ser nacional ilustrado” al que la mayoría de los intelectuales de la época aspiraban.
En estas líneas e ideas que intento esbozar, pienso y reflexiono lo que aconteció no hace ya tanto, sino en la historia argentina reciente, cuando jóvenes y docentes fueron reprimidos en la universidad a “bastonazos”. Y más reciente, aún, lo que sucedió durante la última dictadura cívico militar, con adolescentes comprometidos con su realidad social, con ideas, que pertenecían a organizaciones sociales y políticas, que fueron desaparecidos, torturados y asesinados. Quizás es lo que más se recuerda de esos adolescentes, sin embargo lo más importante es que eran pibes y pibas no mucho mayores a los que hoy recorren las aulas, pasillos, galerías, patios de nuestras escuelas, que luchaban por promover los derechos de los que menos tenían, de los que estaban excluidos del sistema, de un modelo que favorecía a los poderosos, a lo financiero, a la usura y la especulación. Eran adolescentes que sabían de esto y actuaban en consecuencia: debatían, llevaban esos temas a las escuelas. Muchos desaparecieron en distintos puntos del país. El hecho más emblemático y recordado fue lo que se conoce como fatídica “Noche de los lápices”.
Años de democracia fueron construyendo ciudadanía y memoria sobre los cimientos que dejaron esos pibes y pibas. Adolescentes con empatía, que se identificaban y sentían la misma necesidad de comprometerse con la realidad que los rodeaba, que los interpelaba. En las escuelas nos animábamos a hablar, a preguntar y a cuestionar. Recuerdo un video de las Abuelas en escuelas secundarias dando charlas y siendo cuestionadas por unos y defendidas por otros.
En los noventa, en muchas aulas se escuchaban voces y se daba debate, quizás era en las menos. Debate que se colaba entre otros acontecimientos de ese momento histórico como “los festejos” por los quinientos años del “Descubrimiento de América”, los indultos, la Marcha Federal, la Carpa Blanca. Temas que hacían ruido encontraban esa línea de fuga para interpelar la realidad en algunos pliegues de la escuela.
Esa escuela partida al medio, descuartizada, vaciada en muchos casos de contenido simbólico y real, no escapaba de la lógica neoliberal de exclusión: muchos adolescentes quedan por fuera del proceso de enseñanza y aprendizaje formal. Mientras había docentes y jóvenes que resistíamos a que no quedaran por fuera, a otros sectores no les interesaba demasiado que participaran.
Luego vinieron los sucesos del 2001 y sus posteriores consecuencias. Las escuelas fueron espacios donde el Estado encontró la forma para alcanzar a esos niños, niñas y adolescentes que se encontraban en situación de mayor vulnerabilidad y garantizarles derechos básicos como los de salud y alimentación.
Ampliar derechos. Al pasar ese momento de contingencia y asistencia, la escuela debía ser nuevamente el espacio para aprender y ampliar derechos. Y se ampliaron derechos: la escuela secundaria fue obligatoria. En este sentido, el Estado debía garantizar que los y las adolescentes argentinos asistieran a la escuela y fueran incluidos en el derecho a aprender, a escuchar y ser escuchados, a construir conocimiento y en el devenir ciudadanía.
Pero, ¿cómo se vinculan los adolescentes de hoy con la realidad, con el conocimiento? ¿Cómo se relacionan con la memoria? ¿Por qué será que la relación de los adolescentes con la memoria está en la escuela? La construcción de la ciudadanía no puede ser pensada sin poder conocer y comprender, aunque sean rasgos, líneas difusas de la historia reciente de nuestro país y del espacio cercano que transitamos y vivimos.
Muchos años la historia reciente y la memoria específicamente se nombraba a lo lejos, intentando en muchos casos, no involucrarse, no exponer sus ideas, planteando una imparcialidad, que más allá de respetar la postura personal de cada compañero, era más parecido a una anestesia que invitaba a no pensar los temas en lo profundo y evitar la problematización. No se trata de juzgar sino de reflexionar, porque eso es lo que nos da la escuela: la potencia de poder encontrarnos con voces distintas, con visiones y versiones de la misma situación desde distintas miradas, y esas miradas no tienen que ver con verdades sino con experiencias sociales, familiares, influencia mediática, entre otras vividas y transmitidas.
Alumnos y alumnas resignificando el Día del Estudiante con esos compañeros que transitaban la escuela de los años setenta. Adolescentes formando sus centros de estudiantes, garantizado en nuestra provincia por una ley y militando sus escuelas. Ideas que fluyen, se cruzan. Realidades que se visibilizan, temáticas de género los atraviesan, se preocupan por la violencia dentro y fuera de la escuela; haciendo, construyendo presente, su historia y en definitiva parte de nuestra historia...