Nos habían pedido que nos acercáramos con respeto, que no lo amedrentáramos. Estábamos en un hotel cinco estrellas de Monterrey (distante 700 kilómetros al norte de la ciudad de México) a dos días de la entrega del premio Cemex-FNPI. Nosotros éramos una especie de polizones del periodismo que habíamos accedido a la final del premio por la producción de una crónica audiovisual que aborda la difusión de la cumbia en las radios de baja potencia: Gud Mornin Colón. Un relato hecho con presupuesto cero, procurando revalidar los relatos hiperlocales pensando siempre en un público universal. Como cazadores furtivos esperábamos el instante exacto para acercarnos a nuestro gurú: Gabriel García Márquez. Era octubre del 2007 y nos invadía una mezcla de cholulismo y admiración. Dábamos los primeros pasos en el oficio y no podíamos creer a dónde habíamos accedido: la crème de la crème del periodismo. Pero la búsqueda de la foto-hito fue más allá. La fortuna, en el reparto de ubicaciones para el almuerzo de bienvenida, nos puso a menos de dos metros de la mesa Gabo.
La sobremesa fue larga, esperamos que se marche el último comensal y ahí lo rodeamos. Le dimos un DVD con el documental pirata y hablamos.
El preguntó.
—¿Qué andan haciendo por acá?
—Somos finalistas del premio en la categoría televisión, maestro. Hicimos un documental que habla de la cumbia y su difusión en las radios de baja potencia de Argentina.
—Soy un especialista en cumbia, pero desconocía que existiera en Argentina.
—¿Maestro, no me diga que no conoce a Los Palmeras?
¿Si tuvieras diez segundos con el premio Nobel de literatura sobre qué hablarías? Nunca me había hecho esta pregunta, nunca me había imaginado ese instante, simplemente ocurrió. Y en esos diez segundos frente al periodista que consideró que las mujeres gordas en el bus de las 9 de la mañana le ponen más matices a la noticias que los propios periódicos fueron suficientes para pactar una promesa a raíz de la cumbia de los autores del “Bombón Asesino”. En ese instante, lo único que se me ocurrió fue hablarle de cumbia santafesina.
— “Mire maestro, dentro de diez días me caso con ella”, le dije señalando a Susana que estaba algunos metros más atrás. “¿Quién es?”, me interrumpió Gabo. Y preguntó, mirándola a los ojos: “¿Estás segura? Ella dijo que sí y luego pude continuar con el parlamento. “Le decía que en diez días nos casamos y justo elegimos como destino de viaje de bodas a Cartagena, yo me comprometo a llevarle un CD de Los Palmeras hasta la sede de la Fundación Nuevo Periodismo”.
A Gabo no le quedó otra opción que aceptar la propuesta, luego seguimos hablando de temas diversos y mis compañeros de equipo Federico Pissinis y Ariel Placencia le entregaron un suplemento de un diario deportivo regional que hacían en Colón: El 10. Gabo abrió el diario y ellos sacaron la foto más insolente de sus vidas: “Gabo lee El 10”. Obvio que esa fue la tapa-foto en la semana siguiente. Y no hubo fotomontaje.
Dos días después estábamos los ganadores y finalistas de las categorías radio, TV e internet junto al jurado y la mesa chica de la FNPI en una sala de reuniones del mismo hotel de lujo. No éramos más de veinte personas. A mi derecha estaban mis compañeros Pissinis y Placencia. A mi izquierda estaba la periodista brasileña Julliana De Melo, el maestro Rogelio García Lupo y el gran Gabo. Ganadores y finalistas debíamos exponer en no más de quince minutos una breve reflexión de cada obra y elegir una secuencia de cada trabajo seleccionado. Gabo parloteaba de vez en cuando. Junto a García Lupo recordaron las épocas de Prensa Latina, sus andanzas con Rodolfo Walsh y recordaron el rol del autor de Operación Masacre como un gran especialista en encriptar o decodificar mensajes que venían cifrados. “¿Cómo nunca escribimos algo de esto?”, le reprochó con ironía Gabo a García Lupo. En ese marco cómo explicar qué es Gud Mornin Colón. Lo único que se me ocurrió fue exponer una escueta teoría sobre la “reivindicación de lo trucho”.
“En Argentina existe una palabra muy argentina: trucho. Un término que está cargado de una alta dosis de mala intención. Podríamos decir que lo «trucho» es una copia no muy fiel del original. Es una copia de mala calidad. Es una simulación obscena y sin prejuicios de algo que jamás será. Término acuñado a fines de los ’80, se consolidó en la segunda década infame: los ’90, a la luz del menemismo. Truchas fueron muchas de las privatizaciones de empresas públicas, como por ejemplo los trenes que dejaron de existir en Argentina. También se utiliza el término trucho para las segundas marcas: ropa trucha. Hay dinero trucho: los menemtruchos unos billetes que buscaban la re reelección que al fin no fue. Incluso es el mote para denominar a pseudo artistas que pretender imitar sin éxito a figuras reconocidas. De todos modos, la acepción negativa del término guarda grietas positivas de resistencia contra las desigualdades del sistema”.
La palabra trucho tiene una fonética particular, creo que la pronunciación nos favoreció porque pudimos acaparar la atención de inmediato. ¿Pero por qué explicar lo trucho? “Nuestro documental está entrecruzado con lo trucho. Incorporamos la ficción y nos disfrazamos de realizadores audiovisuales para que el relato tenga un hilo más entretenido y las radios de frecuencia modulada que están tramitando su habilitación con el Comfer se las denomina radios truchas. Por ende, Gud Mornin Colón es un auténtico documental trucho. Y todos nosotros somos periodistas truchos. Esto demuestra que la FNPI y sus tres rondas de jurados se pueden equivocar. Todo esto es un gran error”.
Nosotros mismos nos considerábamos un error del periodismo. Una locura audiovisual grabada en poco tiempo y con dificultades de sonido que nos llevó a toparnos con el maestro que leímos hasta aprender de memoria aperturas y cierres de puro realismo mágico. Esa misma noche cuando ingresamos a un típico restaurante regiomontano para comer cabrito y despedirnos de la tertulia que duró cinco días junto a Gabo y su team, muchos de los maestros de la FNPI nos gritaban: “¡Ahí vienen los truchos!”. Ya en la mesa, a mi lado se sentó Sergio Muñoz Bata, columnista de Los Angeles Times y me dijo algo así: “Lo que ustedes hacen no es periodismo. Pero son como los surrealistas, tienen el cadáver enfrente”.