“En tiempos de incertidumbre y desesperanza es imprescindible gestar proyectos colectivos desde donde planificar la esperanza junto a otros”. (Enrique Pichon-Rivière). Tanto se habla de la violencia y de la forma de “combatirla” que parece que estamos perdiendo la perspectiva. Combatir, reprimir, enfrentar, vencer y muchos otros verbos usados para fijar posición frente a la violencia no hacen más que expresar el uso de más violencia. ¿Quién gana cuando hablamos de aplicar violencia contra la violencia? ¿Acaso no está claro que violencia más violencia no da un resultado neutro sino un aumento exponencial de la misma? Como en todo crimen, lo primero que debemos hacer es preguntarnos a quién beneficia el uso indiscriminado de la violencia. La violencia divide la sociedad y aísla a sus integrantes dejándolos en una posición sumamente expuesta a las medidas desesperadas. La principal: utilizar recursos excepcionales que nos permitan resistir una forma de vida insostenible. “Sólo por hoy” se recurre a algún tipo de elemento que nos permita ver la realidad de otra manera no tan real. Puede ser un cigarrillo tranquilizador, una bebida que alegre, un video que nos aísle de los que nos rodea, una relación que nos absorba totalmente por unos minutos o una droga que imponga una fantasía inexistente. Todas son adicciones que comienzan inocentemente pero, que tarde o temprano, van aumentando el grado de presión hasta que caemos en lo más irracional: la violencia. Llegamos al punto en que cuando un vecino presencia un acto de violencia justifica que se aplique una violencia “correctiva”, que incluso pueda llevar a un linchamiento “ejemplificador”. Lentamente se va imponiendo la “ley del más fuerte” y todo el esfuerzo de miles de años para evolucionar hacia una sociedad más humana desaparece, dejándonos a merced de la bestia irracional. ¿Quién se beneficia? No cabe la menor duda de que los carteles de la droga encuentran el campo fértil para distribuir su mercancía de la muerte. Nos encuentra aislados, debilitados, desesperados, incomunicados y dispuestos a pagar cualquier precio por un instante de placer relajante. Siendo lego en las ciencias de la mente me atrevo a definir la forma de vida en la ciudad como enferma del “síndrome de la Casa Tomada Invertida”, asumiendo como referencia el cuento Casa Tomada, de Julio Cortázar, en el que dos hermanos ven como su casa es tomada poco a poco hasta que quedan en la calle. Nosotros vemos como nuestro barrio va siendo tomado por gente que consideramos indeseable, aún sin conocerlos, y abandonamos esos lugares por “ser” peligrosos. Así la esquina en que algunos beben, o la cuadra en la que hay un mendigo, o la plaza en la que alguno se droga, todos esos lugares van quedando fuera de nuestra ruta y cada vez estamos más encerrados en nuestra vivienda a la que protegemos con rejas, alarmas, perros de pelea, armas y cercos electrificados. En vez de asegurarnos de que nuestra casa sea un hogar en el que la familia disfrute de su existencia, la convertimos en una celda de aislamiento e irrealidad. ¿Cómo revertimos esta situación? Y aquí recordamos aquel lema de las luchas políticas y sociales que toma una realidad nunca antes tan relevante: ¡El pueblo unido, jamás será vencido! Debemos recrear los lazos sociales del pueblo y juntos recuperar, con la simple presencia, los territorios cedidos. Juntos enfrentar los problemas comunes basándonos en la solidaridad y el cooperativismo.