La frase del título la pronunció un científico para referirse a algo muy actual: tomamos con naturalidad que mueran doscientas personas por día, pero nos escandalizaría que un avión se estrellara cotidianamente.
La frase del título la pronunció un científico para referirse a algo muy actual: tomamos con naturalidad que mueran doscientas personas por día, pero nos escandalizaría que un avión se estrellara cotidianamente.
Es un razonamiento bien intencionado, pero sirve de poco porque desconoce la estructura de las creencias colectivas: la caída de un avión es excepcional. Cuando algo se torna habitual, la mayoría de la gente empieza por naturalizarlo, y no es nada raro que muchos terminen por negarlo.
Para poder soportar la vida nos refugiamos espontáneamente en la precaria y peligrosa protección que nos ofrecen algunos mecanismos colectivos: entre ellos, la renegación de hechos y de acontecimientos sociales y la proyección de la culpa sobre algún chivo expiatorio.
Nos refugiamos en los expertos en infectología, luego se habló de la dictadura de los infectólogos; se aprobó lo que hizo el gobierno inicialmente, con actitud épica y sentimental aplauso, para luego echarle la culpa de todos los males a poco que quedó desbordado: la seguridad de los líderes paga su precio cuando las cosas salen mal.
La renegación es eficaz porque no es una simple negación: rechaza lo que en algún lugar no cesa de admitir. Durante la dictadura militar, ¿cuántos vivían cómodamente cerca de lugares de muerte, de minuciosa destrucción del prójimo, sabiendo y no sabiendo lo que allí ocurría?
Pero lo que con más ahínco renegamos es la cantidad de cosas que marcan nuestra vida sin que podamos controlarlas, ya sea porque son impredecibles, ya sea porque, aunque predecibles, nada o demasiado poco podemos hacer para modificarlas.
La gripe española de 1918 y el Covid en la actualidad son un ejemplo escandaloso de esa irrupción de algo que trastorna por completo la percepción que de la vida tiene nuestra generación.
Es más: la misma evolución de la sociedad es impredecible en sus aspectos más particulares. Es tan elevado el número de factores que arman el tejido social —número que se eleva a medida que pasan las décadas— que es imposible construir modelos predictivos. Por supuesto, los historiadores y los sociólogos se la pasan pronosticando… lo que ocurrió ayer. Como se dice habitualmente, ellos pronostican con el diario del lunes. Si miramos hacia atrás, lo que ocurrió, simplemente porque ocurrió, queda naturalizado firmemente; pero con respecto al futuro todo se vuelve difícil, inmanejable. Por supuesto, los líderes proponen y proponen, es su función inevitable, y a veces consiguen resultados asombrosamente exitosos; las más de las veces, empero, la historia, en su decurso, nos pega cachetazos, una y otra vez...
La búsqueda airada de chivos expiatorios, la renegación constante, incluso con quejas persecutorias, como aquel grito tremendo “no les creo, no les creo más...”, muestran a las claras que las convicciones profundas de ciertos sectores están resquebrajadas.
Quiero decir: mientras más circulan el odio y las tempestades colectivas, más se vuelve evidente para los mismos agentes que los chivos expiatorios apenas sirven como lugar de descarga de la angustia y, fundamentalmente, que las renegaciones se agrietan; entonces empieza el circuito de redoblar la apuesta y seguir en una espiral ascendente de disipación y desconocimiento.
El incremento vertiginoso de la pobreza es un dato fatal; también es fatal que mientras el personal sanitario sufre el colapso ya inminente, haya gente preocupada por la calidad de la cerveza que consume; que haya gente que sale a la calle de cualquier manera porque no tiene qué comer; que haya quienes buscan el modo de depositar sus dólares en el Uruguay que ahora aparece, milagrosamente, como tierra de libertad.
Ya se sabe: la intensidad de la crisis aleja los extremos de la pirámide y los que están en el centro tienen un miedo atroz de caerse; el gobierno multiplica los billetes para que coman los pobres mientras los economistas repiten la misma receta, infeliz y poco creíble, de la austeridad fiscal.
¿Qué hacer?
Es evidente que no puedo responder a esta pregunta salvo con clisés muy gastados; no puedo hacerlo, también, por otra razón sin duda clara: aunque el relato épico hable de la “Nación” o del “pueblo”, es notorio que esta unidad no existe; no se le puede hablar a todo el mundo...
Pero, cuanto menos, aspiro a algo que se parece mucho a la moral estoica. Si algunos, que no insisten en una actitud absolutamente necia, pueden escuchar y hacerse responsables de lo que les toca, si pueden saber y practicar lo irremediable de tantos fenómenos estructurales, entonces será posible contribuir no a la resignación (no es eso lo que pretendo) sino al más calmo reconocimiento de cómo podemos situarnos en este cruce tremendo del azar con el destino.
Los antiguos griegos, los antiguos romanos, que vivieron en épocas menos ilusas y más propensas al reconocimiento de la tragedia vital, algo sabían de todo esto...