La fortísima presión para bajar la nominalidad salarial de la zona del 30% es la apuesta más riesgosa que el equipo económico del gobierno nacional hizo desde que asumió a fines de 2013.
La fortísima presión para bajar la nominalidad salarial de la zona del 30% es la apuesta más riesgosa que el equipo económico del gobierno nacional hizo desde que asumió a fines de 2013.
La eficacia que demostró, con sus ensayos de prueba y error, para domesticar la corrida financiera del año pasado, es puesta a prueba ahora en el terreno de la domesticación de la puja salarial. Por la vía, según parece, de contener la demanda salarial de los trabajadores.
El ministro de Economía Axel Kicillof escondió el traje de Keynes y se puso el overol del ajuste en pos de un plan tradicional de contención de expectativas inflacionarias, con el tipo de cambio y los salarios como ancla. Este programa de estabilidad es, para una lectura con mucha lógica por parte del gobierno, la herramienta económica que contribuirá a la continuidad del proyecto político y a la consolidación misma del jefe del Palacio de Hacienda dentro de esa estrategia electoral.
Cada vez más lejos de las pullas de hace un año y medio, la proyección política del ministro y la articulación cada vez más clara con sus planes económicos, saltó a la agenda de los analistas y operadores del establishment esta semana, como un súbito descubrimiento que los llenó de espanto. Parece que comenzaron a creerle a Kicillof cuando dijo: “No estamos armando una bomba porque pensamos en quedarnos”.
Frente a una agenda electoral influenciada en mucho por el imaginario cultural porteño, el avance territorial del PRO y la emergente añoranza del sistema de alianza de clases que acompañó a menemismo en los 90, este costado de la política económica apunta a refozar el flanco derecho y conjurar los miedos que anidan en el corazón de ese conglomerado.
No es un razonamiento extraviado. La estabilidad se balancea con el crecimiento y el empleo en el ciclo de valores del mercado electoral. Y para un equipo económico al que le tocó debutar en medio de una de las crisis más profundas de la posconvertibilidad, parece ser la llave de su propio éxito. De hecho, como se explicó en su momento, asumió en el Palacio de Hacienda con la misión de conducir el ajuste que “los mercados” querían imponer con su propia receta.
A diferencia de lo que hoy ensayan otros países vecinos, ese ajuste no fue fiscal ni estrictamente monetario. Incluyó una fuerte pelea con los actores más radicalizados del mercado financiero, planes de incentivo al consumo, monitoreo de precios, administración del comercio exterior, restricciones cambiarias y una política de ingresos direccionada a reforzar la protección de la base de la pirámide social, a través de aumentos en los programas universales y ampliación de la cobertura jubilatoria.
El centro del ajuste de Kicillof fue precisamente el salario de los trabajadores que se ubican por encima de esa línea de exclusión.
Este sector cedió cinco o más puntos de porcentuales respecto de la inflación, el año pasado. Un aporte a la estabilización de la economía por la vía de la defensa de la tasa de ganancia empresaria. Una contribución “forzosa” que quebró cualquier resistencia a partir del activismo de empresarios, Estado y burocracias sindicales, y también como consecuencia de una lectura de la clase sobre el momento histórico que se vivía.
Esta docilidad, aún en el caso de los gremios más afines al gobierno, se pensó en algún momento como un cheque diferido. Cuando a fines del año pasado se estabilizaron las variables financieras y la economía empezó a dar síntomas de repunte, los gremios se entusiasmaron con la posibilidad de recuperar algo del porcentaje perdido en las paritarias de 2014. Con esa idea arrancaron las negociaciones del sector público provincial y los acuerdos puente del primer trimestre, que cerraron apenas por encima del 30%. Hacia esa zona parecía encaminarse la ronda de las paritarias del sector privado, con sus excepciones vinculadas a porcentajes superiores pactados en las actividades con mayor nivel de ingreso. Un alivio importante en Ganancias se daba por descontado, y la disputa parecía pasar por quién se apropiaba del rédito de esa reducción.
Pero la posibilidad de volver a una nominalidad inflacionaria de la franja del 20%, previa a la asunción del nuevo equipo económico, fue una importante tentación. Y el gobierno apretó una vez más el torniquete de la negociación salarial, frenando los acuerdos que “cierren con un tres adelante”.
El escenario es novedoso. También es poco habitual que a mitad de año se cierren porcentajes más bajos que los pactados por los gremios a principios de año. Es una jugada riesgosa para el gobierno, que cierra sólo con una drástica reducción de los niveles inflacionarios, fenómeno que suele encriptar una caída de la actividad.
En busca de operar sobre el noventismo emocional que invade el proceso electoral, Kicillof pone en juego sus pergaminos heterodoxos al juicio de una contraparte que ya no son los fondos buitres o el neoliberalismo sino la propia base de sustentación del modelo. En 2013 una apuesta similar, que demoró por ejemplo los cambios en Ganancias, salió mal en términos electorales. Era otro equipo. Distino al que hoy va por la revancha.