Si leer es llegar inesperadamente a un lugar nuevo, el autor ofrece cada relato como el arribo a una isla mágica y desconocida donde no podemos prever lo que nos espera.
Es así que cada cuento se abre ante la lectura como aquella biblioteca enorme que sabemos que de niño lo acompañó. Cada uno de los relatos linkea directo a un nuevo libro o autor. Epígrafes, acápites, citas y menciones a otras obras con la contraseña de entrada a partir de cada historia propia a una nueva obra. Aparecen Borges, Jacobs, Brecht, Lawrence, Po Chu- I, Greene, Maugham como un hipervínculo que invita al lector o lectora a buscar más allá de aquello que se cifra en ese cuento y ponerlo en diálogo con otra producción.
Es así que se produce una sensación de infinito en ese enlace con los distintos autores y libros y para Nicolás en ese universo se trama algo de esa infancia con la gran biblioteca que tenía su papá. “Antes de leer a todos esos autores, ya eran familiares para mí, ya los conocía a través de él, que los mencionaba y nos los leía”, dice.
ASÍ ESCRIBE: UN CUENTO DE "LA CASA DEL DIABLO"
Los tres deseos
Como es ya costumbre, cada cinco o diez años, los viejos compañeros de colegio se reúnen en una gran fiesta, un poco para saber qué es de la vida de los otros, un poco para divertirse. Un amigo me decía que no lograba interesarse en lo más minino por estas reuniones y no entendía tampoco de dónde provenía el impulso para organizarlas. Por mi parte, si bien soy algo quedado para las salidas, me parece fácil imaginar lo interesantes que pueden ser. Tal vez por eso, suelen ser un buen principio para algún que otro film: estos viejos alumnos otra vez juntos, por lo bueno y por lo malo, por qué no, ya que es un buen momento para reconocerse en el incómodo espejo de nuestros fracasos.
En agosto de aquel año, me llamó Andrea y me contó que estaba organizando todo para diciembre o enero, que iba a ser una gran reunión en una vieja casona de Serodino.
-Muy bien -le dije -, cuenten conmigo. ¿Por qué no acá en Fisherton?
-Sebastián Funes nos prestó su casa, es enorme y con una gran galería. Además es lo mismo, la mayoría de los ex compañeros no viven en Rosario.
Todo lo que recuerdo de aquella reunión es simplemente asombroso. Fue a fines de diciembre. Esa noche, la primera impresión que tuve, después de los saludos, fue que las mujeres estaban mucho más conservadas que nosotros. Yo llevaba una blanca barba de anciano. La casa estaba casi en ruinas, pero mantenía de algún modo su viejo prestigio. Una gran galería al frente parecía el perfecto lugar para todos los sueños posibles. Eso, y el inevitable embrujo de estar rodeado de malezas y campo.
Después de comer el asado, me senté en el jardín a tomar un poco de aire fresco y unas cervezas con Valeria. Después se acercaron Gustavo, Fernando y Filas. Valeria se sorprendió al ver a Gustavo con su camisa de cuello romano.
-Ya veo que no sabías que ahora soy cura -le dijo él-.
-No. ¿Cuándo te volviste tan religioso?
-No sé, todavía estoy en eso.
Fernando estaba recién llegado de Andorra, quebrado en las dos piernas por una caída en una pista de esquí, pero de un inmejorable buen humor. Nos contó de su largo viaje de varios años y que un día se encontró caminando sin rumbo, no tenía adonde ir, nadie lo esperaba, andaba sin cargas y sin pesares y de pronto una inmensa felicidad lo invadió, algo que nunca antes había sentido.
-Los nómades y los sedentarios -dijo Gustavo-. Quizá el duelo desde Caín el labrador y Abel el pastor. Alain Tournier dice que generación tras generación los nómades son víctimas de los sedentarios.
Qué horror, pensé, ya que con ineludible culpa me reconozco como una especie de ermitaño. Es verdad también que siempre sentí cierta fascinación por la vida de los viajeros, a pesar de que algo me lleva una y otra vez a los viejos mismos lugares, donde me dejo estar, en la intimidad de las mismas calles y de las mismas reiteraciones.
Pero Filas era herrero y guía de pesca. Parecía unir en un estilo de vida las dos cosas. En los meses de frio, el noble trabajo al calor antiguo de la herrería, los amigos, la grata vida del hogar, la mujer y los muchos hijos. Y después el mar, el prodigioso mar de Fernando de Magallanes y de James Cook, de Herman Melville y Joseph Conrad. Sin dudas era una vida maravillosa.
-Tenés la mejor vida que se puede tener -le dije-.
La noche cerraba su círculo, se podía sentir crecer los invisibles lazos que forman una recobrada comunidad. Me preguntaba si únicamente a mí me abrigaba un deseo de volver a casa. Ya entrada la madrugada, Gustavo me ofreció llevarme en su auto de vuelta a Rosario.
-Vamos -me dijo-, yo voy para zona sur pero te dejo en Fisherton y después sigo para allá.
Estuvimos durante parte del viaje hablando de la reunión. Estábamos de acuerdo en que había sido de lo más agradable. Mientras viajábamos comencé a sentir un poco el cansancio de la larga noche.
-Y vos Gustavo, ¿que tenés para contar?
-Tengo dos buenas historias.
-Dale nomás.
-Bueno, primero un relato muy viejo. Digamos que en los tiempos de la primera humanidad nació un niño, al que vamos a llamar, si no te parece mal, Santiago. La madre estaba gravemente enferma y murió a los pocos minutos de nacer el niño. Al crecer, siendo ya Santiago un joven hombre mono alto y bien parado, rogó se escribiera en un libro las memorias del tiempo pasado con su madre. Dios escuchó la plegaria, como siempre lo hace, y encargó el trabajo a sus ángeles, quienes inmediatamente encargaron el trabajo a los poetas de la tierra. Como el tiempo también es infinito hacia adentro, como lo demuestra la paradoja de Zenon, para el relato de esos preciados minutos era necesaria la vida de muchos poetas, y el número de versos, la eternidad.
-Un poco desconcertante. ¿De quién es?
-Es una cosa sin sentido -dijo riendo-. Lo acabo de inventar.
-Y la otra historia?
-La otra es cierta. Venía hace un tiempo por un camino rural, parecido a este, pero para el lado de Carcarañá. De pronto, un alboroto de polvo, un perro flaco, flaco como el hambre y el miedo, que mostraba sus dientes a alguien que estaba tirado en el suelo. Frené el auto mientras tocaba la bocina y bajé gritando los más fuerte que pude. El perro se comportó de una manera extraña. Dejo de gruñir, me miraba y luego miraba al hombre en el suelo, así varias veces y finalmente se fue. El hombre no parecía muy lastimado, pero le ofrecí llevarlo hasta Casilda, de donde me dijo que era. Me agradeció por salvarlo y me dijo que no podía decirme si era bueno o malo, pero que me concedía tres deseos. Estuvimos hablando de eso, y yo tomándolo como una broma. Entonces hizo algo y le creí. El cielo estaba limpio, sin nubes, dijo tres veces lluvia y se largó a llover. Parecía que después de todo iba a tener otra oportunidad. Pero me acordé del cuento de William Jacobs, La pata de mono, donde cada deseo cumplido es a consecuencia de una atroz tragedia anterior, y no me atreví a pedir ningún deseo, tampoco a decir nada. Al llegar a Casilda lo saludé con un gesto, inclinando levemente la cabeza, y se fue.
-¿No sería eso un reprochable acto de cobardía?
-Puede ser. Todo esto me llevó a pensar en el posible orden del universo y después, quizá incomprensiblemente, a la Fe.
-Qué bien Gustavo, estoy más que intrigado por esta estupenda historia.
-Pero esta es cierta -me volvió a decir-.
No sabía qué responder. Supongo que malinterpretó mi silencio porque me pidió disculpas por estar incomodándome. Estuvimos un rato sin hablar. El sol de diciembre ya empezaba a calentar y se sentía que iba a ser un día de mucho calor, pero el color de la mañana era aún rojizo, como de atardecer. A ambos lado de la ruta aparecían los campos sembrados de maíz y de soja.
-Es la primera vez que le cuento esto a alguien -me dijo-. Se puede decir que, de alguna manera, gracias a vos me libero de mi secreto. Ya se sabe cómo son estas cosas. Así bien, lluvia lluvia lluvia.
Hizo un extraño ademán y una sorpresiva tormenta de verano comenzó de golpe. Una cortina de agua empañaba los campos y apenas si se podía ver algo del camino. Bajó un poco la velocidad y sin dejar de mirar hacia adelante me dijo:
-No te puedo decir si soy bueno o malo, pero te concedo tres deseos.