“¡Te quiero mucho, Dillom!”. La frase, popularizada por la comediante Charo López y apropiada por la cultura popular, está en varias remeras con la cara del artista, pero sobre todo está en el aire y en los corazones. El Bioceres Arena, y las más de 3000 personas que lo ocupan el sábado por la noche, se vuelve ensordecedor cuando se bajan las luces del recinto y anuncia el comienzo del show, último de ciclo Noches del Lunario.
El pibe genera euforia, pero una muy particular. Se siente un entusiasmo horizontal. Hay algo en la parsimonia oscura del artista que impide ubicarlo del todo en el lugar del ídolo inalcanzable, aunque sin dudas es una estrella de rock. Arriba y abajo del escenario por igual, o al menos así se siente, se exorcizan demonios con alegría. Dillom, con lentes oscuros, guitarra eléctrica colgada, y campera y pantalón de cuero, conduce el ritual con soltura, pero como si fuese un niño que se está saliendo con la suya en una travesura interminable.
Incluso desde antes que empiece la presentación, el ambiente del Bioceres hace honor a la reputación del público de este artista. Se abren círculos entre la gente, y el primer pogo estalla con la banda, antes de que el protagonista salga a escena. Flamea una bandera anunciando que está presente la ciudad de Gálvez. Los varones en cuero revolean remeras por encima de las cabezas. Hay trapos, hay sudor, hay aguante.
La noche arranca con “(Irreversible)”, un track instrumental “Por cesárea”, el disco que está presentando y el segundo de su carrera, después de aquel soñado debut que fue “Post mortem” (2021). Durante la hora y media intensa que durará el show, Dillom alternará entre las dos producciones dando cuenta de la continuidad y coherencia narrativa y sonora de su obra.
“Acá estoy, vengan a buscarme”, vocifera, siempre (en cada canción, en cada estrofa) acompañado por la gente en un coro perpetuo. “Coyote”, con toda su distorsión y su confrontación punk, recuerda rápidamente que es difícil encasillar a este artista en un género musical o en una sola estética. Por eso mismo, no sorprende que haya asistentes con remeras de Catriel y Paco Amoroso como de Los Gardelitos, Él Mató, Joy Division, o Nirvana. En la música y el personaje de Dillom hay calle, hay sensibilidad, hay una oscuridad intensa, hay humor, hay asperezas, hay romanticismo y hay superficialidad descarada, y esa insolencia entre trapera y rockera.
El pibe tiene 24 años pero la impronta de quien ya las vivió y las pasó, de quien fue y vino, y sobrevivió. O mejor dicho, de quien resucitó. El público promedio está más cerca de los treinta, aunque hay mucha juventud que iguala o circunda en edad al protagonista. Aunque no suena el cover de “Sr. Cobranza” (ese que terminó en una denuncia penal, eventualmente desestimada, por despotricar contra Caputo), el espíritu crítico del gobierno reina en el lugar. Se canta con júbilo y enojo aquello de que “el que no salta, votó a Milei”.
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“Pelotuda”, ese hitazo de “Post mortem”, se engancha con “La novia de mi amigo”, una de las que inician “Por cesárea” . Después siguen “La primera” y “Rili Rili”, y después suena la voz grabada de Andrés Calamaro para segundear a Dillom en “Mi peor enemigo”. Se baila, se poguea, de a ratos se hacen las dos cosas al mismo tiempo, en una danza extraña y única como el artista que la conjura. Se salta al compás imposible de esos beats más densos del género urbano, y es como si los cuerpos quisieran suspenderse un rato en el aire.
La banda que acompaña al protagonista es clave para habitar ese eclecticismo que nunca baja la intensidad, ni siquiera en esos temas más abajo como “La carie” (Lali Espósito aparece en pantalla para su featuring correspondiente) o más adelante en “220”, uno de los clásicos ineludibles del repertorio de Dillom. El Gringo Giuliano Tomatis en guitarra (con toda su onda metalera), Ignacio Haye en batería y Franco Dolzani en bajo son parte de la fuerza natural, profundamente humana, que es un show en vivo de uno de los artistas jóvenes más queridos por el público y sus pares.
Un momento destacado de la noche es el más performático de todos. A lo largo de la presentación, Dillom va perdiendo ropa hasta quedar en short y en cuero. Sin la banda en el escenario, saca a bailar a un maniquí con peluca y una careta terrorífica, estilo “Halloween” (y estilo “Por cesárea”). El artista se pone él mismo todos los accesorios de su partenaire y se pinta los labios.
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No es novedosa la referencia a Norman Bates, el protagonista de “Psicosis” cuando se habla de Dillom, pero con esta secuencia parece aceptar por completo la propuesta y convertirse en vivo en el personaje. Tampoco es novedosa (está en sus canciones) la historia del complejo vínculo del artista con su madre, una persona con problemas de consumo. La herida fundacional está expuesta, pero se cauteriza con cada show. No hay solemnidad en esos abismos profundos en los que Dillom invita a bailar y sonreír.
La visita a Rosario termina con la misma intensidad con la que empezó. “Cirugía”, “Ciudad de la paz”, “Amigos nuevos” y “Reiki y yoga”, con prolija alternancia entre los discos, completan ese encuentro entre Dillom y el público local, uno marcado por la entrega mutua, el cariño genuino. El pibe que viene de romperla en el Quilmes Rock, de confrontar a un influencer libertario en un avión, y de ser nominado a un Grammy Latino, demuestra de sobra que puede hacer lo que quiere, y lo hace. Te queremos mucho, Dillom.