Vaya uno a saber si la historia fue así realmente, si Colón era tan intrépido como se empeñaron en hacerle creer al mundo las maestras de escuela. Si fue él o cualquier otro, o nadie, que para el caso es lo mismo, quien puso a dar vueltas el huevo que convenció a la Reina Isabel de Castilla de que el mundo había vivido equivocado. Que no era plano, ni estaba sostenido por elefantes, ni por tortugas gigantes, como se había creído hasta entonces, sino que era redondo.
“Redondo redondo barril sin fondo”, como repetía hasta el hartazgo la abuela, como si no supiera otra adivinanza, como si no supiera que la Tierra no era redonda sino esférica, o más o menos, que es bien distinto, pero que, para la época, era una revolución. Una idea tan loca como volar a la Luna o darle la vuelta al planeta en globo o recorrer ocho mil leguas de viaje submarino, que hubo a quién se le ocurriera, como al bueno de Julio Verne, pero que no lo hizo.
Hay que atreverse a recorrer los mares, surcar los cielos, atravesar las tierras más allá de la tinta y el papel. Hay que tener coraje y osadía y, lo más importante, hay que tener un sueño. Eso es lo que querían las maestras que sus alumnos aprendieran cuando les contaban que hubo un marino que convenció a su reina para que le costeara un viaje que revelara su verdad: que si se partía de un punto y se navegaba siempre en dirección Occidente se llegaría a Oriente. Ese marino se llamó Colón y nació en Génova, en una casa humilde, en una familia más humilde aún, y así y todo llegó hasta los pies del trono y puso a dar vueltas y vueltas y vueltas a un huevo que por un instante fue un mundo y una revelación y la gran aventura.
De pie frente a la pequeña casa en ruinas que presume de ser el lugar donde nació el gran navegante, aunque nadie pueda acreditarlo a ciencia cierta, es inevitable sentir la excitación de la aventura. Está en la Piazza Dante Alighieri, con las banderas de Italia y de Génova, con la cruz de San Jorge roja y blanca, flameando orgullosas en el frente. Cuenta la leyenda que en ese pequeño edificio de paredes descascaradas y ladrillos desnudos Colón vivió de niño junto a su padre. Sin embargo, la verdad es que la construcción original fue derrumbada después de sufrir daños durante los bombardeos franceses en 1684 y lo que hoy se visita es su remedo, levantado en el siglo XVIII.
Hasta el lugar se llega después de sortear las trampas que impone el laberinto callejero del casco antiguo de la ciudad que, según los que dicen que saben, es el más grande de Europa. Es inevitable perderse, dejarse llevar por el trazado caótico de calles, callejones, callejuelas que en cada recodo se abren en una, dos, tres y más direcciones, todas tentadoras. A lo lejos se vislumbra una fuente, el escaparate de una tienda, la cruz lejana en la cúspide de una iglesia. Cómo no ir en su búsqueda. En ese devenir, que puede llevar horas o toda la vida -tan fácil es enamorarse de la ciudad vieja de Génova-, se pueda dar con la Piazza San Matteo, con su antigua abadía, las escalinatas donde matan el tiempo grupitos de adolescentes con las cabezas hundidas en las pantallas de sus celulares y la Osteria de San Matteo, un coqueto restaurante especializado en cocina italiana donde un plato humeante de spaghetti con frutos de mar no es una paquetería sino moneda corriente.
No se puede evitar ir de un lado al otro por los pasadizos estrechos en los que se quiebra el trazado urbano, como un vidrio alcanzado por un golpe artero, inesperado. De pronto, surge una plaza seca, amplia, soleada, donde a un lado se alza el imponente Palazzo Ducale, rematado por esculturas alegóricas que recorren la historia del Imperio Romano, y en el otro, la Iglesia de Gesú, que atesora una Asunción obra del pintor Guido Reni y dos conmovedores lienzos de Rubens. El solar, un oasis en medio del intrincado dibujo del barrio histórico, invita al descanso. La terraza del tradicional bar Capitan Baliano, en la Via San Lorenzo, es el lugar ideal para tomar una cerveza helada acompañada de un tentempié.
En verano está abierto las 24 horas, así que no hay excusas para no disfrutar del placer de reposar bajo alguna de sus sombrillas mientras se curiosea, a la distancia, el mercado de flores que salpica de colores vivos la vereda opuesta. En camino al puerto, es difícil saber cómo, se alza la catedral de San Lorenzo, uno de los íconos de la ciudad que, con la fachada de mármol negro y blanco y dos campanarios, conforma uno de los conjuntos arquitectónicos más apreciados por los visitantes. Aquí y allá, dónde quiera que haya un espacio habilitado, se encuentran enjambres de motocicletas de distintos colores, modelos y estilos, pero todas Vespa, que esperan pacientemente su momento de salir a andar.
Son incontables, están en todas partes, veloces, ágiles, indomables, la mejor forma de moverse en el tránsito enmarañado de la ciudad. Llaman la atención, tanto como el ambiente marinero que se respira a medida que el rumor de las aguas deja de ser una presencia lejana y se convierte en un susurro incesante que ruge feroz cada vez que las olas rompen contra el alto paredón del embarcadero. En una invitación a lanzarse a la mar, en busca de un amor o huyendo de él. Ahí está el faro, la antigua Lanterna de Genova, que divide el puerto viejo del nuevo. Desde ahí parten los lujosos cruceros que recorren el Mediterráneo, como otrora lo hacían los navíos que zarpaban a suerte y verdad en busca de nuevas rutas, nuevos mundos, para el comercio de Europa.
En la costa hay un galeón de tres mástiles, con un mascarón de proa amenazante, que quedó ahí, abandonado, cuando Roman Polanski terminó el rodaje de la película “Piratas”. La silueta del barco, que evoca las historias de corsarios que alimentaron la imaginación de generaciones, no deja que se olvide cómo y por qué Génova se convirtió en lo que es hoy, una leyenda de artistas, locos y soñadores. También de viejos lobos de mar, como Colón, que seguramente tantas veces ha mirado al horizonte desde ese mismo muelle, con la esperanza de alguna vez probarles al mundo y a sí mismo que no estaba equivocado. Y lo hizo.