Había una vez un hombre que quería ser rey, vivía en la ciudad de los sueños, la de los estudios de cine, las colinas solitarias y el sol más brillante de la costa oeste. Sí, la del letrero gigante que dice “Hollywood”, que a veces, sólo a veces, las nubes dejan ver, aunque siempre está ahí, tan cerca, tan lejos. Vivía y trabajaba en la ciudad y lo hacía en lo que mejor hacía y más le gustaba: crear mundos de fantasía.
Acaso no podía ser de otro modo, Los Ángeles, esa es la ciudad, siempre fue cruel, impiadosa, brutal, con una sola ley, la del más fuerte. Sus carreteras salvajes, sus gentes, siluetas fugaces que atropellan el viento a bordo de coches veloces, sus exigencias no fueron ni son para cualquiera, sólo los fuertes de espíritu, los atrevidos, han sido capaces de sobrevivir a su voracidad insaciable. Y él fue uno de ellos.
Walt Disney, de él se trata. El fue el gran pionero que, después de las diligencias, de la fiebre del oro, del nacimiento de la Nación, se animó a forjar un imperio con una pluma y un frasco de tinta china. Y lo hizo casi sin darse cuenta, mientras se paseaba a bordo de su Buick convertible, con el sol en las mejillas y el futuro, que moldeaba a su imagen y semejanza, en una carpeta repleta de bocetos a lápiz.
Muchos de esos dibujos, los del ratoncito travieso que nació Mortimer, pero que después de su primer vuelo en avión se cambió el nombre, como lo hacen las estrellas de cine que alcanzan el cielo, están atesorados en un antigua escuela de de magia y hechicería, ubicada en un barrio apartado de las luces del varieté de Hollywood. Inmagineering, lo llaman, y es la fábrica de las ideas de las industrias Disney.
Ahí nacieron y se desarrollaron las ideas que hoy asombran a grandes y chicos en los parques temáticos de la compañía. Esos que, a unas pocas millas al sur, un simpático paseo en carretera entre las colinas, en Anaheim, son el corazón de Disneylandia, la primera, la única Tierra del Nunca Jamás, al menos para los fanáticos de las aventuras animadas de Mickey, Donald, Pluto y Tribilín y los romances de las princesas.
Fue en los tableros de sus diseñadores donde se dieron los toques finales que convirtieron los indomables pantanos de Orlando en el Magic Kindom que hoy es la Meca de las quinceañeras de aquí, de allá y de todas partes. Ahí todavía se atesora la maqueta de la esfera gigante de Epcot y también la del laberinto de rieles retorcidos y luces de colores que simulan un vertiginoso viaje a las estrellas en la Space Mountain.
Ahí también, y es su mayor tesoro, están las estatuas originales de “Blancanieves y los siete enanitos”, una reliquia que, después de años a merced de la desidia de los operarios que la dejaron caer y que se partiera en varios pedazos, recibió el trato que merece. Es que la imagen de la más famosa y querida de las princesas de Disney emociona, aún a aquellos que creen que los cuentos de hadas no son más que tonterías para niños.
En uno de sus salones duerme el sueño de los héroes una de las máximas creaciones de la fábrica de sueños de Disney: el dinosaurio animatronix que no sólo puede caminar, aullar y sacudirse, sino también hablar con la gente que se le acerca. Se diseñó para el parque de Hong Kong, pero dio la vuelta al mundo; hoy, ya retirado, hace las delicias del puñado de privilegiados que tienen la suerte de visitar el Imagineering.
Al recorrer los galpones del laboratorio, al ver los planos de los juegos que uno conoce o sueña conocer, al ver las versiones diminutas de las atracciones, los prototipos de sus personajes, los story-boards de sus historias, los parques de Disney cobran una dimensión que cambia la perspectiva de una vez y para siempre: ya no será igual subir por el ascensor de la Hollywood Tower, la experiencia será aún más excitante.
La ciencia aplicada al entretenimiento es apasionante, tanto para el que la hace como para el que disfruta sus descubrimientos. Un paseo a máxima velocidad a bordo del Rayo McQueen, en la pista del Radiator Spring Racers, la nueva pista de carreras de Disneylandia que abrió este mes y que, inspirada en los personajes de “Cars”, revaloriza el trabajo de los ingenieros expertos en crear mundos de fantasía de Disney.
Esos son los fuegos artificiales que, cada noche, de lunes a lunes, encienden los cielos de esa pequeña ciudad mediterránea que es Anaheim, donde la gente vive con el ritmo de los habitantes del lejano oeste, a pesar de que ahí nomás, a un par de cuadras de su casa, que es simple, austera y con un porche al frente donde yacen la reposera y la mesita baja para apoyar el vaso de limonada, se agitan el vértigo y la aventura.
Disneylandia y California, los parques que animan los días y las noches de esa pequeña población suburbana de L.A., son bien distintos a los de Orlando, y no porque allí los sueños no se vuelvan realidad, lo hacen, exactamente igual que en la Florida, solo que no están aislados en una propiedad sin otro horizonte que la diversión sino que yacen en el medio de la ciudad y uno los halla tan cerca que puede tocarlos.
No hace falta aguzar el oído para que, desde el cuarto del hotel, puedan escucharse los alaridos de los valientes que se animan a trepar a las alturas de la montaña rusa que, con forma de las orejas de Mickey, es la máxima atracción de los adolescentes. Basta mirar al cielo, ni bien se escuchan las primeras explosiones, para ver los fuegos artificiales, se esté o no dentro de los parques.
Y es esa cercanía, la familiaridad que se siente por las historias y los personajes de las películas de Disney, lo que hace que en California, la primera tierra prometida, el viajero se sienta como en casa. Acompañado por Woody y Buzz Lightyear o la Bella y la Bestia, que bailan un vals interminable, da lo mismo. Lo que importa es dejarse llevar por el niño que todo hombre, toda mujer, atesora en un rincón del corazón.
Una ingeniería, la de los sentimientos, que sólo un mago, un hechicero conocen y están dispuestos a revelar al mundo entero.