La nota tenía destino de otra sección. Pero constantemente en el diálogo brotaban, en torno de la pobreza, la dimensión errática, conflictiva de la educación, insustituible en un proceso político que rescate a millones de personas de una vida sin perspectivas. Mayra está a punto de graduarse en ciencia política en la Universidad de Tres de Febrero. “De chica me importaban las noticias porque todos los que salían eran mis vecinos, mis primos, mis padrastros, gente del barrio que iba en cana”, dice. “En la tele solo salía eso: el delito, el delincuente, qué hizo, a qué hora lo agarraron. Una cáscara que no cuenta más que la información policial un poco como cuando las trabajadoras sociales van a un rancho y anotan datos en una planilla. Pero otro registro periodístico de las personalidades en ese contexto y de cómo se desenvuelve allí la vida es importante para crear nociones de la diversidad de ese mundo y buscar soluciones”. La entrevista fue a raíz de la presentación en el ciclo Comunidad de Ideas, que convoca a analistas de distintas disciplinas para pensar la política, economía y la igualdad.
—Tenemos una pobreza estructural y masiva que explotó en 40 años. ¿Qué distingue a la pobreza de hoy?
—Primero decir que la pobreza urbana es muy distinta de la pobreza rural, donde todavía queda una subsistencia en base al cuidado de animales o de la agricultura y donde quizá no es tan común el hambre, aunque sí lo es la falta de acceso a la educación y a las políticas públicas. Los pobres urbanos de hoy tienen más acceso a ciertas políticas e incluso a la tecnología. Sin embargo las herramientas para salir de la pobreza no están disponibles. No hay una educación liberadora de los pobres ni una escuela que haga de salida, sino que por el contrario las y los docentes están forzados a nivelar para abajo y aceptar que hay chicos que no podrán ir todos los días. Por otra parte hay una contención estatal con la AUH (asignación universal por hijo) o con la garantía de ciertos derechos que sin embargo no sacan a la gente de la pobreza ni garantizan una manutención alimentaria básica. Es fuerte el contraste: tantas políticas se hacen por los pobres y cada vez tenemos más afirmados a los pobres.
—¿Es muy fuerte el contraste de los pobres de hoy en relación a los de la década del 70?
—Es una diferencia abismal, como lo es también muy distinta si tomamos a la primera generación de pobres con los pobres de quinta o sexta generación. En todo el universo de pobreza hay 20 millones de personas con una mitad de arriba que, a grandes rasgos, salen por su cuenta: lo único que necesitan es que les bajen la inflación, se estabilice la economía y no sentirse inseguros. Salen por su cuenta porque cuentan con un capital cultural y un objetivo de planificación de la vida congruente con la clase media.
—Es que la pobreza se movió también cualitativamente. Hoy son pobres personas que tienen trabajo formal y con hasta tercer nivel de educación.
—Son pobres de clase media y en esa pertenencia se dan distinciones. El de clase media que está bajo la línea de pobreza no se va a sentir pobre nunca. Siente que no tiene un mango, que es muy distinto a ser pobre, aunque no tenga un mango hace cinco años. La distancia se corta conceptualmente, es cuestión del ser, no del estar. Esa gente no diría que es pobre sino que está en la pobreza. Nunca van a decir “soy pobre”. La cultura es lo último que se pierde. Son de clase media. Son los que peor la están pasando anímicamente, no saben vivir en la pobreza, no saben vivir con pocos recursos. No quieren acceder al Estado y si accedieran no sabrían ni qué puerta golpear. Lo único que esperan es encontrar un lugar en el sistema que les permita asomar. Tienen objetivos de clase media: que sus hijos estudien y se reciban de algo, volver a ganar plata con un trabajo, volver a tener un auto. Tienen parámetros de clase media pero por recursos son pobres.
—Hay un debate reciente potenciado por lo que dijo Cristina Fernández hace dos semanas en YPF, que es el de oponer el plan social a un trabajo.
—Algunos peronistas lo venimos diciendo hace rato. A mí se me da una legitimidad como ex pobre pero la aprovecho y usaré mi ejemplo. Cuando era chica mi mamá accedía al Plan Más Vida que era el de las manzaneras de Chiche Duhalde. Si tu mamá se peleaba con la manzanera por cualquier cosa personal te borraban de la lista y no podías ir a buscar la leche o la zucoa o la sémola por un mes. No podemos aceptar que los derechos de algunos argentinos dependan de esa discrecionalidad. Eso es lo que ocurre con los planes sociales: los manejan líderes populares, seguramente con una construcción legítima de su espacio, pero las personas quedan a merced de individuos y no de mecanismos institucionales. Los derechos de los que viven bajo la línea de pobreza tienen que asegurarse de este modo. El ejemplo es la AUH, donde con solo tener tu DNI golpeas la puerta de la Ansés y recibís la asignación.
—Con el tema de los planes hay una dimensión potente y discriminatoria: “están muy cómodos con los planes y no quieren trabajar”.
—Claro, la fantasía de que la gente es boluda. Son boludos, o manejables, o ignorantes. Las personas toman decisiones en base a su conveniencia. Corramos de esta discusión cualquier moralidad. Si un sueldo está en 35 mil pesos y un plan social está en 20 mil pesos y le sumo unas changas que emparejan ese sueldo, termina siendo conveniente recibir un plan y trabajar informalmente. El problema es la penuria de los salarios: nadie rechaza un trabajo con un buen sueldo. Si los trabajos dieran movilidad económica la gente se pone a trabajar.
—También se mueve la pobreza en relación a las adhesiones políticas. Mecánicamente podemos pensar que antes las personas de clases más bajas votaban a partidos o coaliciones que representaban a os sectores populares. Hoy vemos que eso cambió.
—Lo que ocurrió con los movimientos sociales es que los que obtienen el derecho a obtener el plan social son quienes militan. Algo que para mí es éticamente inadmisible. Eso genera una reacción fuerte en quienes no se acercan a esos movimientos. La derecha que nace en esos barrios es mucho más fuerte que la de otros porque se ve de cerca la injusticia. “Yo no voy a caerle simpático al líder para tener algo”. Eso produce el extremo opuesto, violento y antipolítico. Me preocupa ese manejo y creo que es un peligro para el peronismo y para la democracia.
—La movilidad social juvenil, sobre todo en la que antes el sistema educativo jugaba un rol, se terminó. ¿Qué lugar tiene la educación?
—La educación ofrece una movilidad sociocultural. Se traduce en que quienes nacen en una familia que tiene en la educación y el trabajo un valor lo incorporan aunque no les de rentabilidad económica. Y los pobres de quinta o sexta generación, que se guían en base al hoy y no a una planificación de futuro, ven la realidad: la educación para esos sectores es una pérdida de tiempo. Todo está por hacerse. Recuperar la legitimidad de la escuela es recuperar el nivel de vida que daba el trabajo. Ser trabajador tiene que ser sinónimo de vivir bien. Trabajar para ser explotado o vivir en la miseria es algo que algunos latinoamericanos toleran pero los argentinos no. Cuando se dice “están buscando gente y no va nadie” hay que ver por qué sueldo. Hoy un pibe no sale a laburar por menos de 90 lucas. Hay una demanda laborar creciente que exige cada vez más formación, pero también pertenecer a otros círculos. En determinadas oficinas buscan a una persona para atender el teléfono pero piden requisitos de formación alta. En ese caso el mensaje es “estos requisitos que no van a ser necesarios para el trabajo pero los pedimos porque no queremos contratar a un pobre”.
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“El hecho de que la escuela termine siendo el lugar de contención demuestra cuán desbordado está todo, porque no tiene esa función”, señala Arena.
—Muchos chicos sienten, como dice Ricardo Sidicaro, que el bagaje de lo aprendido en la escuela no sirve para la vida.
—No solo hay una escuela que no te prepara para el mercado laboral sino que es una escuela del pasado. Voy a ser autorreferencial. Cuando iba a segundo grado la maestra nos decía “seguro a la noche a ustedes sus papás le cuentan un cuento”. Pero mi mamá no sabía leer. Y papá no tengo. Eso hizo que pensara “la maestra es tonta”, que no tenía contacto con la vida real. Hay una pérdida de legitimidad ahí. Yo iba a una escuela de no pobres que fue radical para entender después mi movilidad socioeconómica. En primer grado iba a una de pobres de la villa pero me echaron. Después fui a esta otra escuela a 30 cuadras de mi casa. La distancia simbólica era enorme. Si me peleaba con alguien no me devolvían la pelea sino que le decían a la maestra. Había un sistema de respeto a la jerarquía que sacaba el conflicto de lugar, que en mi experiencia previa no existía. La escuela no registraba mi caso de que papá no existe y mamá no sabe leer. Eso más o menos es la escuela, una escuela que desconoce la realidad. Las docentes que van a escuelas pobres terminan nivelando para abajo porque son comprensivas y saben que no pueden exigir lo que se exige a un chico no pobre. Pero se termina aceptando que ese chico no va a vivir mejor.
—Qué paradoja, en escuelas populares los docentes hacen un esfuerzo personal enorme.
—Por supuesto. El hecho de que la escuela termine siendo el lugar de contención demuestra cuán desbordado está todo porque no tiene esa función. Tuvimos una escuela pública de calidad. En determinado momento la privada era asumida como el lugar para los hijos de los vagos, para los que no querían estudiar e iban a un lugar más fácil. Como la clase media no es boba si hay algo público de calidad lo toma. Las clases más pudientes en la Argentina van a la universidad pública porque ahí está la excelencia. Si logramos una escuela pública de esa calidad, clases más acomodadas volverán a ella y lo que ocurre entonces es que las diversas clases conviven. Y cuando eso pasa no ocurre lo que pasa hoy: que los pobres, los villeros, los marginados directamente hablan otro idioma. ¿La escuela los interpela en ese idioma? Depende mucho del docente o del directivo. Lo cual es discrecional y no institucional. Los docentes no tienen por qué ser héroes.
—En barrios marginales o empobrecidos es más frecuente para los jóvenes que la vida material y emocional se canalice en una economía delictiva. Esos chicos son los clientes principales del sistema penal. ¿Cómo analizas la relación entre jóvenes pobres y delito?
—Una posibilidad de volcarse al delito es por la necesidad. Eso es lo que menos me preocupa, porque con tomar decisiones económicas adecuadas se puede evitar que alguien que no goza o no quiere ser criminal esté en ese terreno sino que lo hace como salida económica. Ahí la cuestión es recuperar con actividad y salario digno. Después está la pertenencia a alguna banda donde está jugado algo de la identidad. En un momento en las clases medias estaba ser flogger, o ser emo, o ser de una banda de rock. Ahí se producen con eso identificaciones políticas o culturales. Muchas veces meterse en una banda lo es para pertenecer y significar a través del grupo. En todas las clases sociales hay lugar para el resentimiento o capacidad de hacer daño. En este campo están los que eligen el delito para hacer daño. Son los que tienen este camino como opción y salen de la cárcel y vuelven al delito. Son una minoría pero está la decisión y acá no hay Estado ni familia que transforme esta realidad. Es una buena noticia que la mayoría de los que están en este campo no se volcarían al delito si la situación económica fuera otra. Con los números de pobreza que tenemos la Argentina debería estar estallada y no lo está.
—¿En qué lo notás?
—En el AMBA (Area Metropolitana de Buenos Aires) se ven pibitos nuevos que no están preparados para ejercer una delictividad peligrosa. Creo que la criminalidad está en la Argentina sobreestimada. Es más como elección menos deseada por segmentos importantes que la ejercen, que una vía de escape. No es un discurso romántico, soy cero progre en esto, soy muy antichorro. Pero de estos últimos. Y para entender qué actores se están moviendo tras los actos criminales necesitamos una Justicia más humana. Jueces y fiscales que se sienten a hablar con personas que en general son varones porque salen a buscar el mango como proveedores. Pero las acciones de la pobreza siempre se miden con distinta vara. Hay selectividad en las expectativas. Si alguien de clase media prospera en un emprendimiento los medios lo valoran como una excepción. Ahora, si el que lo logra viene de un barrio pobre se lo coloca como el ejemplo que todos podrían seguir. Cuando alguien de clase media se hace rico se considera que triunfó pese a las circunstancias. Cuando los pobres salen de la pobreza es una legitimación del sistema: si vos saliste es porque se puede.
—Sos una pobre que prosperó y sos admitida, te invitan a seminarios, vendrías a ser la imagen viva de ese ejemplo que das. ¿Cómo lo vivís?
—Creo que lo que más me hace producto de consumo es mi lenguaje. El villero que habla el lenguaje villero es un extranjero. Un venezolano es más parecido a un argentino que un villero porque, se piensa, "habla un idioma que yo entiendo". Es una nueva desventaja. Hoy la cultura villera tiene mucha influencia centroamericana. En la cumbia villera se escuchan muchas expresiones centroamericanas. En esta extranjerización de la pobreza hay una comodidad que tiene la política: los pobres están aparte en sus barrios, van a sus escuelas, si en algún lugar te los cruzás es en un semáforo para que te limpien un vidrio. Pero no en el mismo restaurante. Si los vemos en una marcha en el centro por sus reivindicaciones la idea es que alguien los trajo de algún lado. Mientras no crucemos a los pobres está todo bien. Los municipios o la política tienen con eso la chance de no ocuparse de la misma manera de esos ciudadanos.