Podría alegar que ya nada me sorprende. Pero cuatro o cinco o seis millones de personas deben sorprender a todo el mundo. En sesenta años tengo vistas unas cuantas multitudes –y están aquellas que no he visto– las que tienen que ver con el renunciamiento de Eva Perón y con su funeral. Están las ingratas y están las gratas: está el balcón de Galtieri, pero también la plaza de Alfonsín en 1983. Están las multitudes futboleras: los festejos descentrados en 1978, que nunca fueron a vivar a Videla –sin embargo, algo nos sigue doliendo de esos festejos–. Los de 1986, que terminaron con Maradona en el balcón peronista sin Alfonsín al lado, y los de 1990, los festejos más ridículos –los festejos de una derrota, con Menem robando cartel en el mismo lugar que Alfonsín, cuatro años antes, había cedido con discreción. Está el Bicentenario de 2010, intenso y masivo, gozoso y festivo. Está el doloroso funeral maradoniano, que cerró demostrando la incapacidad estatal para administrar un hecho de masas (volveré sobre esto). Están los cierres de campaña de 1983, con millones de personas, adversarias entre sí, desparramadas en torno del Obelisco, con dos días de diferencia que sólo demostraban que el deseo democrático era cosa seria y masiva.
Pero, con franqueza: esto no lo vi nunca. O, mejor dicho: esto nunca había ocurrido antes.
Y, sin embargo, es un hecho, es un dato sociológico, ocurrió: entre el domingo y el martes, una cantidad que será imposible de cuantificar, estimada en varios millones de argentinos y argentinas, salieron a festejar un campeonato de fútbol. Pongámoslo así, para que suene ridículo y podamos demostrar por qué no lo es: millones de argentinos y argentinas salieron a festejar algunos penales bien pateados. Nunca sabremos cuántos millones: llevamos varias décadas sabiendo que las policías no saben calcular cuánta gente entra en un patio, y para colmo nadie se molestó en saber cuántos festejaban en los pueblos recónditos o en las ciudades medianas. La obnubilación porteña volvió a organizar las estadísticas.
78827152 (1).jpg
Rosario: Monumento y Parque a la Bandera.
Foto: Marcelo Bustamante / La Capital
Hinchas festejando en la 9 de julio - Foto Raúl Martínez EFE - 56646d49a82a769f82b7308b6169b77231bdabba.jpg
Buenos Aires: Avenida 9 de julio.
Foto: Raúl Martínez / EFE
Regresemos: ¿algunos penales bien pateados? No, claro que no. Las Copas del Mundo se organizan en torno de una ficción perfecta, según la cual unos cuantos señores jóvenes vestidos con colores que remedan las banderas nacionales representan a esas naciones, y proponen que esa representación pone en juego el honor, el orgullo y la felicidad de esas comunidades. Esa fórmula simple ha demostrado ser imbatible, pero con especial eficacia para los países latinoamericanos: para los que alguna vez ganaron la Copa o para los que han competido por ella. No hay ninguno que pueda escapar a esa ficción. En algunos casos, porque el equipo nacional de fútbol es el único símbolo unitario que permite soldar diferencias y distancias geográficas, políticas o sociales –la relación entre costeños y serranos en Ecuador o Colombia, la pluralidad del Brasil casi continental, la diversidad cósmica mexicana. En otros –en otro: en Uruguay–, es el símbolo perfecto de la aparición internacional del paisito, esa irrelevancia geográfica que se transforma en potencia deportiva. Para los argentinos, es la coronación de un relato que nos inventó como fundadores del fútbol latinoamericano, como gestores de un estilo nuevo de juego, deudores de una admiración que, maldito narcisismo, nos merecíamos como nación, como pueblo, como granero del mundo, como futbolistas y como hinchas incomparables. Hay en esos argumentos algo excesivo, sin duda, pero se cruza además con la vieja condición popular del fútbol: el espacio donde los héroes podían ser plebeyos, nacional-populares. Como ya he escrito en demasía, Maradona llevó ese relato hasta su clímax en 1986, y allí nos habíamos quedado paladeando un momento de felicidad desbordante y excesiva, la justa compensación por los años de oprobio, dictadura y guerra
Lo que estos millones de personas en las calles han salido a celebrar es otro momento excesivo –por desmesurado, no por injusto o inmerecido– de felicidad gratuita. El fútbol tiene eso, también a nivel de nuestros clubes tribales: no nos pide nada más que una inversión de afecto, y a cambio nos puede dar felicidades intensas –y muchas más amarguras. El marketing o la compra de merchindising no es parte inevitable del contrato: podemos invertir afecto sin comprarnos una sola camiseta –legal o trucha. Hoy el fútbol nos pagó esa inversión con una felicidad maravillosa, intensísima; y debe ser dicho, también compensatoria. Quiero ser cuidadoso: no hay una relación de causa-efecto, pero una semana antes de la final supimos que la sociedad más rica de América Latina, la sociedad más igualitaria del continente, más justa y democrática, históricamente, tenía un 40 por ciento de su población debajo de la línea de pobreza. La felicidad popular, simultáneamente transversal –porque atraviesa las clases, los géneros, las edades, las geografías, las castas– resuena como una suerte de reclamo: “nos merecemos una”. Permítanme este exceso argumentativo: podríamos ponernos provocativos con nuestras propias elites y recordarles que nuestra felicidad parece más explosiva por los doce años consecutivos y deplorables de gobiernos de ambos lados de la trinchera que sólo han conseguido un 40 por ciento de ciudadanos pobres. Nuestra felicidad efímera señala, a la vez, el fracaso o la traición de nuestras clases dirigentes –políticas, económicas, empresarias.
Hay una última señal que esta movilización inmensa e histórica está poniendo de manifiesto –mientras escribo esto, hay centenares de miles que se resisten a abandonar la calle. Como dije antes, los estados –nacional, provincial, municipal– junto a la AFA –un ente privado y a la vez paraestatal– han vuelto a demostrar que no pueden organizar un solteros contra casados en un club de barrio, como sabíamos desde el funeral de Maradona o desde el River-Boca de 2018. Son unos inútiles rematados, que no pueden siquiera ejercer el cuidado sobre su comunidad que la ley y el contrato democrático les exige (no hablo de vigilancia ni de control: hablo de cuidado, una palabra mucho más democrática). Las multitudes han demostrado saber cuidarse a sí mismas y entre ellas: las masas han demostrado ser más cuidadosas y plurales que el estado presuntamente democrático. Pero hay una novedad más, que descubrí hoy mientras miraba el cuidado con el que los jugadores de la selección evitaban la Casa de Gobierno: por primera vez, el estado ha quedado silenciado como narrador patriótico. Desde 2002 vengo argumentando sobre la centralidad del estado en el relato de la nación y de lo patriótico. Esta vez, parece que el fútbol ha decidido extremar su autonomía y proponer que la patria, una patria de masas y festiva, le pertenece por completo. Hacia dónde puede disparar esto: no tengo la menor idea.
Otras reflexiones sobre el Qatar 2022 y el triunfo de Argentina:
Dos inmensas multitudes, alegrías inolvidables y una misma desazón desconcertada
"Imitemos a la selección argentina" ¿De qué habla esa idea?
Argentina: ¿por qué en la selección nacional no hay jugadores negros?