Si uno logra sortear el peligro de caer en una horrible cursilería, tal vez pueda iniciar un texto curatorial recordando que las flores siempre estuvieron asociadas, no solo al concepto de belleza, sino también al de calidad, excelencia, sublimidad, etcétera…
Hablar de “la flor de la edad” para referirse a la juventud, o de “la flor y nata” para aludir a lo más distinguido de un determinado grupo social, hoy es querer reavivar anacronismos fatalmente envejecidos.
Mejor suerte que todas estas antiguallas tuvo la palabra “antología” (no así su sinónimo “florilegio”), quizá porque antología proviene de la soleada lengua griega, y su referencia a las flores se encuentra elegantemente enmascarada: según lo que explica el Diccionario de la Academia, el vocablo procede del griego “ánthos” (flor) y “logía” (selección).
Tamaño introito se incluyó con el propósito de dejar en claro que el criterio para curar esta muestra “antológica” de Emilio Ghilioni fue honrar el significado y el origen etimológico de la palabra antología, puesto que su curador −o su antólogo− escogió un “ramillete” de obras que, a su juicio, trasuntan un nivel de artisticidad singularmente alto, y son poco menos que hitos −¡o flores!− en el vasto corpus de la producción del artista.
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Colorista consumado, capaz de administrar con igual solvencia la más rutilante saturación cromática y la más apacible desaturación, serenada por el predominio del blanco, las composiciones de Ghilioni admiten infinitas alternativas, que van desde emplazar estudiadamente las imágenes en el centro del cuadro, hasta aventarlas osadamente hacia los bordes, y de compactar toda la información sobre un fondo liso, apenas movido cromáticamente, hasta dinamitar esa concentración formal y hacer que sus criaturas, ya sean gatos, muñecas o caracolas, floten, extasiadas, en la pavorosa ingravidez de una espacialidad sin límites.
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Y en este fluctuar entre soluciones compositivas irreconciliablemente contrapuestas, así como en 1988 el artista plasma una exquisita naturaleza muerta con apenas un jarroncito y una manzana, que comparten una cotidianidad lindante con la nada −recuerdo, en tal sentido, ciertos duraznos puestos en fila por Augusto Schiavoni, o algunas trémulas naturalezas muertas de Giorgio Morandi−, entre los años 1992 y 1995, para celebrar el casamiento de su hija, concebirá una apabullante acumulación de datos en una gran superficie de un metro cincuenta por tres, mítico relato en el que conviven retratos, ángeles, exvotos, la silla vacía de su padre, animales y plantas, ornamentos arquitectónicos que son como escudos de Minerva, mates, columnas en escorzo, caracolas y viejos marcos decorados: un asfixiante batiburrillo signado por el horror vacui −y aquí debería evocar esa suntuosa muestra del estilo gótico internacional que es La adoración de los Magos de Gentile da Fabriano, y que hoy se exhibe en la Galería de los Uffizi, en Florencia−.
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(Es fascinante comprobar que una obra tan rica y variada como la de Emilio −ese universo que inventó, y al que dotó de un sello de identidad inconfundible− surge de un puñado de “objetos” que integraban su entorno más inmediato, objetos que reproducirá, indagará y poetizará, obstinada e incansablemente, a lo largo de décadas).
Hay, sin embargo, algunos indicios esparcidos en toda su producción, que no se pueden minimizar, y que hablan de una suerte de religiosidad “no ortodoxa” −y por qué no, hasta algo zumbona−, a mitad de camino entre la marginalidad de los cultos paganos y el kitsch supersticioso de las imágenes de santería.
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Es que si hemos de adherir al señalamiento de Jean-Jacques Wunenburger en su ensayo sobre “lo sagrado”, en cuanto a que este “puede sobrevivir, incluso «revivir» (las comillas son mías), fuera de lo religioso”, no cabe duda de que las cruces, los ángeles de estampita, las representaciones de la Virgen o las columnas −viejo símbolo del poder generador y nexo privilegiado entre el cielo y la tierra−, que integran el repertorio formal-expresivo de Emilio Ghilioni, son una personalísima contribución a la esfera iconográfica de lo sagrado.
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Y si a esto agregamos que Emilio, como buen arquitecto que era, inscribió muchas de sus creaciones en la geometría hermética de la Sección Áurea, aquella “divina proporción” que los antiguos usaron para levantar sus templos, en armónica consonancia con las leyes que rigen el sistema cósmico y la estructura del Universo, no se puede menos que concluir que su legado es un arcano apasionante, un formidable código de símbolos polivalentes y un campo de lecturas inagotables…
En su Diccionario de las Artes Félix de Azúa reflexiona: “Que las prácticas artísticas en general no pertenezcan ya al orden de lo sagrado no impide, en absoluto, que algunas páginas de Beckett, o ciertos poemas de Celan, alguna composición de Lutoslawsky, alguna escultura de Giacometti” […] a lo que yo agregaría, y algunos solemnes gatos imperturbables, algunas muñecas de voluptuosa cabellera y algunos estereotipados retratos de Norma, su mujer, repetidos obsesivamente por Emilio Ghilioni, “sean lo que nos queda más próximo a una experiencia de lo sagrado en un mundo (casi) totalmente desposeído de acceso a la divinidad, o lo que es lo mismo, al pensamiento de nuestra mortalidad”.
Data
Emilio Ghilioni y los símbolos. Pinturas.
Curador: Rubén Echagüe.
Diseño de montaje: Marita Guimpel y Rubén Echagüe.
Espacio Cultural Universitario (ECU).
Peatonal San Martín 750.
Martes a viernes, 10 a 18; sábados, 10 a 19.
Hasta el viernes 27 de mayo.
Ingreso libre y gratuito.