Algunos especialistas argentinos no dejan de considerar a la literatura brasileña, décadas
después del boom latinoamericano y bajo el clima institucionalmente favorable que supone el
Mercosur, un vecino todavía muy poco conocido. Claro que en esto incide el idioma, junto con las no
pocas diferencias culturales entre ambos países. Sin olvidar una cuestión de tamaño: como suele
suceder con su música, más se aproxima a ella el no iniciado, más distantes parecen los límites de
esos verdaderos universos aún por descubrir, una vez que han quedado atrás las figuritas repetidas
de su folclore de exportación.
Frente a este cuadro de desconocimiento y creciente curiosidad, el mercado local parece
interesado en tender nuevos puentes hacia el gigante tropical, y a la publicación de escritores y
corrientes paradigmáticas de su historia literaria, ha sumado recientemente la edición de
literatura contemporánea. Beneficiadas por ese impulso, las novelas Bandoleros y El día que asesiné
a mi padre prueban cuánto se vienen perdiendo los lectores de habla hispana.
La primera pertenece al ya consagrado João Gilberto Noll. Nacido en Porto Alegre en 1946, cuenta
con más de una decena de títulos, algunos de ellos premiados y editados en otras lenguas. La
segunda es el primer libro publicado por el periodista Mario Sabino (1962) —ha escrito además
uno de cuentos titulado O Antinarciso—, con el que se convirtió en una de las nuevas promesas
del panorama carioca.
Editada originalmente en 1985, Bandoleros hace mención en sus primeras páginas a los principales
núcleos de acción sobre los que la novela volverá insidiosamente (la muerte de un amigo, una corta
estadía en el extranjero, una particular relación amorosa) con permanentes saltos que pulverizan su
progresión cronológica. Un día domingo, un escritor en plena crisis existencial decide cortar con
la trama previsible de su vida: se emborracha en un bar por la mañana, vive extrañas anécdotas,
viaja rumbo a un pueblo desconocido de manera imprevista, se interna en un morro lindante con un
desconocido.
A través de una técnica impecable, los personajes con los que se topa en el camino no sólo
alimentan su nuevo presente, con toda su carga de imprevisibilidad atemorizante, sino que
transforman para siempre sus imágenes del pasado, evocado en plena aventura. Quien se abandona a la
intemperie del desierto pierde pronto la memoria con la que sostiene su identidad. Por ello, los
personajes que no paran de hablar se baten en un duelo verbal para recomponer sus vidas, aunque
pronto se manifiestan el violento límite del lenguaje y la fragilidad de los interlocutores.
Narradas sin énfasis alguno, la miseria, la infancia cruel de los desamparados, la locura de los
hombres se van cobrando vertiginosamente sus víctimas. Bandoleros muestra cómo salirse de una trama
implica enmarañarse en otra red, si no se quiere caer en la locura, muchas veces más letal que en
la que se cree estar atrapado.
En El día que asesiné a mi padre, un paciente narra a su analista la historia de su vida, que es
al mismo tiempo la de su parricidio. En un tono pretendidamente autoanalítico, el narrador hace
permanentes correcciones a sus relatos y descripciones, guiadas por su afán de rigor
interpretativo. Posgraduado en filosofía, hijo de un padre rico, el internado no deja de tener
presente al escucha profesional, a quien interpela periódicamente, apelando a las convenciones del
manual freudiano.
El mérito de Sabino es convertir un tema trillado en un relato atrapante. La ética del narrador
se explicita en un momento: cuanto “menos artística” su historia, “menos
franca”. Debe hacer literatura porque para “artículos mal escritos” estará, según
él, el profesional, y porque en la experiencia que lo literario supone el saber pierde su
consistencia comunitaria e institucional.
“El complejo de Edipo está muy lejos de explicar mi tragedia. Se convirtió en una
expresión completamente débil. Además, ¿usted se fijó en que las palabras y los conceptos sólo son
exactos para definir lo que les ocurre a los demás, pero no a nosotros mismos?”, dirá un
narrador que a pesar de ello estructura con esa fábula clásica su propio relato hasta el final, y
quien no dudará en inventar historias —el ejemplo más evidente, además de las mentiras
reconocidas, es una novela inconclusa de su autoría que hace leer en varias sesiones— para
seducir a su escucha.
Pero no sólo el psicoanálisis se vuelve materia prima de la novela. La crítica literaria y el
periodismo, a través de los personajes de “Futuro”, la ficción autobiográfica del
paciente, son objeto de un humor corrosivo. En ella, el tratamiento de los personajes y de la trama
parece una velada burla del modo de narrar de sus contemporáneos y, lo que la hace más plausible,
una forma de manifestarse sobre el propio trabajo escriturario, en el que se reconoce “la
utilidad de los clichés” y que se está contando “una historia de cuarta”.
A pesar de las marcas de un estilo de época también reconocible en la narrativa local, las
novelas de Noll y de Sabino insinúan la presencia de un monstruo literario que respira muy cerca,
apenas entrevisto, dispuesto a fascinar a los lectores que osen acercarse.