Quince horas. La calle tiene una fisonomía extraña. Las personas caminan apuradas. Como si una carga eléctrica las impulsara hacia distintos destinos pero con un mismo objetivo. Los autos también le imprimen vértigo a la escena. Todo es muy raro. Se siente a flor de piel una ansiedad colectiva. Que contagia. Como hacía mucho tiempo no sucedía. Tal vez la necesidad de una alegría en el desierto de las decepciones explique el rodaje de una tarde que rompe con la rutina anodina de las obligaciones cotidianas.
Los comercios muestran disparidad. Mientras algunos se blindan hasta que pase el temblor emocional. Otros permanecen como si nada sucediese. Pero así como el dueño de una zapatería avisa que cierra por cábala, una joven empleada de una tienda responde que seguirá como si nada también por cábala. Claro que con celular en mano para no perderse jugada.
En el mientras tanto, un vendedor ambulante, como si se tratara de un ritual, ingresa a un bar cerca del Monumento con sus bártulos llenos de camisetas, banderas y vinchas albicelestes para armar su stand rápidamente en la zona. Y así seguir nutriendo un diciembre que pintaba raquítico por la crisis. "Vengo bárbaro, ni la lluvia del otro día con Holanda me perjudicó la venta. Ojalá sigamos ganando para que estas fiestas sean buenas, no tan flacas", dice Ricardo, con una ilusión que maquilla el rostro marcado por la adversidad.
La tarde queda huérfana a las 16. La quietud se apropia de la ciudad, junto a un silencio preocupante. La tensión transita la calle con total libertad. Treinta minutos y nada. Pero lo complicado se vuelve mágico. Un grito repercute a lo largo y ancho. Y enseguida otro más. Y al rato otro, el de la paz interior. Para concluir: la pucha que es lindo estar juntos.
Argentina hace historia al jugar. Golea a Croacia. Simplifica todo. Y un país festeja que el domingo estará en la final de un Mundial. Allá en Qatar, tan lejano y tan extraño. Pero desde un tiempo a esta parte tan celeste y blanco
Habrá que remontarse a la magia extraordinaria del 1986 para trazar algún tipo de paralelismo sensitivo sobre el fenómeno que solo el fútbol es capaz de producir. Pero esa experiencia única quedó grabada en la memoria de aquellos que fueron testigos. Porque hay generaciones que no la vivieron. Con un Diego Maradona que fue excepcional. Como lo es hoy Lionel Messi. Argentinos ambos. Increíbles también.
Pese a esa mala costumbre que nos atraviesa como sociedad de querer comparar lo incomparable. Con esa permanente e inconcebible necesidad de diferenciarse aún en las cualidades colectivas. Caprichoso comportamiento que ante la posibilidad concreta de crecer juntos como país, impone condiciones para seguir empobreciendo divididos.
Si algo demuestra la selección nacional en este Mundial es la fortaleza que se adquiere en equipo. Cuando la convicción, previsión, humildad y unidad grupal no deja resquicios para ninguna grieta. Y revalidando ese orgullo de ser argentino que el fútbol produce de manera espontánea, diluyendo hasta los matices antagónicos de los fundamentalistas crónicos. Los que tanto daño siguen provocando.
La tarde fue extraña. Pero fantástica. Como seguramente lo será el mediodía del próximo domingo. Donde otra vez habrá un tiempo compartido sin divisiones estériles e improductivas. Y aunque el fútbol siga manteniendo esa importancia relativa, porque las alegrías son efímeras en un contexto en el que lo indispensable no depende de un resultado deportivo, siempre ayuda festejar. Ojalá así sea. Porque más allá de que esta selección ya cumplió con creces, merece ser campeón.